'Soy obsesivo y neurótico. Ahí surge mi creatividad'
Guillermo Cabrera Infante le ha comparado -'por universal, genial y español'- con Lorca, Picasso y Almodóvar. Y Madonna, más explícita, ha dicho que poseer sus zapatos es un placer 'que dura mucho más que el sexo'. 'Es halagador escuchar esas cosas', replica Manolo Blahnik, 'pero hasta para los halagos estoy mayor', añade irónico.
Blahnik nació en 1943 en la isla de La Palma. Vive entre Londres, Bath, el sur de Italia y Canarias. Este canario de origen eslavo y educación anglosajona es el zapatero más famoso del mundo. Sus manolos (así se conocen ahora en Londres y Nueva York sus zapatos) son verdaderas joyas. Sofisticados, originales y siempre elegantes, Blahnik ha creado a lo largo de los últimos 30 años más de 10.000 pares. Algunas mujeres los compran para llevarlos, y muchas sólo para poseerlos y mirarlos. En su casa de Bath, en el suroeste de Inglaterra, él guarda uno de cada par. Los colores, las formas y los materiales más increíbles se mezclan con telas antiguas, sedas inencontrables, pieles exquisitas y piedras semipreciosas. La armonía siempre está presente.
Sus primeras clientas fueron, en los años setenta, Bianca Jagger, Paloma Picasso, Anjelica Huston, Tina Chow y Marisa Berenson. Hoy día no existe famosa que se le resista y que no presuma de llevarlos. Pisar con un manolo es pisar de otra manera. Pueden costar hasta medio millón de pesetas. El suelo, desde luego, no existe.
'¡Manolos!', exclama el zapatero, 'suena a taberna, Casa Manolo, Don Manolo o algo así. Así sólo los llaman en Londres y Nueva York. En Los Ángeles los llaman blahniks; claro, allí viven muchos mexicanos y eso de manolos no les suena muy bien'.
Manolo Blahnik ha llegado a Madrid desde La Palma. Mañana recibirá el Premio Aguja de Oro, que concede un grupo de profesionales españolas de la moda y que otros años han recibido Gaultier, Ungaro, Armani o Tom Ford. Le gusta Madrid, aunque lamenta que el inesperado bochorno que azota la capital le impida disfrutar de uno de sus platos favoritos: el cocido del Lhardy. 'Aunque me muera de calor, me lo tomo', anuncia finalmente. Pero si Madrid le gusta es, sobre todo, por el Prado. Es su museo, allí ha encontrado muchas veces la inspiración para sus colecciones. Los hábitos de Zurbarán le obsesionan. 'Encuentro la inspiración en cosas muy diferentes', afirma Blahnik, 'incluso extremas. Ahora, por ejemplo, la he encontrado en China, Japón y en el castillo de Lindenhof. Todo muy vulgar, mucho oro', añade en referencia a los castillos de Ludwig. 'Me inspiro mucho en lo vulgar y lo redimo a través del humor. Lo vulgar, a veces, tiene tanta gracia!'.
Hiperactivo y solitario, Blahnik posee una voracidad cultural casi agotadora. Abre la bolsa de unos grandes almacenes y despliega sobre la mesa libros y vídeos. Son una decena de películas españolas recientes. 'Es que no me quiero perder una', exclama. 'Me gusta el cine español'. En realidad, el cine es su gran pasión. 'Gracias a los tacones, la gente del cine me llama. Como Berlanga, le adoro. He logrado interesarle por mis zapatos. Sus películas siempre me han fascinado'. Ahora anda loco con Deseando amar, filme del chino Wong Kar-Wai ('me la he comprado hasta en mandarín'). Y con Rafael Moneo: 'Estoy hipnotizado con Moneo. Sus trabajos en Mérida, Houston y ahora Berlín. Persigo sus edificios. Es un genio'.
Y la creatividad de Manolo Blahnik, ¿de dónde surge?: 'Soy neurótico, obsesivo y ansioso. Y eso es precisamente lo que me hace creativo; lo podría canalizar de otra manera, pero lo canalizo a través de los zapatos. Mi curiosidad visual es infinita; lo demás, me interesa muy poco'.
Él se define como un técnico ('no me siento un diseñador', aclara), aunque su biógrafo, el periodista británico Colin McDowell, ha encontrado un término medio más ajustado: 'Manolo es una mezcla de escultor e ingeniero, sus zapatos son obras perfectas de la imaginación y la aeronáutica'.
Blahnik le pone un nombre a cada zapato que diseña y que finalmente fabrica; por el camino se quedan cientos de prototipos. Uno se puede tropezar con ellos debajo de una mesa o en la cocina de su casa. 'Pobre, está muerto', dice él muy serio. 'Me encanta ponerles nombre kitsch o camp a mis zapatos. Tengo una serie que se llama Tormento, Refugio, Misericordia..., muy Perez-Galdós. No sé, hay muchos nombres que me gustan'.
A pesar de la vitalidad que despliega y de sus contagiosas carcajadas, en Blahnik también se encierra una persona desencantada. Ese desencanto se refleja cuando habla del pasado y cuando habla de la elegancia. 'La moda ha llegado a la vulgaridad total. Lo que la gente llama moda son productos enlatados. Todo se puede etiquetar, pero creo que todavía a través de la inteligencia se puede ser elegante'. Blahnik piensa entonces en las bordadoras que cada día repasan las desgastadas alfombras del hotel Ritz de Madrid. 'La verdadera elegancia empieza por esas alfombras', dice. 'La elegancia está en las cosas permanentes. La elegancia está en esas cosas remendadas, usadas. Esa alfombra que se repasa cada día y que siempre será mejor que una nueva. Ése es el secreto de la elegancia. Para qué cambiar una calle y quitarle la pátina de los años, la huella de nuestros abuelos, por qué tantos alcaldes se empeñan en acabar con nuestro pasado. La elegancia tiene mucho que ver con el pasado, con el respeto a la tradición. Afortunadamente, hay cosas con las que no pueden acabar, como esas alfombras, como unos zapatos bien hechos'. Blahnik añade entonces que quizá el éxito de su trabajo tiene que ver con cómo mira nuestro tiempo sin perder de vista el pasado. Y algo más que nadie puede razonar: 'De alguna manera, hago feliz a la gente'.
Babelia
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