Caleidoscopio ‘Homeland’
'Homeland' me recuerda mucho a los clásicos de Sydney Pollack y Alan J. Pakula por su tratamiento del espacio y sus atmósferas opresivas
Homeland, desarrollada por Howard Gordon y Alex Gansa para Showtime a partir de Hatufim, de Gideon Raff, parecía, en un principio, una serie de espionaje y suspense a caballo entre Irak y Estados Unidos, con su infaltable dosis de persecuciones y tiroteos, pero bastaron unos pocos episodios para advertir que estaba cimentada en una muy compleja red de conflictos morales avanzando, detalle inesperado, a través de un asfixiante laberinto de interiores: vuelven ahora a la memoria la vigiladísima casa de los Brody y el secreto de su garaje, los solitarios apartamentos de Carrie y su padre o del abandonado Saul Berenson, y la gélida red de despachos de la CIA en su sede central de Langley. Desde luego que había abundantes escenas de exteriores, aunque, si me preguntan por el doble clímax de su primera temporada, veo un sótano abarrotado de gente y una pequeña habitación de hospital, con un rostro aterrado en primerísimo plano. En su segunda entrega, Homeland se abrió a subtramas algo forzadas, y la caza del jefe terrorista y sus cómplices quizá fue demasiado deudora de 24, pero la sensación de claustrofobia se mantuvo con el tenebroso sótano de los interrogatorios y la cárcel de cuatro estrellas en pleno centro de la ciudad. Un amenazador ojo telescópico escrutaba la cabaña que servía de fugaz paraíso a los amantes, y tampoco parece casual ni achacable al bajo presupuesto que percibiéramos desde una habitación vecina, casi totalmente fuera de campo, el hecho violento que puso patas arriba la existencia de los protagonistas y su trayectoria futura.
No había vuelto a ver a Claire Danes, la agente bipolar Carrie Mathison, desde su fulgurante Julieta junto a Romeo DiCaprio en la película de Baz Luhrmann, y hace mil años de eso. Descubres a una actriz adolescente y de repente, al menos para mí, reaparece en plena madurez como si ese rol hubiera estado esperándola. Sobre el papel, Mathison es un arquetipo de la ficción conspiranoica (el personaje obsesivo que intenta atar los cabos de una trama en la que nadie más parece creer), pero Danes sabe insuflarle una ardiente, constante, conmovedora intensidad: es imposible olvidar sus ojos desorbitados y su alternancia de desamparo y obstinación, de inteligencia y locura, ni la absoluta verdad física de sus ataques de pánico o sus embates amorosos.
Carrie Mathison tiene, creo yo, un antecedente cercano, casi un hermano de sangre: Will Travers (James Badge Dale), el melancólico rastreador de Rubicon (2010), una interesantísima serie de espionaje de la AMC cancelada por baja audiencia en la que trabajó como guionista y coproductor Henry Bromell, uno de los cerebros de Homeland, fallecido la pasada primavera. No es difícil, pues, advertir los puntos en común entre una y otra. Tanto Will Travers como Carrie Mathison son superdotados, arrastran la culpa de no haber podido impedir el 11-S y se enfrentan a una conjura con enemigos internos: ambos están, perfecta imagen definitoria, ante un muro, literal y metafórico, cubierto de fotos, notas, transcripciones y pistas aparentemente inconexas, del que han de descubrir el código unificador.
El elemento clave de la trama de Homeland es, por supuesto, el sargento Nicholas Brody, héroe de guerra y presunto topo de Al Qaeda, interpretado por el espléndido Damian Lewis, que recuerda, escribí tras los primeros episodios, “una versión actual, pelirroja, tortuosa y torturada de Steve McQueen”. Pensé entonces, por su estilo, que era un actor americanísimo. Lo mismo había pensado de Dominic West, el teniente McNulty de The Wire, pero Lewis es tan británico como West y además formado en la Royal Shakespeare. “Hacía tiempo”, añadí entonces, “que no veíamos una pareja serial tan compleja como la de Mathison y Brody, esos enemigos que se aman y se persiguen, se temen y se engañan, en cuya apasionada relación late siempre una profunda desconfianza porque están a ambos lados de la ley y la creencia”.
En cuanto a Mandy Patinkin, que encarna a Saul Berenson, jefe de división de la CIA en los países árabes y paternal mentor de Claire, es una prueba evidente de que se puede renacer actoralmente en los albores del tercer acto profesional. Nunca le había prestado mucha atención en su juventud, salvo por su inolvidable rol en La princesa prometida (y su no menos memorable frase: “Hola, me llamo Íñigo Montoya. Tú mataste a mi padre. Prepárate a morir”), y pensaba que sus aclamados trabajos en musicales como Evita y Sunday in the park with George tendían al exceso, pero su personaje en Homeland parece haberle llegado, igual que a Claire Danes, en el momento preciso y cortado a su medida: Patinkin es aquí un portento de sabiduría actoral, de sobriedad, de emoción frenada.
Antes he mencionado el posible parentesco entre Steve McQueen y Damian Lewis, pero diría que va un poco más allá de la semejanza física e interpretativa. La relación entre Nick Brody y Carrie Mathison me hizo pensar en la que sostenían McQueen y Faye Dunaway en El caso Thomas Crown (el episodio ‘El fin de semana’ se diría un homenaje hipererotizado a la película de Norman Jewison), aunque no es, a mi modo de ver, el único vínculo de Homeland con el cine americano de los setenta: podríamos ir incluso una década más atrás e imaginar que el sargento Brody es, en esencia, un hijo del Lawrence Harvey de El mensajero del miedo, de John Frankenheimer, una de las piedras fundacionales del cine conspiranoico.
Homeland me recuerda mucho a los clásicos de Sydney Pollack (Los tres días del Cóndor) y Alan J. Pakula (El último testigo) por su tratamiento del espacio y sus atmósferas opresivas, claves estilísticas ya muy presentes en Rubicon, y por la tensión continua de la trama: la serie es tan adictiva porque los personajes están siempre al borde del abismo y se lo juegan todo a cada momento. Volví a pensar en Los tres días del Cóndor por lo mucho que me recordó a Max von Sydow el personaje del sicario fatigado al que interpreta Murray Abraham en la segunda entrega, y por ese discípulo suyo, Peter Quinn, encarnado por Rupert Friend, que se adivina (al igual que Morgan Saylor, la hija de los Brody) como uno de los puntales de la esperadísima tercera temporada.
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