Orhan Pamuk: “El arte de la novela se basa ante todo en la compasión”
Perseguido, atacado, Orhan Pamuk, premio Nobel de Literatura en 2006, en muchos países sería una gloria, salvo para ciertos sectores de la Turquía más ancestral Profesor en la Universidad de Columbia, laico amarrado a la tradición de un islam cultural, la obra de Pamuk es un crisol de verdades tan volátiles como asentadas, una corriente inaprensible de energía cruzada, un mosaico complejo que le ha valido para ser una de las voces más autorizadas en el panorama narrativo mundial
Muchos creyeron que había ganado el Premio Nobel demasiado joven cuando con 54 años lo recibió de manos del rey Gustavo de Suecia. Pero Orhan Pamuk y su país, Turquía, habían esperado muchas décadas para un reconocimiento así. El autor de El castillo blanco, consagrado para el panorama internacional por voces como las de John Updike, llevaba ya una larga carrera de potentes novelas que han navegado varias épocas por las aguas del Bósforo. Relajado, y tras darse una vuelta por la Alhóndiga de Bilbao, donde participó en el ciclo Gutun Zuria, Pamuk desgrana las tensiones latentes entre el Este y el Oeste, el carácter de quien mira hacia ambas orillas para poder entender mejor los desencuentros.
Aquí, en la Alhóndiga de Bilbao, da por pensar, después de que usted se haya mostrado un gran defensor del papel de los lugares públicos en el mundo de hoy, para qué sirven estos grandiosos espacios de encuentro. ¿Cuál es su papel en la cultura, en el civismo? Estos lugares son concebidos como ágoras, donde la gente se reúne, interactúa… son esencialmente eso.
¿Ágoras posmodernas? Más o menos, muy cercanos a la actividad de la gente. Consiguen aumentar nuestro sentimiento de pertenencia hacia algo más trascendente que la propia individualidad.
Orhan Pamuk
(Estambul, 1952) es el escritor turco más reconocido del mundo contemporáneo. Premio Nobel en 2006, creció en el entorno de una familia laica muy apegada a Occidente que se reconoce en obras suyas como ‘El libro negro’ o ‘Cevdet Bey y sus hijos’. Su novela ‘El castillo blanco’ llamó la atención de autores consagrados en Estados Unidos, donde el autor imparte semestres en la Universidad de Columbia. Reconocido como el mejor radiógrafo de su ciudad, la magistral interpretación en la historia de su lugar de origen queda reflejada en toda su obra, pero especialmente en libros como ‘Estambul, memorias y la ciudad’. Ha conseguido también el France Culture y el Médicis, y el de los libreros alemanes.
Ha reflexionado usted a menudo sobre su obsesión acerca de la imposibilidad de trazar un final a las historias. ¿Ser consciente de eso le limita como escritor? ¿Existe el final ideal cuando sabes que todo continúa? Bueno, al final, casi todo acaba. Un final, en cierto modo, es una declaración de principios. Como nuestro epitafio en la tumba. Soy novelista, de este tiempo, y debo contar con ello, no como en las grandes epopeyas de la antigüedad, donde las historias podían continuar sin fin y se sumaba, se sumaba… Todo empieza y termina en el individuo, las personas. Cada una nos sugiere un todo. Eso nos otorga una especie de mandato, aunque nos resistimos a que las cosas se cierren. Más si esas historias que contamos le gustan a la gente.
Pero incluso las novelas, si son buenas, nunca acaban en nosotros, siempre podemos agarrarlas por segunda vez y hacer una lectura completamente diferente. ¿No será que comenzar y terminar una novela sencillamente se convierte en una convención, más que en un deber? Yo nunca decido el final de mis novelas antes de alcanzar la mitad. Puede que reescriba mucho los comienzos, hasta 50 veces, pero cuando llego al medio y me doy cuenta realmente de qué va, entonces decido el final. Debe aparecer espontáneamente. La naturaleza de los personajes lo da. Aparece con el proceso de la escritura. Les dedico tiempo a las criaturas que pueblan mis historias, me paso con ellos tres y cuatro años, lo voy descubriendo poco a poco, aunque domino plenamente su temática. Los contextos son claros, pero qué les ocurre singularmente a cada uno, no tanto; con quién se casan o se pelean no lo llego a saber hasta un tiempo después. Ahora, cuando se me ocurren, no lo reescribo tantas veces como el principio, sale de una, así… Sin embargo, las primeras frases deben estar muy meditadas.
Se nota en usted: “Un día leí un libro y toda mi vida cambió”. Así comienza La nueva vida. ¿No es ese el íntimo y tremendo deseo de cualquier escritor? ¿Cambiar la existencia de sus lectores? Todo el mundo se sabe de memoria ese comienzo en Turquía, incluso se han hecho anuncios. A veces me hace feliz, otras me entran ganas de demandarlos, pero se me pasan.
¿Cuándo considera usted que está escribiendo? ¿Cuando lo hace sobre el papel o cuando piensa en cualquier circunstancia lo que va a redactar? Yo puedo escribir en cualquier parte. Pero antes, cada historia se va sembrando en la cabeza, bien sedimentada en la memoria o sobre la marcha. Tomas notas, debes estar atento a cada paso, porque te sobrevienen capítulos, situaciones. Aunque la mayor parte de los detalles llegan mientras estás sentado, redactando. O soñando también. Pero lo importante en el trabajo, mientras estás ante el papel, es que te concentres en todo ese mundo y convivas con él mientras la vida sigue en otro sitio.
¿Obsesivamente? No, pero conscientes de que necesitamos nuestros mundos imaginarios, que nos hacen felices. O desgraciados, como cuando debes afrontar asuntos como los celos, la rabia, la ruina económica. Nuestra imaginación es nuestro negocio, nuestro modo de vida, y eso nos hace también ser conscientes de que la realidad, a los escritores, no nos hace felices. Eso nos convierte en seres muy afortunados, porque existe mucha gente a quien la vida le desmoraliza y no pueden recluirse en un mundo literario. Nosotros sí. Llevo 40 años haciéndolo. Me siento a la mesa, con mi café, y ahí estoy preparado para cualquier cosa. ¿Lo llamas obsesión? Bueno, a mí no me gusta, duermo bien, pero aunque me quite el sueño, no lo llamaría así. Si no logro cerrar los ojos, muy bien, me levanto y, en pijama, me pongo a resolver lo que sea. En ese trance, ni leo los periódicos; me molestan las malas noticias y están llenos de ellas.
¿No se alimenta de eso, como otros colegas suyos? Las historias llegan a mí de una manera natural, me limito a seguirlas y a controlarlas. Confío mucho en mi imaginación, mis visiones, mis sueños, pero debo evitar que se descontrolen, se extralimiten. También la lectura de asuntos relacionados con lo que escribo aumenta mi inspiración, influye mucho en mí el ánimo de cada día. Me afectan a veces los bloqueos, entonces me aparto de según qué y regreso a ello cuando salgo de ese estado. Voy saltando de personaje en personaje dependiendo con quién quiera estar, especialmente me ocurre eso con los personajes femeninos.
¿Por qué? Es duro meterse en su piel, pero una vez estás ahí, lo disfruto mucho, no puedo dejarlo. Pregunto a mis amigas, a mi madre, a mi hija, cómo se sienten.
¿Hasta el punto de llegar a experimentar algo parecido a un orgasmo femenino? Bueno, si has experimentado orgasmos masculinos y gozas de cierta imaginación, puedes llegar a aproximarte. Si preguntas a tus amigas y te lo cuentan, lo escribes, y luego se ríen de ti, te aguantas, es mejor eso que no escribirlo de ninguna manera. El arte de la novela se basa, ante todo, en una cualidad humana: la compasión.
También la rabia. También, también. Pero la compasión es más útil para la literatura, porque te identifica con el dolor del prójimo. Debes compartir el dolor, la rabia; la compasión incluye la rabia misma. Incluso para llegar a figurarte esos orgasmos, hablar, hablar con el prójimo, pensar por él, y así, al final, te sale.
Volviendo a los principios y los finales. Resulta difícil pensar en un escritor de Estambul encerrado en esa obligación de empezar o acabar algo, porque esa ciudad no tiene fin, es una auténtica frontera eterna. Muchas gracias. Pero si la vida no tiene fin, la obligación de un autor como yo, que se toma su trabajo muy en serio, por desgracia, es, al menos, dotarla de un comienzo. Al menos colocar las cosas en perspectiva. Dotar todo de mirada propia.
¿Es usted el autor del Estambul moderno? Deje que me tome eso un poco en broma. Yo vivo también en Nueva York, allí enseño, pero cada vez que me encuentro a alguien me recuerdan lo bonito que es Estambul. ¿Qué se supone que debo hacer? Pues dar las gracias. No me di cuenta de que era un escritor tan identificado con Estambul hasta que cumplí 45 años, más o menos. Con las traducciones, todo el mundo me consideró eso: escritor de Estambul, y aquello me dio conciencia, que está bien, vale, no me quejo. Pero la ciudad ha cambiado mucho. Desde que yo nací en 1952, no ha dejado de crecer y crecer, pasó en esa época de un millón y medio de habitantes a 14 ahora. Eso es muy insólito. Poca gente ha tenido el privilegio de experimentar un cambio así en su ciudad. Y la transformación en los últimos 15 años ha sido todavía mucho más profunda que en los 45 anteriores. Para mí es complicadísimo de entender. Y ahora que todo el mundo me considera escritor de allí, eso implica mayor atención pese a todo lo complejo que es. Cada minuto aparece un libro sobre un barrio, me emborracha toda esa avalancha.
Pero ocurre en todas partes igual. Quizá una de sus singularidades contemporáneas más marcadas aún, porque viene de lejos, es esa esquizofrenia sobre la pertenencia a Europa o no. ¿Cómo andan los ánimos en ese sentido? Bueno, divididos. Los partidos políticos andan enfangados. Eso me enfurece, me preocupa. Viene de lejos. Las élites del imperio otomano fueron conscientes en su día de que o se occidentalizaban, o caían derrotados por diversos oponentes occidentales. Doscientos años después, aplicadas múltiples reformas en términos de vestimenta, calendario, ejército, ingeniería, ciencia, artes, modos de pensar… aun así, se produjeron resistencias que dieron lugar a tensiones hasta hoy. Llámalo, en términos dialécticos, nueva sociedad contra antigua; Europa, Oriente; ahora, islamismo contra modernidad. Es lo mismo, mismo perro, distinto collar. A veces se envenena y se pone feo o se suaviza.
Se envenena hasta el punto de obligar a gente como usted a abandonar el país. Bueno, como me ocurrió entre 2005 y 2010, que me vi obligado a ir con guardaespaldas, alejarme un poco. La situación, para mí, hoy es mejor. Pero observo otra vez, con un Gobierno que lleva ya 12 años en el poder, que va tensándose el ambiente. Es lógico, tanto tiempo gobernando produce resentimiento, autoritarismo, la gente decide quién gobierna, pero ese ambiente ha dañado la libertad de expresión, la tentativa a cerrar canales como YouTube, Twitter, aunque los tribunales lo pararon. ¿Mi posición? Limitarme a ser testigo, escribir, dar cuenta, llamar al entendimiento mutuo aunque se resistan.
Y ahora que Europa vive una crisis de identidad, ¿siguen teniendo ganas de formar parte de ella? Pues mire lo que le digo, ojalá lo fuéramos y pudiéramos quejarnos desde dentro.
Bueno, es que el empeño de muchos en destruir los principios solidarios de la Unión, a un amplio sector les está convirtiendo en nostálgicos de cómo solía funcionar. Y así vemos que los ucranios lo contemplan como una esperanza de salvación, o ustedes. Y entiendo a los ucranios, obviamente.
¿Cree usted que ganó el Premio Nobel demasiado joven? Eso es lo que dicen muchos, también las estadísticas, pero no lo que habían esperado los turcos en su historia a ganar uno. Hubo mucha sorpresa en ese sentido. Hasta algunos periódicos que decían que algún día me lo tendrían que dar se mostraron impactados y llegaron a decir: “¡Está bien que lo haya ganado, pero cómo ha podido conseguirlo tan joven!”. Por mí, vale haberlo logrado tan joven, así me ahorro el suplicio de esperar cada año que me lo den y a todos esos señores opinando sobre si me lo merezco o no.
¡Hombre! ¡Menudo estrés! Eso en el caso de que quisiera ganarlo, porque a lo mejor era usted de esos a los que no les hacía ilusión. No, no, me encanta, ha sido un honor y un placer, y le aseguro que no hay nada malo en ello. Aunque cada uno de los periodistas me pinche para que les haga comentarios negativos al respecto.
Con Nobel y todo, ¿se contempla usted a veces como un niño? Sí, y aliento ese resquicio de juguetón de chaval dentro de mí. Incluso en ese contexto de ganador del Nobel, que te obliga de alguna manera a representar a tu país casi como un embajador, y eso que yo odio a los diplomáticos, intento conservar eso. Me veo en la literatura y en mi oficio como ese niño que solo quería encerrarse en su cuarto a jugar. Yo soy feliz también metido en esa habitación, con mis historias. Ser un escritor, en parte, consiste en arreglárselas para mantener vivo ese niño dentro de ti. ¿Cómo? No sé. En mi caso, creo que mostrando esa beligerancia ante las instituciones, la etiqueta, las reglas, la disciplina, aunque de esa me aprovecho para mi trabajo. Pero sin dejar de contemplarlo como un juego. Ese mundo de mentiras, formalidades, rituales, no va conmigo. Soy profesor de la Universidad de Columbia, mis amigos me conocen por no satisfacer precisamente las reglas. Los creadores que más admiro son quienes han conseguido mantener esa pureza, esa inocencia y esa rebeldía infantil dentro. Ser directos, abalanzarse sobre un pastel o una hamburguesa, eso es lo que tienen los niños.
Desde luego. Inventar, aunque sea sobre las superficialidades de lo cotidiano; para eso hay que ser un poco infantil, incluso para fijarse en las cosas que a nadie llaman la atención y otorgarles nuevos sentidos, son manías de niño, pero muy importantes para escribir. Ser capaz de ver un coche deportivo de juguete en un bote, esa clase de frutos que parecen monstruos, esa intuición que les hace confiar en su imaginación o en sus sueños. Los más pequeños rompen las reglas, y así sigues las pautas para inventar tu mundo, tus paraísos. Y cómo opera la memoria sobre esos detalles de tu juventud que vas juntando para construir la catedral de tus percepciones.
Aunque usted reivindica la imaginación como reina de su mundo, también se considera un escritor realista. ¿Cuál es su frontera? La realidad opera en mí en muchos niveles. En Me llamo Rojo es fundamental, pero como punto de partida para reunir a artistas en un café que luego dan voz a unos cuadros. Luego, cuando estos empiezan a hablar, pasamos a otro nivel. Creo en la fantasía, en el surrealismo, el dadaísmo, collages en los que después mi narrativa se basa manipulándolos. Pueden parecer grotescos, extraños, pero después cobran sentido, aunque no explico los porqués. Soy un realista que cree que la realidad aburre, necesita su evasión y confía en los oscuros secretos de su alma para que le susurren historias, aunque de la mayoría de estas no desee siquiera ser consciente.
Comenta usted que no explica mucho su trabajo; sin embargo, en un anexo a la edición española de El castillo blanco va demasiado lejos en cuanto a las revelaciones sobre el mismo. ¿El rigor del profesor desvanece el misterio del escritor? ¿Por qué lo hizo? En mis clases, los alumnos discutían quién quedó en el castillo y quién se fue de Estambul. Mi deber como escritor es apartarme de las conclusiones; quizá en este caso cometí el error de explicar demasiadas cosas.
Es que apenas importa. ¿Cree que, una vez el autor pone el punto final, comienza la novela que el lector se hace en la cabeza? Mis novelas están abiertas a muchas interpretaciones que no quiero aclarar. En Me llamo Rojo, me muestro más misterioso sobre ciertos periodos de la historia de Estambul y sus agujeros; en Nieve salió un libro muy abierto a la crónica periodística, pero con sus parte de drama, historia contemporánea, testimonio, golpes militares. Creo que escribir novelas se compone de un balance entre el realismo, hechos, personajes e imaginación propia.
¿Sus raíces estilísticas son más orientales u occidentales? Ambas, creo. Vengo de una familia de clase alta muy cercana a los fundadores de la República, proeuropeos; mis padres tenían una biblioteca llena de clásicos franceses e ingleses. Mi educación fue muy secular, y en eso continúo por esa senda, aunque el peso de la cultura religiosa de mi ambiente sea musulmán y pese sobre mis historias porque pertenezco a esa tradición que se nota en El libro negro, Me llamo Rojo y El museo de la inocencia. En mis inicios me mostré muy secular de todas formas.
Bueno, las raíces religiosas siempre quedan planeando sobre cualquier cultura, por muy occidental que sea esta. Especialmente en el Mediterráneo, que viene a resultar a menudo intensa, pero cuanto más intensa se muestra, más se las arregla la gente para escabullirse de su peso, para despistar a los fanáticos. Cuanto más avanzamos, los ciudadanos se van enterando que de lo que va esto apenas tiene que ver con la religión, sino con la influencia de los negocios, con el poder. No me preocupan los fanáticos lo más mínimo.
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