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CARA Y CRUZ

Manolo Blahnik: “Los españoles son optimistas y creativos; saldrán de esta”

El admirado diseñador de zapatos habla de sus padres y de su origen Risueño y optimista, creció en una platanera canaria. Actualmente reside en Londres, donde 480 personas trabajan para hacer realidad sus creaciones

Juan Cruz
Manolo Blahnik.
Manolo Blahnik.PIERS CALVERT

A Manolo Blahnik hay que verle reír, como a los niños. Como a algunos personajes que parecen extravertidos, hay en su risa algo de ese niño que mira como si estuviera fuera del mundo y esperara que alguien, quizá su madre, aquella palmera “divina”, le contara qué significaban las cosas ante las que él mostraba entusiasmo.

Manolo Blahnik (Santa Cruz de La Palma, 1942), hijo de checo y canaria, abrió su primera tienda de calzado en 1973. En 2012 ganó el Premio Nacional de Diseño de Moda.

Ese niño sigue en Blahnik, lo ves llegar (la expresión es de José Saramago) con el crío que fue; aunque tiene un esqueleto ancho y usa ropas muy modernas y muy clásicas a la vez, no puedes evitar, cuando ya está sentado y gesticula, encontrarte en su manera de estar, en ese entusiasmo, la mirada de un niño contento, dispuesto a ser sorprendido. Hay un verso del poeta Hugo Claus que dice: “Un hombre feliz sorprendido por la duda”. Blahnik es ese hombre feliz, pero el pudor le impide decir dónde están sus incertidumbres. Pero las tiene. De ellas habla, por ejemplo, en un excelente libro de conversaciones (Entrevistos. Manolo Blahnik, de la periodista de EL PAÍS Elsa Fernández-Santos, su paisana); pero no es habitual que las deshaga en público. Es un hombre privado, acaso porque es insular, de La Palma. Los palmeros hablan como si les costara romper el silencio, y Blahnik, que vive en otra isla, Gran Bretaña, y tiene mezclados en el suyo el acento inglés con muchos otros, conserva al palmero que es; su deje es palmero, y sus recuerdos más poderosos son palmeros. Se acuerda de la platanera (su madre fue heredera de una de esas plantaciones) y de las calles, y allí tiene su casa y su gallinero, él los arregló para que tuvieran su sello. Beckett escribió que un isleño tiene la ilusión de haberse ido, “pero, pobre de mí, yo jamás me fui de la isla”. Como el irlandés, Blahnik no se ha ido, pero se siente feliz de viajar con La Palma a cuestas.

Es un artista y un industrial que ha hecho del diseño del vestido del pie su vida y la vida de muchos que trabajan para él. Un manolo, ya se sabe, se cotiza en todo el mundo como una obra de arte; que este isleño de padre checo y madre palmera haya hecho de ese nombre tan español una seña de identidad, sin necesidad de ningún apellido, expresa de manera muy precisa su personalidad arrolladora. Él es Manolo en los zapatos; pero aquí enfrente, cuando se combinan en sus experiencias esos dos ascendientes, la palmera y el checo, es Manolo Blahnik, una mezcla de culturas que han dado origen a una personalidad singular con la que da gusto imaginar el pasado y el mundo.

Siempre he tenido la desgracia de no poder dormir, pensando, me pueden los nervios…”

Iba a ser pintor, pero siempre se fijó en los pies de la gente y así desembocó en la zapatería. Decía el doctor Rafael Lozano que el pie es fundamental para forjar la personalidad de los individuos. Eres como pisas. De esa misma percepción está hecho este ilustre zapatero. Ahora se puede ver el barroco en su diseño, pero lo que quiere de veras es respetar la respiración del pie. Blahnik viste de aire los pies, esa es su artesanía.

Su padre había venido en barco, de excursión, a La Palma en 1931; a él le parece esa historia de amor “una novela de Corín Tellado”, pero fue así, eso es lo que pasó. Vio a esta palmera “divina” y se enamoró de ella. El viajero enamorado volvió a Praga y dos años después vino a buscar a aquella mujer. “Toda la vida se llevaron muy bien”. Lo que es extraño, le digo, es que su padre checo llegara a La Palma en 1931… “¡Tampoco lo entiendo! Lo cierto es que allí estuvo. Y amó la isla. Cuando estaba en el hospital, terminal ya, no quiso ni radiaciones ni operaciones, solo decía que quería volver a su isla. Podría haber ido a morir a Praga, pero no, quiso volver a La Palma. No sé si fue el amor por mamá, pero él siempre decía que jamás había visto un pueblo tan remoto que fuera tan maravilloso y tuviera tanta cultura”. Murió en 1986.

El último viaje del padre y del hijo fue en torno a 1984, a Praga. “Todavía no sabíamos que estaba tan enfermo. Yo fui a Praga a encontrarme con él, había ido a ver a una tía muy viejecita que vivía en casa de mi abuelo… Visitamos las tumbas de los abuelos, la casa antigua, a la tía”.

“Comprendí al hombre que había estado en esa ciudad, en la universidad, al chico que cantaba en el coro”. Se hizo con su retrato sentimental, y ahora ese ya es “el recuerdo de una emoción”. Dice: “Estaba muy emocionado en ese viaje; no soy nostálgico, lo veo con distancia, pero así me ha hecho la vida”.

La Palma fue, a pesar de la distancia, una ciudad ilustrada, iluminada por el pensamiento de la Enciclopedia, una isla que aspiraba a lo extranjero. Sin embargo, durante mucho tiempo, recuerda Blahnik, “mi padre y un relojero alemán eran los únicos extranjeros de Santa Cruz de La Palma. ¡Todavía me llaman el hijo del checo!”. Ahora él es una presencia discreta y habitual, no se hace notar, aunque ahí está, es un palmero, quizá el más ilustre y universal de todos. En su cabeza está el mundo, sus personajes. De pronto sale Truman Capote, a veces surge Tennessee Williams. Un día le preguntó este a qué se dedicaba. “Ah, mi padre también vendía zapatos en el sur de Estados Unidos”. “¡Cómo era Tennessee Williams! Fue tan bien nuestro almuerzo, que luego comimos tres veces más…”. Le gusta Capote, por ejemplo, lo encuentra genial. “¡Tenía una lengua tan viperina!”. Él mismo parece a veces un personaje de esa época en que todo parecía (en Capote y en sus amigos) que iba a durar siempre y siempre sería todo feliz. “Pero Capote… fíjate cómo acabó, totalmente bloqueado”.

La corbata que lleva es como las que llevaban entonces, “o como la que llevaba mi padre… Mi padre era muy estricto, muy austero, pero un encanto. ¡Muy austrohúngaro! ¡Fíjate que controlaba cómo llevábamos las uñas! Preguntaba: ¿te has bañado ya? ¡E inspeccionaba si lo habías hecho!”.

Manolo tiene dos amores, la isla y la madre. “Ella era un encanto, siempre estaba pendiente de nosotros… Sabía cuándo tenía que llamar, sabía cuándo la tenía que llamar. Había un vínculo. Hasta su muerte”. Él es, como decimos en las islas, un jeribilla, alguien que no para. “Siempre he tenido la desgracia de no poder dormir, siempre estoy pensando, me pueden los nervios… Y cada día encuentro algo nuevo de lo que debo preocuparme, ¡debo de tener una especie de masoquismo interior!”.

Iba para platanero, pero se fue por el mundo. El padre sabía que no servía para eso, y entendió enseguida que este Manolo “desinquieto” tenía que correr por ahí. “A papá le dio igual que nos fuéramos mi hermana y yo, tuvo esa visión; en lugar de quedarnos pendientes de la nada, buscar por ahí”. Ahora sigue buscando, no se está quieto en el lecho de su éxito. Y es optimista en medio del tiempo oscuro que vive España, por ejemplo. “Los españoles son creativos, saldrán de esta… Le escuché decir a un ministro: ‘En España podemos salir adelante cuando nos dé la gana porque tenemos todo’. Yo rompí a aplaudir como un loco. Tenemos todo, pero hemos dependido demasiado tiempo de una especie de burbuja, de la cultura americana, no tenemos líderes morales, nos faltan ideales”. Y quizá nos falta entusiasmo. “¡Eso es! Somos pasivos”.

De pequeñito me parecían bonitas las alpargatas de esparto. Pero eran horribles si se mojaban”

Ese entusiasmo “se ha perdido en todo el Mediterráneo. Fíjate Grecia. Comprendió bien el Mediterráneo, era gente que creaba sin parar, no tenían límite, ni siquiera necesitaban un mecenas, les bastaba con sus utensilios. Pasó en Italia. Pero mira ahora, la crisis está en el Mediterráneo”.

–¿No será que hemos perdido también el sentido de la belleza, Manolo?

–Absolutamente. De la belleza y de la armonía.

–Quizá se ha roto el canon de que lo bello es inmutable. Que lo bello no se puede tergiversar.

–¡Jamás! No hablo de un objeto, sino también de la manera de mirarlo. La gente no ve, no lee, o no sabe decir qué leyó. Bueno, si estamos en manos de bandidos, cómo vas a creer en gente que no sabe ni qué estaba haciendo ayer.

¿Qué cosas están bien? “Las mentes de algunas personas; hay gente con dignidad y rectitud de miras absolutamente inmejorable”. Y cuál es, le digo, la razón de nuestra actual dejadez, por qué España ahora parece un gato de uñas afiladas, de atilas. Ahí piensa un poco más. Esto dice:

–Creo que fue Garcilaso quien dijo que la envidia pasó por aquí y se quedó. Veo que en efecto hay un talento español al que no se valora. Y hay mucho. La envidia es la causa.

Ahora Manolo es un ídolo. “¿Y quién soy? Alguien me escribió: ‘Yo quiero ser usted’. Qué barbaridad. ¿Y quién soy yo? También piensan que soy superrico. ¡No, lo gasto todo! En la gente que trabaja para mí, en los que se ocupan de todo desde dentro. ¡Y si no funciono yo, no funcionan ni comen 480 personas! Eso es lo que me regocija, la gente que trabaja conmigo”. Manolo, la energía. “¡Pero me duele un pie!”.

El pie. ¿Cuándo se fijó en el pie para vestirlo?

De chico iban descalzos, en la finca, en la playa. “No me acuerdo cuándo me fijé en el pie. De pequeñito veía las alpargatas de esparto y me parecían tan bonitas que yo también las quería. Las conseguí, y eran horribles si se mojaban. Pero fue el primer vestido del pie, como tú dices, que me interesó”.

El pie es la materia de su negocio. Me fijé en sus zapatos. Marrones, grandes, sólidos. Él es airoso, alegre, y se va riendo, como si estuviera descalzo y fuera un niño.

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