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Diez iconos bélicos

Desde el casco con pincho de los alemanes que aterraba al enemigo, pero facilitaba el tiro, hasta los pantalones rojos de los franceses. Objetos convertidos en emblemas de la barbarie

Jacinto Antón
Las tropas francesas de Marne se mueven con ayuda de taxis.
Las tropas francesas de Marne se mueven con ayuda de taxis.

1. Pickelhaube

El tradicional casco con pincho del ejército alemán, muy siglo XIX, es indefectiblemente uno de los iconos de la Gran Guerra, el reverso de la tierna amapola de Flandes. Símbolo de militarismo y poderío, introduce en un elemento inicialmente defensivo (el casco) un matiz ofensivo (el pincho), además de arrojar una imagen de notables  violencia y agresividad. Los regimientos equipados con Pickelhaube parecen avanzar con el doble de bayonetas. Para la propaganda Aliada representaba estupendamente la brutalidad germana. Imposible separar este tipo de casco de la estampa de arrogancia, belicosidad y hasta bravuconería que ofrecía el Alto Mando alemán con sus Hindenburgs, Ludendorffs y Von Moltkes y a su cabeza (nunca mejor dicho) el Káiser Guillermo II, al que algunos autores atribuyen una especial responsabilidad en el desencadenamiento de la guerra.   El Pickelhaube o Pickelhelm fue diseñado por Federico Guillermo IV de Prusia que lo convirtió en el casco reglamentario de la infantería prusiana en 1842. El modelo tuvo éxito y se extendió por los demás principados alemanes. Pero ya en 1842 el poeta Heine se mofaba del Pickelhaube como símbolo reaccionario y jugaba con la idea de que el pincho pudiera atraer rayos de modernidad a las cabezas románticas. Los ejércitos del II Reich fueron a la guerra en el 14 con una variante más barata de los ostentosos cascos metálicos que empleaban los generales y altos dignatarios -y que nadie lució como (en su tiempo) Bismarck sobre sus bigotes de morsa-. Esos Pickelhaube de lujo incluían plumas, crines de caballo y otros adornos. Los de los soldados estaban hechos de cuero con adornos de metal y se los había dotado de una cubierta de lona marrón (luego Feldgrau), el Überzug, para protegerlos de la suciedad y hacerlos menos visibles en combate.  Los cascos de pinchos demostraron ser poco prácticos para la guerra de trincheras, y además no te podías sentar encima, aunque como abrelatas seguramente no tenían precio. Ofrecían escasa protección para la metralla y el pincho, aparte que le podías vaciar un ojo al camarada en pleno Angriff, hacía al soldado muy conspicuo. En 1915 se les quitó esa incómoda protuberancia. A partir de 1916 fueron progresivamente reemplazados por el moderno casco de acero, el Stahlhelm, lo que redujo las heridas mortales en la cabeza un 70 %.  El Pickelhaube seleccionado aquí y que, en muy material metáfora de la muerte de los caducos valores y sueños imperiales, presenta un tremendo impacto frontal, pertenecía a un (desafortunado) oficial y forma parte de la espléndida colección Charles Friese de 560 cascos alemanes que se exhibe en el museo del Fort de la Pompelle, cerca de Reims. 

2. El coche de Sarajevo

 Es tentador pensar que si ese coche hubiera sido cubierto o blindado o si su conductor se hubiera mostrado más hábil o hubiera existido el GPS no se hubiera desencadenado un aterrador conflicto que causó unos 16 millones de muertos (¡uno cada segundo de la guerra!). En realidad no es cierto: según los historiadores, la I Guerra Mundial hubiera estallado igualmente sin el atentado de Saravejo, pues las tensiones políticas, el inexorable juego de alianzas y los planes militares conducían a la catástrofe. No importa, en el imaginario colectivo el Gräf & Stift de seis plazas en el que fue asesinado el archiduque Francisco Fernando, heredero del imperio Austrohúngaro el 28 de junio de 1914, junto con su mujer, tiene tanto peso como  el Lincoln Continental de JFK en Dallas, otro descapotable bañado en sangre y que marcó el fin de una época. El automóvil de Saravejo, ante el que no puedes dejar de estremecerte pues se conserva igualito que aquel nefasto día en que circulaba despistadamente junto al Miljacka, se podía ver (e incluso subirte en un despiste de la vigilancia) hasta hace unos meses en el museo militar (Heeresgeschichtliches) de Viena, pero ahora ha sido provisionalmente retirado de circulación (¡) mientras se renuevan las salas dedicadas a la I Guerra Mundial con motivo del centenario. Es tentador imaginar que está pasando una suerte de ITV histórica. El coche volverá a exhibirse a partir del próximo 28 de junio, cuando cumple exactamente un siglo de su sangrienta cita con el destino. El fetichismo quiere que no le hayan limpiado la tapicería. El Gräf & Stiff inició aquel recorrido por la capital serbia en una época y al frenar definitivamente al final de los acontecimientos aparcó –aunque muchos aún no se dieron cuenta- en otra. El automóvil, viva imagen de la pompa austrohúngara con sus ilustres ocupantes vestidos de gala y el estandarte de los Habsburgo flameando junto al estribo, desfiló en una comitiva de seis vehículos por la ciudad en lo que para muchos serbios debió parecer una señora provocación. El puñado de terroristas (seis) que acechaba el recorrido y a los que algunos historiadores gustan de comparar con los de Al Qaeda, aunque eran unos aficionados, y muy jovencitos, se movió entre la chapuza y, sorprendentemente, el éxito absoluto. Lanzaron una bomba, que el archiduque desvió con el brazo y que estalló en la calle. Y en última instancia, el personaje del día, Gavrilo Princip, que se encontró el coche por casualidad cuando salía de una tienda de comprarse un sándwich, fue capaz de con dos únicos disparos de revólver matar a Francisco Fernando y a su mujer, demostrando de paso que las medidas de seguridad en torno al archiduque eran de risa (¿cómo es que no lo sacaron de allí enseguida tras el primer intento de magnicidio?). Princip se cargó al hombre equivocado –el heredero no era favorable a la guerra- y dio a los halcones del imperio Austrohúngaro el pretexto para declarar la guerra a Serbia e invadirla, lo que puso a rodar, como un monstruoso cigüeñal, el oscuro vehículo en el que viajaban los cuatro jinetes del apocalipsis.

3. La trinchera

La trinchera, inseparable de la alambrada, la ametralladora y la yperita, es el gran símbolo de la I Guerra Mundial. Ya se habían hecho antes (desde Troya, en realidad) y se han seguido cavando después, pero la escala de lo que se hizo entonces superó todo lo imaginable: una serie de gigantescas cicatrices zigzagueantes trazadas sobre paisajes de sobrecogedora desolación que siguen ahí como recordatorio de la Gran Guerra. Infinidad de soldados se vieron obligados a vivir en condiciones precarias y a menudo inhumanas en un laberinto de trincheras enfrentadas que en el frente occidental discurría prácticamente desde Suiza hasta el mar del Norte. A menudo embarradas y llenas de inmundicia, desperdicios y ratas, las trincheras, apoteosis de la pala, mantenían a los soldados más o menos vivos entre ataque y ataque pero a costa de padecimientos inenarrables. El frío, el hambre, la miseria y el miedo reinaban en esos espacios claustrofóbicos, insanos y peligrosos en los que millones de hombres lo pasaron realmente fatal. Por no hablar de las vistas, tan deprimentes: la tierra de nadie humeante y llena de cráteres donde se pudrían los cadáveres de amigos y enemigos. Eran las trincheras una antesala del infierno y a veces se convertían en el averno mismo. La Guerra Civil de EE UU ya había mostrado que la capacidad mortífera de las nuevas armas de fuego abocaba las batallas a un irremediable estatismo. Ya no bastaba con ser un héroe: los nuevos fusiles y sobre todo las ametralladoras podían dar cuenta de regimientos enteros de valientes que avanzaran a la antigua usanza, sin protección. Eso sin contar el efecto devastador de la nueva artillería pesada. La Gran Guerra comenzó entre el general optimismo de muchos militares que, pese a las advertencias y los augurios, se las prometían muy felices. Fue aquello de que “por navidad en casa”, la esperanza de una victoria rápida y completa, cuya expresión más depurada era el plan Schlieffen con el que los alemanes confiaban derrotar a Francia en seis semanas flanqueándolos en una invasión a través de Bélgica. Resultó una ilusión. La mezcla de potencia de fuego, enormidad de los ejércitos y falta de movilidad (la mecanización era aún muy escasa) condujo al punto muerto, las batallas de desgaste, el estancamiento y a esa aberración (dentro de la aberración que es la guerra) que fue la guerra de trincheras a gran escala. Paradójicamente, entre ataques masivos que resultaban poco menos que suicidas, regresaron –además de un sorprendente uso del ocio- formas de lucha casi primitivas que incluían el cuerpo a cuerpo incluso con mazas. La ametralladora resultó decisiva a la hora de fomentar la inmovilidad. Nadie ha expresado mejor sus efectos que Robert Graves en Adiós a todo eso, en el episodio en que un pelotón se tira al suelo y cuando el oficial se pone en pie, les ordena seguir, nadie le hace caso y grita  a sus hombres “¡malditos cobardes, adelante!”, el sargento carraspea y le indica: “Nada de cobardes, señor, están todos endemoniadamente muertos”.   La ametralladora los había barrido cuando intentaran levantarse en respuesta al silbato del oficial. Hay muchas trincheras musealizadas y visitables, las alemanas generalmente mejores que las francesas, pues estos las veían como provisionales (se luchaba sobre territorio patrio que había que liberar), pero aquí recomendamos la recreación que se ha hecho en el Imperial War Museum de Londres, la Trench Experience, que permite revivir por un rato la intensa sensación de estar en uno de esos lugares en vísperas de un ataque, y de noche. Con eso y una novela gráfica de Jacques Tardi sobre la guerra vas servido.

4. Locomotora turca

Sí, una locomotora turca es un objeto muy grande, pero también simboliza, además del papel fundamental de los trenes en general en la movilización de tropas hacia todos los frentes, una aventura enorme que a veces olvidamos que fue parte de la I Guerra Mundial: la rebelión árabe, aquella lucha en la que se forjó la leyenda de T. E. Lawrence, uno de los personajes inolvidables de la Gran Guerra, y tan vinculado a ella, en realidad, como Foch, Joffre o Pershing. La locomotora turca, objetivo estelar junto con Aqaba de los esfuerzos de Lawrence de Arabia, el emir Dinamita,  nos recuerda además que aquella guerra tuvo muchos frentes, algunos exóticos, como el desierto, Palestina, Mesopotamia, o las colonias africanas, donde británicos, franceses y alemanes combatieron en paisajes y condiciones muy distintos de los del Somme o Verdún.  En el África oriental se vivieron numerosos episodios bélicos –que han pasado a nuestro imaginario con películas como La Reina de África o Lejos de África- y despuntaron personajes como el notable general alemán Von Lettow-Vorbeck, el vencedor de Tanga, con sus askaris negros, sin olvidar que en ese teatro murió alcanzado por un francotirador germano el gran cazador y explorador Selous (véase su busto en las escaleras a fondo del gran vestíbulo del Museo de Historia Natural de Londres), mientras trabajaba de scout para los británicos. En Beersheba, cerca de Gaza, tuvo lugar en 1917 la célebre carga de caballería de la 4ª Brigada Ligera australiana, una de las últimas de la historia. En una guerra globalizada, los enfrentamientos se trasladaron a lugares como Gallipoli, en los Dardanelos-tumba de tantos jóvenes australianos y neozelandeses-, o el Pacífico, escenario de las grandes peripecias de los barcos corsarios alemanes, el Emden, o el Seadler, el último  a vela… A veces se olvida que junto a los imperios ruso, austrohúngaro y alemán, otro, el turco, también pereció en la Gran Guerra. Alinearse con las potencias centrales no fue una buena idea. Los trenes fueron parte de sus acuerdos económicos y militares con Alemania, que proyectó una línea Berlín-Bagdad capaz de transportar el petróleo del Golfo.  Muchas de las locomotoras que trasladaban a las tropas turcas  –pobremente equipadas y pésimamente dirigidas, aunque el turco era un soldado valeroso y sufrido-, estaban fabricadas en Alemania, que trató de modernizar, equipar y adiestrar al ejército turco con el intento de crearse nuevas áreas de influencia y perjudicar los intereses aliados. Las viejas locomotoras voladas por Lawrence y sus árabes pueden verse jalonando como monstruos rotos y oxidados antiguos parajes de la línea del Hejaz. La que hemos elegido para esta selección (construida por la firma alemana Arnold Jung Lokomotivfabrik en 1908) es la que  puede verse expuesta junto a la estación de Damasco, intacta (de momento).

5. El triplano del Barón Rojo

Un aeroplano no puede faltar aquí. La I Guerra Mundial significó un gran despegue (¡) de la aviación, aunque muchos aviadores lo que hicieron fue estrellarse. Y qué mejor aeroplano que el mítico Fokker triplano del legendario Barón Rojo. En realidad, Manfred von Richthofen consiguió la mayoría de su larga lista de derribos a los mandos de un Albatros DV (que también pintó de rojo), pero es con el triplano, que no era ninguna joya como caza, por cierto, con el que ha volado a la posteridad. Murió con 80 victorias y solo 25 años en un episodio que aún no se ha esclarecido del todo –la bala que lo mató parece haber procedido de tierra, de tiradores australianos,  y no de las ametralladoras del Sopwith Camel del canadiense  Roy Brown-. Von Richthofen, herido de muerte, logró aterrizar pero el triplano fue rápidamente despiezado por los amantes de souvenirs (el propio Brown se llevó el asiento), lo que da una idea de lo populares que eran los pilotos;  sus trozos están repartidos por medio mundo (incluidos varios en el Imperial War Museum de Londres). El triplano que recomendamos ver es la réplica que cuelga del techo en el  Deutsch Museum en Munich. Da qué pensar: en la audacia de aquellos aviadores, en el sino fatal de la mayoría, en su muerte horrenda abrasados muchos mientras se precipitaban desde el cielo –algunos usaron su revólver para ahorrarse sufrimientos, otros, como Max Müller, saltaron de la cabina, sin paracaídas-. Los pilotos vivían en una contradicción de base: adelantados de una guerra nueva en el cielo, con tecnología puntera, a la vez se tenían y eran vistos como representantes de una vieja manera caballeresca de hacer la guerra que se había desvanecido ya allá abajo, en la fútil y anónima carnicería masiva de las trincheras. Los ases, Richthofen, su hermano Lothar, Immelmann (el águila de Lille), Guynemer, Mannock..., se convirtieron en símbolos de una clase de combate individual que redimía de algún modo a la enfangada carne de cañón y en el que era posible el honor (y el estilo: Werner Voss volaba con camisa de seda argumentando que si lo cogían prisionero quería tener buen aspecto para las damas). Claro que esto no era cierto, o no del todo. La guerra aérea –no podía ser de otra manera- tuvo sus miserias, sus villanos y sus atrocidades y morir en el cielo no tiene porqué ser mejor que morir en tierra. Los pilotos veteranos abatían a los nuevos sin demasiadas contemplaciones para incrementar sus listas. El Barón Rojo (los alemanes no pintaban los aviones de colores vivos –el famoso circo volante- por capricho, arrogancia o valentía sino para reconocer sus escuadrillas)  se llevaba recuerdos de los aeroplanos que derribaba, como decoración. Y no hay que olvidar que la I Guerra Mundial vio el desarrollo del bombardeo de poblaciones: los bombarderos Gotha alemanes y Handley Page británicos, y los zepelines de los primeros (50 raids sobre Londres que mataron a medio millar de personas) atacaron ciudades y sembraron el terror. Algunos especialistas señalan que la gran contribución bélica no la hicieron los cazas ni los bombarderos, sino los humildes (y peligrosísimos) vuelos de observación, que servían para orientar a la artillería y descubrir los movimientos del enemigo, como hicieron los alemanes en el Marne.

6. Pantalón rojo de soldado francés

El pantalón rojo con el que Francia hizo entrar a sus soldados en el conflicto es un excelente símbolo de lo mal equipados para la guerra moderna que iban los ejércitos, el estúpido orgullo nacional que ayudó a precipitar la contienda, la trasnochada idea de lo que era el servicio de armas y la estulticia e ineptitud, rayana en el delito, de los mandos (los ingleses acuñaron para sus generales la frase “leones mandados por burros”; autores como Max Hastings suscriben aún hoy en buena parte esa consideración). Nos sirve, el pantalón de marras, para recordar la pompa, la fanfarria y la irresponsabilidad con la que numerosos regimientos, de todos los países, marcharon tras los tambores y banderas. Igualmente podíamos haber elegido un vistoso uniforme de húsar austrohúngaro, con su bonita pelliza, o de lancero ruso o coracero francés. Pero fue un ministro de la guerra francés, Eugène Étienne, el que indignado ante la propuesta de cambiar el pantalón rojo por algo menos visible se exclamó: “Eliminer le pantalon rouge? Jamais! Le pantalon rouge, c’est la France!”. ¡A cuantos poilus no les habrá costado la vida la frasecita! Eugène Clémentel, responsable del presupuesto de guerra en 1911 añadía: “Faire disparaître tout ce qui est couleur, tout ce qui donne au soldat son aspect gai, entraînant, rechercher des nuances ternes et effacées, c’est aller à la fois contre le goût français et contre les exigences de la fonction militaire”. Es cierto que algunos ejércitos habían hecho los deberes. Los alemanes iban de Feldgrau (aunque como hemos anotado seguían con el casco de pincho, y lanzaban al combate ulanos, lanceros y toda la parafernalia montada), los británicos de kaki.  Los franceses tardaron un tiempo criminal en vestir a sus soldados en condiciones: con el nuevo uniforme color bleu horizon (o para algunos bleu incertain), que tiraba (¡) a gris claro. De paso cambiaron progresivamente el quepis de rigor por un casco, el modelo M15 Adrian, con su característica cresta, por el nombre del diseñador, el intendente-general August-Louis Adrian. Los pantalones rojos que nos sirven de ejemplo aquí son los del estupendo maniquí con el uniforme del 27º regimiento de infantería que se exhibe en el Musée de l’Armée en los Invalides, en París. El reverso oscuro de la guerra elegante, de bonitos uniformes, compostura viril, sables rutilantes  y marcha Radetzky, son los muertos eviscerados y decapitados, el sufrimiento indescriptible de los heridos, dado que en ausencia de antibióticos la gangrena seguía afectando  a la mayoría; y las atroces heridas de los mutilados que se esencializan espantosamente en los gueules cassés, los alcanzados en la cara, desfigurados hasta lo indecible. Cinco de ellos fueron apostados en el acto de firma del Tratado de Versalles para avergonzar (más) a los alemanes. 

7. Maza británica para rematar caballos heridos

Se calcula que 8 millones de caballos murieron en la I Guerra Mundial. En la marcha al Aisne se encontraba un caballo muerto cada 200 metros. Estamos en los predios de War horse, y del sufrimiento no solo de los caballos de batalla y de tiro sino de las distintas especies animales –mulas, camellos, perros, bueyes, palomas (no se rían, fueron los animales más condecorados en la guerra, por su insustituible tarea como mensajeras)-, que padecieron el conflicto como parte del esfuerzo de guerra de ambos bandos. Se subestimó el enorme desperdicio de bajas animales que provocaba una guerra moderna. La temible maza para rematar caballos que mencionamos aquí formaba parte de una exposición del Imperial War Museum sobre los animales en las guerras. Era una herramienta salvaje y basta que se manejaba con ambas manos para aplastar el cráneo de los nobles  brutos heridos cuyo convulsionante y ciego dolor ponía una nota añadida de especial espanto en los campos de batalla. Era urgente acabar con los sufrimientos de las pobres bestias para impedir que el pánico se extendiera a sus congéneres y evitar estampidas, por no hablar de la deprimente imagen que ofrecían a los combatientes. A veces ver a un inocente animal torturado por la metralla podía resultar peor que observar a un soldado con las tripas al aire. La guerra dejó también un gran número de caballos tullidos, con los que la sociedad no tuvo contemplaciones. La caballería –solo el ejército ruso sumaba 36 divisiones- entró en la I Guerra Mundial con un eco aún de las guerras napoleónicas, para encontrase con una realidad letal. Era muy vulnerable ante las armas modernas y las sillas se vaciaban al ritmo terrible de la fusilería y las ametralladoras. Los coraceros y dragones franceses sufrieron especialmente. El amplio uso de los caballos como fuerza motriz de los ejércitos en la Gran Guerra nos da la razón última de la guerra de trincheras:  la escasa motorización impedía avanzar deprisa y poder romper masivamente el frente enemigo como sí lo consiguieron los alemanes con las divisiones pánzer en la II Guerra Mundial. La aparición del tanque (la gran novedad de la I Guerra), 32 británicos en septiembre de 1916 en el Somme, se produjo muy tarde y en número y calidad muy bajos para significar un cambio drástico en el campo de batalla (paradójicamente, los alemanes que lo usarían luego tan bien fracasaron con sus mastodónticos Sturmpanzerwagens).  Pero operaciones como el ataque en masse de 381 carros de combate británicos Mark IV en Cambrai en noviembre de 1917, cuando abrieron brecha en las alambradas alemanas y cruzaron las tres líneas de trincheras enemigas, resultando de ello un avance de casi diez kilómetros en el frente alemán y la captura de 10.000 prisioneros y 200 cañones, mostraron que los monstruos de acero eran armas de futuro.

8. Crucero ruso Aurora

Anclado en el Neva en San Petersburgo, convertido en museo y visitable, el crucero Aurora simboliza, por supuesto, las batallas en el mar de la I Guerra Mundial, pero también un acontecimiento tan trascendental en la contienda como fue la Revolución rusa. En sí la historia militar del crucero no es para tirar cohetes. Es cierto que participó en la batalla –desastrosa para los rusos- de Tsushima contra la flota japonesa en 1905 –donde murió su capitán- y que en 1911 ancló en Bangkok para unirse a la celebración de la coronación del nuevo rey de Siam, que ya es destino exótico,  pero en la Gran Guerra su cometido  se redujo a algunas patrullas y bombardeo de costas como parte de la Flota del Báltico. Fue mientras fondeaba en Petrogrado (como se llamaba entonces San Petersburgo) en 1917 cuando ganó fama universal como símbolo revolucionario al unirse su tripulación a los bolcheviques, negarse a hacerse a la mar para volver a la guerra y, según la leyenda, disparar con su cañón de proa el 25 de octubre el primer zambombazo de la revolución, que dio la señal para el asalto al Palacio de Invierno, en el que habrían participado los propios marineros.  La toma del poder por los bolcheviques condujo al armisticio con Alemania, que se encontró de repente librando la guerra en un solo frente. Hoy el Aurora ofrece la posibilidad no solo de adquirir una gorra en el tenderete del muelle y sentirte parte de la vieja tripulación sino de contemplar cómo eran los barcos de guerra de la época. Esos barcos tuvieron mucho que ver con el desencadenamiento de la contienda. La carrera armamentística naval fue uno de los elementos clave en las tensiones prebélicas. Especialmente la amenaza que supuso para potencias como Gran Bretaña, sobre todo, o Rusia el frenético programa de construcción naval acometido por Von Tirpitz, el artífice de la marina del Káiser. Hablar de la Gran Guerra en el mar es hablar de Dreadnoughts –los nuevos e innovadores acorazados británicos-, del almirante Fisher (“pega primero, pega fuerte y sigue pegando”), de las vicisitudes de la escuadra de von Spee en las costas del sur de Chile hasta ser destruida en las Malvinas, de la batalla de Jutlandia  en la que los británicos perdieron 14 barcos y los alemanes 11 (y ambos bandos sostuvieron que habían ganado), y la gran aventura de los corsarios (como el ya citado Emdem), los buques trampa y los submarinos. Los U-Boote alemanes fueron un arma nueva y sorprendente  que demostró su valía en manos de comandantes como Otto Weddigen, que envió al fondo del mar a tres cruceros británicos en una hora, o Von Arnaud de la Perière,  que hundió 200 buques (sobrevivió  a la primera guerra y volvió al servicio en la segunda para, qué cosa, morir en un accidente aéreo en 1941). Recordemos que los submarinos tuvieron que ver con la entrada de EE UU en guerra a causa del impacto público del hundimiento por el U-20 del Lusitania, en el que se ahogaron 128 civiles estadounidenses, entre ellos un Vanderbilt.

9. Taxi del Marne

La de los taxis del Marne es una de las grandes leyendas de la I Guerra Mundial. Cuando en septiembre de 1914 los alemanes de Von Kluck parecían imparables y sus avanzadillas de ulanos se acercaban a pocos kilómetros de París, surgió la idea de que una forma rápida de enviar tropas de refresco para bloquear al invasor a orillas del Marne era aprovechar los taxis de la capital. Se atribuye al general Galliéni la ocurrencia. Bajo sus órdenes, taxis y otros vehículos, hasta sumar un par de millares, fueron requisados y cargaron cada uno cuatro o cinco soldados de la 7ª división de infantería para trasladarlos al frente. En realidad lo que detuvo a los alemanes no fue ese contingente de apenas una brigada –aunque el efecto psicológico de los taxis cargados de soldados debió animar a los parisinos- sino la propia indecisión de los invasores que, según algunos historiadores, llegaron a tener en sus manos la posibilidad de llegar a París, lo que hubiera significado seguramente el final de la guerra. Si la contribución militar de los taxis del Marne fue muy escasa, su impacto en la moral francesa resultó altísimo y adquirió proporciones míticas. Varios de esos taxis legendarios se han conservado. Uno de ellos es el Renault G7 de ocho caballos que se exhibe en el Musée de l’Armée de París y que como el coche de Sarajevo parece sacado de El Rally de Montecarlo y toda su zarabanda de antaño o de las aventuras de Penélope Glamour y Pierre Nodoyuna Otras leyendas de la Gran Guerra son  la de la quinta columna (un periódico inglés publicó que 50.000 alemanes disfrazados de camareros se encontraban ya en Gran Bretaña al inicio de la guerra esperando la señal  para entrar en acción –la espiomanía nos llevaría a encontrarnos con Mata Hari-), o la de los francotiradores emboscados en las ciudades –que sirvieron de pretexto para terribles represalias entre los civiles perpetradas especialmente por los alemanes y los austrohúngaros, aunque también hubo mucho cuento en el cliché de la “bestialidad alemana” con historias de bebés belgas empalados por “bayonetas hunas” o de niños mutilados por los granaderos prusianos: mucha propaganda aliada -. Caso aparte es el de los famosos “ángeles de Mons”, seres sobrenaturales que habrían ayudado a la fuerza expedicionaria británica en dificultades y que se confunden con los fantasmagóricos arqueros medievales ingleses que, provenientes de Azincourt,  habrían combatido al lado de sus paisanos lanzando flechas sobre los alemanes (la historia tuvo su origen en un relato de Arthur Machen).

Herman Goering con sus condecoraciones.
Herman Goering con sus condecoraciones. BETTMAN / CORBIS

10. Medalla 'Pour le Mérite' (Blue Max)

La Pour le Merite o Blue Max era la gran condecoración alemana en la I Guerra Mundial, muy ambicionada especialmente por los aviadores. A diferencia de la Cruz Victoria  (VC) británica, que tiene mucho más empaque militar, pues solo se concede, y con racanería, a verdaderos héroes, y de todos los rangos, la bonita medalla alemana azul solo era para oficiales y se entregaba también a altos mandos y dignatarios sin hechos de guerra, incluso a príncipes alemanes y mandatarios turcos. No obstante, la Blue Max fue a parar a verdaderos valientes y lo interesante es que a través de ella, además de adentrarnos en el raro mundo del heroísmo, podemos deslizarnos hacia el mundo de entreguerras para llegar a la II Guerra Mundial. Efectivamente, varios de los personajes alemanes importantes del III Reich la poseían, lo que muestra a las claras la continuidad entre una y otra guerras –por si no fuera bastante el Tratado de Versalles-. Rommel, el que sería el famoso Zorro del Desierto, probablemente el general más famoso de la II Guerra Mundial, había ganado la Blue Max  en 1917 a resultas de su papel al mando de  tropas de asalto en batallas contra los italianos en el durísimo frente del Isonzo, en los Alpes Julianos. Su Pour le Merite puede verse expuesta en el pequeño museo dedicado a la memoria del mariscal en Blaustein-Herrlingen, cerca de Stuttgart. Otro poseedor de la medalla era Hermann Goering, que la consiguió en junio de 1918. El as de caza con 22 victorias se convirtió luego en el segundo hombre más poderoso del III Reich. Un caso diferente es el de Ernst Jünger, que ganó su Pour le Merite en septiembre de 1918 por sus hazañas en combate en las trincheras y que vistió de nuevo el uniforme en la siguiente guerra aunque teniendo sus más y sus menos con el régimen. Quien no logró ni esa ni otra medalla, claro, fue Paul Bäumer, el personaje protagonista de Sin novedad en el frente. La medalla más relevante de la I Guerra Mundial –por lo que supuso para el mundo la experiencia bélica del que la logró- fue la Cruz de Hierro ganada por un humilde gefreiter del ejército imperial: Adolf Hitler. 

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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