Estamos ansiosos perdidos
La crisis, las prisas, la presión, la autoexigencia. Las amenazas, reales o magnificadas por la percepción de cada uno, nos acechan. La ansiedad es nuestro mecanismo de defensa frente al peligro. Pero puede volverse contra nosotros. ¿Por qué estamos al borde de un ataque de nervios?
Elena se despierta sobresaltada. No ha tenido pesadillas, o no las recuerda. Mira el reloj: las cuatro y cuarenta y cinco de la madrugada. La misma hora que ayer, y antes de ayer, y todas las noches desde hace una semana. El corazón acelerado, un sudor frío brotándole de súbito, el estómago en la boca. No se alarma, no demasiado. Sabe lo que no le pasa. No le va a dar un ataque al corazón, no se va a morir, no en este momento. La primera vez que le sucedió algo así “pero a lo bestia”, hace un par de años, poco después de la traumática muerte de su padre, se asustó tanto que su marido, que ahora duerme como un tronco a su lado, la llevó a urgencias del hospital Príncipe de Asturias de Alcalá de Henares, a 10 minutos de su casa, creyendo que le estaba dando un infarto. En absoluto. Después de que un internista descartara tal posibilidad, Elena acabó con un ansiolítico debajo de la lengua y un diagnóstico rápido del psiquiatra de guardia que posteriormente confirmaría el psicólogo privado al que acudió durante todo el año siguiente: ataque de pánico compatible con trastorno de ansiedad generalizada.
Desde entonces, Elena, de 42 años, casada y madre de dos hijos, está aprendiendo a vivir con su angustia. Hija modelo, hermana mayor, trabajadora perfeccionista, madre clueca, se recuerda siempre preocupada por todo y por todos. Pero desde aquel “clic” que ella atribuye al fallecimiento de su padre y su consiguiente “quiebra emocional”, la preocupación se le fue de las manos. Aún tiene rachas. Aunque se reconoce nerviosa a menudo, mantiene su inquietud a raya a base de disciplina. Pero un revés familiar, una mala noticia, un apretón de trabajo como el que le cayó hace una semana puede volver a desencadenarle “yuyus” como el descrito.
La ansiedad prepara al organismo para atacar, esconderse o huir de un depredador. El problema es cuando el ‘tigre’ es la vida
Momentos en los que siente que no llega, que algo malo va a suceder, que no puede con su vida. Por eso ya no se asusta. Ni recurre a los comprimidos de benzodiacepinas que le prescribió el psiquiatra. Sabe que si aguanta el tiempo suficiente controlando la respiración, cerrando los ojos, tratando de pensar en otra cosa, el sudor remitirá, pasarán las náuseas, el corazón volverá a su ritmo. Puede que hasta le dé tiempo a echar una cabezada hasta las siete, hora en la que tendrá que levantarse, llevar a sus hijos al colegio y empezar su jornada de 10 horas en una agencia de publicidad. Elena padece de ansiedad, el trastorno mental menor más común –entre un 15% y un 20% de la población, mujeres en una proporción de dos tercios, lo sufrirá en algún momento de su vida, según la OMS–, y la va capeando como puede, como tantos. La diferencia es que ella lo sabe porque un día su inquietud la puso contra las cuerdas y pidió ayuda. Otros ni siquiera le ponen nombre ni remedio a su sinvivir.
Al borde del abismo. Días de vértigo. Presión insostenible. Cumbres de infarto. Tiempos convulsos. Llevamos meses, años incluso, leyendo a diario sentencias apocalípticas en los medios a propósito de la situación de las empresas, los Gobiernos, los países, la humanidad entera. No es de extrañar que muchos estén al borde de un ataque de nervios.
Estamos asustados. Individual y colectivamente. El 45% de los trabajadores tienen miedo a perder su empleo y más del 80% creen que las cosas no mejorarán en un futuro próximo, según el estudio Los españoles y la enfermedad del miedo, publicado por la Fundación Pfizer en 2010. El doctor Enrique Baca, especializado en psiquiatría y neurología, alertó en la presentación del mismo de que ese miedo puede llevar a las personas y a la sociedad a la ansiedad y la parálisis. La paradoja es que si no estuviéramos ansiosos, estaríamos muertos.
“Son trastornos comunes por lo frecuentes, pero no siempre leves”, dice un psiquiatra. La ansiedad puede causar mucho dolor
La ansiedad es un mecanismo de defensa de los seres humanos frente al peligro. El sistema de alerta cerebral que activa el organismo para encarar las amenazas y que nos ha permitido sobrevivir como especie desde hace milenios. Imaginemos a un hombre primitivo que presiente que un depredador –pongamos un tigre– viene a por él. Sus sentidos se agudizan, su corazón se acelera, sube su presión arterial. Su cuerpo se prepara para atacar al enemigo, esconderse o huir. Eso es ansiedad. La ansiedad buena. La que nos salva la vida cuando vemos que el coche de delante frena y hace que nosotros también frenemos en milésimas de segundo para evitar el choque. La que nos permite pensar y actuar más rápida y eficientemente cuando el tiempo apremia.
“El problema es cuando no hay tigre”, explica el psiquiatra Alberto Fernández-Liria, jefe del servicio de salud mental del hospital de Alcalá de Henares. “O cuando el tigre es un gato como salir a la calle, acudir al trabajo, conocer gente, lidiar con los problemas del día a día, enfrentar la vida cotidiana. No vivimos en la selva, la estrategia tiene que ser diferente. La ansiedad normal se convierte en patológica cuando nos anula, nos paraliza, nos causa más problemas de los que nos quita”.
Fernández-Liria tiene prohibido a su equipo decirle a ningún paciente “a usted no le pasa nada” o “lo suyo es de la cabeza” cuando acuden a urgencias con una crisis de pánico como la de Elena. “Claro que les pasa algo: tienen taquicardia, contracciones musculares que pueden ser dolorosísimas, sienten que les falta el aire, se creen morir. Hay que explicarles que su cuerpo se ha preparado para salir por patas porque percibe un peligro que puede ser o no real. Decirles qué les sucede suele tranquilizarles bastante. Después viene el abordaje terapéutico, que no es tan simple. El objetivo es que el afectado cambie ese mecanismo, que aprenda a poner las cosas en su sitio. No se trata de no tener ansiedad, sino de saber manejarla”.
“Digamos que hay personas con el dispositivo de alarma defectuoso. Se les dispara solo o ante situaciones que no lo requieren. Su percepción del peligro es errónea. O no lo hay o, si lo hay, lo magnifican. Solo cuando eso interfiere gravemente en su vida cotidiana podemos hablar de trastorno de ansiedad”, ilustra Enrique Echeburúa, catedrático de Psicología Clínica de la Universidad del País Vasco. Según Echeburúa, hay muchos más ansiosos crónicos de los que creemos. “Hasta el 80% de las personas son lo que los anglosajones denominan worriers, algo así como agonías o sufridores. Gente que está siempre en vilo, que cree que algo malo está al caer, que se preocupa por todo y piensa que si no se preocupa es peor. Son personas que nunca disfrutan del todo, vale, pero también pueden ser magníficos padres y profesionales, siempre hipervigilantes, pendientes de todo. Mientras se soportan a ellas mismas y no les hacen imposible la vida a los demás y les rechazan, van tirando. Otros se acaban rompiendo. El límite entre lo normal y lo patológico es muy particular. Ya dijo alguien que enfermo es aquel que va al médico”.
Los sufridores que traspasan ese límite, como Elena, padecen el llamado trastorno de ansiedad generalizada (TAG). Es el más prevalente del conjunto de patologías ansiosas, que también incluye el trastorno de pánico –cuando los ataques se cronifican–, los trastornos fóbicos (agorafobia, fobia social), los trastornos obsesivo-compulsivos, el trastorno de estrés postraumático y los trastornos adaptativos ante acontecimientos vitales. “Son enfermedades comunes, por lo frecuentes, pero no siempre leves”, advierte el psiquiatra Fernández-Liria, que alerta del peligro de “patologizar el sufrimiento normal, pero también de despreciar el dolor que genera”. La ansiedad puede causar mucho sufrimiento. Y no solo al que la padece.
“Me gustaría llamar la atención a los que, como yo, no entendemos qué lleva a los afectados de la pandemia del siglo XXI (ansiedad, ataques de pánico, estrés) a tener que consumir medicamentos como el diazepán y el tranquimazín. Necesitamos que se conozca este problema. Yo lo padezco de otra manera: veo a mi esposa y madre de mis tres hijos casi siempre ausente, con perennes ganas de llorar y sintiéndose un estorbo para la familia. Solo quiero que sepáis que la familia y los amigos estamos ahí para daros la mano y salir juntos”. Hace unas semanas, Fernando envió esta conmovedora carta al director de EL PAÍS bajo el título De diazepanes y tranquimazines. Le llamamos una tarde pocos días después de salir publicada. Nada más descolgar el teléfono accedió, agradecido, a contar por qué la escribió. Se oía de fondo un barullo de niños pequeños. Hoy es fiesta y Fernando, de 33 años, está en casa cuidando de sus tres hijos de entre 5 y 2 años. Su esposa, Blanca, de 31, está ahora mismo ingresada en una clínica madrileña. “Están intentando ajustarle la medicación porque tiene la ansiedad descontrolada, una dependencia brutal de las pastillas y es un peligro para sí misma”, dice Fernando ya en la cafetería donde comparte su historia.
Desde fuera, Blanca y Fernando forman una pareja feliz. Jóvenes, con buenos empleos, un matrimonio urbano con los agobios típicos de un trabajo exigente y la crianza de los hijos. Dentro viven un infierno. Hace tres años que ella empezó a sufrir ataques de pánico y una angustia creciente a la hora de coger el autobús, acudir al trabajo, salir a la calle. Ella achaca sus problemas al estrés laboral y doméstico y a sus relativas dificultades económicas. “Nos metimos en una hipoteca importante, nacieron los gemelos, se multiplicaron los gastos, digamos que estamos mejor que muchos, pero vamos justos”, rebaja Fernando. Blanca acudió a su médico de atención primaria, que le recetó ansiolíticos –las benzodiacepinas son el medicamento más utilizado– para mitigarle la ansiedad y le prescribió una baja laboral que se alargó cerca de dos años ante la creciente impaciencia de Fernando. “No lo entendía. Yo también tengo estrés, más caña que a mí no le meten a nadie. La veía encerrada en casa y me parecía un síntoma de pura debilidad. Le decía: ‘Blanca, espabila, que te van a poner en la calle’. Ahora me arrepiento de mi ignorancia”.
Hay quien necesita presión para rendir al máximo. El problema no es la ansiedad, sino la respuesta de cada uno ante ella
Después de un periodo de mejoría en el que ella misma se fue rebajando la dosis de ansiolíticos hasta prescindir de ellos, Blanca volvió a trabajar. Pero a principios de este verano volvieron los nervios, las palpitaciones, las crisis. La visita al médico de cabecera. Los ansiolíticos tomados sin más control que su voluntad, cada vez más mermada. Hasta que, a la vuelta de vacaciones, el jefe de Blanca llamó a Fernando. Su esposa se había desplomado en la oficina. La trasladan en ambulancia al hospital. Allí, Blanca le confiesa a su marido que se ha tomado un puñado de pastillas. “No quiero morir, solo tengo mucho dolor dentro y quiero que se me pase”, le dijo. “Se te cae el mundo encima”, resume hoy él. Desde entonces se le ha caído otras cuatro veces. Las mismas que Blanca, otra vez de baja en casa, ha vuelto a sobremedicarse con sus benzodiacepinas a pesar del control al que la someten sus familiares. Después de la última, la psiquiatra de urgencia aconsejó su ingreso voluntario en una clínica para “desintoxicación y ajuste farmacológico”, según reza en el informe. Lleva allí 10 días. “Cuando salga, dicen que la derivarán a un psicólogo para ver dónde está la raíz de lo que le ocurre”, dice Fernando. ¿No tendría que haber sido al revés?
Los ‘ansiosos’ que piden ayuda suelen hacerlo, en primera lugar, a su médico de cabecera. La Sociedad Española de Medicina de Familia estima que uno de cada tres pacientes acude a consulta con síntomas relacionados con problemas de salud mental. No necesariamente expresan inquietud o tristeza. Les duele la cabeza, la espalda, el estómago; tienen insomnio, problemas dermatológicos, infecciones, inapetencia o hambre desaforada; están fatigados física y mentalmente, se encuentran mal. Son lo que los expertos llaman somatizaciones de los males del alma. “El organismo se resiente de la sobrecarga a la que lo somete el proceso de activación constante de la ansiedad, y el cuerpo se queja”, ilustra el catedrático de Psicología Antonio Cano Vindel, presidente de la Sociedad Española para el Estudio de la Ansiedad y el Estrés (SEAS), que estima que esos, digamos, efectos secundarios de la ansiedad no tratada no solo merman la calidad de vida, sino que pueden acortarla.
De la aptitud y la actitud del facultativo depende un buen diagnóstico y abordaje del afectado. El catedrático de Psiquiatría y director del Instituto de Atención Psiquiátrica del Hospital del Mar de Barcelona, Antoni Bulbena, coautor de la Guía para el manejo de pacientes con trastornos de ansiedad en atención primaria, opina que el tratamiento ideal combina la terapia farmacológica con la psicológica y la ambiental. “La medicación es útil en los casos agudos, pero abordar el problema solo con fármacos puede ser absurdo; igual que solo con psicoterapia en según qué casos. Cada paciente es distinto, pero al final se trata de que sepa qué le pasa, lo entienda, y aprenda estrategias y herramientas para manejarse en su ambiente”. “Eso es fácil decirlo”, responde una médico de familia acostumbrada a verle la cara a la ansiedad al otro lado de su mesa de consulta. “Pero solo tenemos cinco minutos por paciente, si llega; los servicios públicos de salud mental, salvo para casos graves, tienen unas listas de espera tremendas, y el paciente te pide desesperadamente un alivio”. En esas circunstancias, la prescripción de ansiolíticos y antidepresivos es el recurso más factible –y barato: un psicólogo privado cuesta en torno a 90 euros la sesión–, cuando no el único para proporcionárselo. Otra cosa son los efectos no deseados.
El consumo de ansiolíticos se ha duplicado en la última década. El 16% de los españoles ha tomado algún psicofármaco en el último año, según el presidente de la SEAS. De las 900.000 personas que consumen hipnosedantes, según el Plan Nacional de Drogas, entre 600.000 y 700.000 son mujeres. Factores hormonales, la doble jornada laboral y doméstica y la mayor propensión a pedir ayuda son los aspectos que citan los expertos para explicar la prevalencia femenina de la ansiedad. Esos mismos expertos no son unánimes a la hora de calificar ese nivel de consumo de fármacos. Unos, como el psiquiatra Bulbena, estiman que hay muchos más casos de ansiedad no diagnosticados ni tratados que de consumo innecesario de medicamentos. Otros hablan de automedicación, uso inadecuado o abusivo. Y otros, como los psicólogos Cano Vindel o Juan José Legarda, directamente de adicción.
Legarda dirige Tavad, un centro especializado en adicciones radicado en Madrid donde desintoxica y rehabilita a alcohólicos, cocainómanos y también a adictos –“sobre todo adictas”– a las benzodiacepinas. “Es la droga de las mujeres”, sostiene. ¿Por qué? “Porque es legal, porque se la receta el médico, porque es muy efectiva al principio. Pero cuando pasan sus efectos, si no se cambia la manera de gestionarla, la ansiedad sigue ahí. Y se vuelve a tomar pastillas para aliviarla, y cada vez se necesitan más, y al final se puede confundir la ansiedad propia con la de la abstinencia, y no es difícil caer en el círculo vicioso de la adicción”. Según Legarda, la ansiedad y las adicciones están íntimamente relacionadas. “La mayoría de la gente no es feliz la mayor parte del tiempo. La clave es cómo manejar ese malestar. Unos tiran de determinación. Pero hay personas con ansiedad que buscan y encuentran refuerzo en cosas que les calmen: la comida, los medicamentos, el alcohol, y algunas caen en la adicción”.
Pablo ha conducido hoy 300 kilómetros desde un pueblo de provincias hasta Madrid para acudir a la consulta semanal con su terapeuta de Tavad. Lleva tres meses siguiendo el programa de un año –5.000 euros, incluido tratamiento hospitalario, farmacológico y psicoterapéutico– que ofrece este centro para librarse de la dependencia, en su caso, del alcoholismo. Pablo, empresario de ocio, de 34 años, casado y con una hija de 3, se reconoce “ansioso” desde que recuerda. No hace falta que lo jure: habla a borbotones, se retuerce las manos, tiene las uñas mordidas hasta los codos. Pero desde que faltó su padre cuando él tenía 28 años y se tuvo que hacer cargo del negocio familiar, su ansiedad se exacerbó. Tuvo varias crisis de pánico, en las que acababa en urgencias, sin decidirse a usar – “por miedo a los efectos secundarios”– los ansiolíticos que le recetaban y sin tomar ninguna medida especial al respecto. Sí acudió, sin embargo, a otros remedios.
“Siempre fui un bebedor social. El alcohol forma parte de mi vida: lo vendo, lo sirvo, invito y me dejo invitar por trabajo. Pero empecé a beber más y más a menudo para evadirme de la presión, para relajarme de mí mismo. Hasta que empezaron los problemas con mi mujer y atisbé lo que me esperaba si seguía así. He visto a muchos acabar mal, y yo no quiero: por eso estoy aquí”, explica. Más allá de controlar su alcoholismo, aquí le están enseñando a manejar la ansiedad generalizada que le ha diagnosticado el psicólogo y que le lleva a beber. Está en ello. “Ni quiero ni puedo cambiar de vida, entre otras cosas porque tengo varias familias que dependen de mí. Tampoco puedo darle la vuelta a mi naturaleza. Así que se trata de vivir con esto. Es como un amigo íntimo y pesado con el que tienes que aprender a llevarte bien”.
La inquietud y la zozobra siempre han sido material inspirador de primer orden para el arte. “El hombre es angustia”, dijo Sartre
Hace tiempo que la diseñadora de moda Ana Locking, de 41 años, aprendió a bregar razonablemente bien con la inquietud. Lo cuenta en su showroom madrileño, una pieza minimalista sin más ruido ambiental que algunas piezas escogidas de su última colección. En ellas, un alegre estampado liberty da paso, según se desciende en la longitud de la prenda, a una barahúnda de bichos –termitas, escarabajos, hormigas– que a la vez alimenta y corroe los tallos y las raíces de las flores. “Mis colecciones son en cierto modo autobiográficas”, confiesa. En esta, llamada Under Beauty, Locking quería mostrar lo que la belleza esconde. “Que debajo del glamour de la moda, y de la vida, puede haber podredumbre, caos y dolor. Esta profesión no ayuda a sobrellevar la inquietud. Cada vez más exige resultados: éxito, notoriedad, cuatro y cinco colecciones por temporada. Así, creadores tan brillantes como John Galliano, Marc Jacobs o el desgraciado caso de Alexander McQueen se han roto, literalmente, en el camino”.
Ana también se quebró hace 11 años. Trabajaba 16 horas diarias. Empezaba con su marca de bisutería, vendía en los mejores establecimientos del mundo, ella lo hacía todo. “Hasta que mi cuerpo petó. Tuve una crisis de ansiedad conduciendo. Bueno, eso lo supe después. Lo que sentí es que me iba a morir allí mismo”. No murió. Volvió a casa de su madre. Estuvo un año con medicación ansiolítica y antidepresiva, y año y medio yendo al psicólogo. “Aun después de haberlo dejado, estuve meses con el lexatín en el bolso por miedo a que me volviera a pasar. Pero lo que de verdad me ayudó fue la psicoterapia. Me enseñaron a conocerme, a saber que tengo días buenos y malos, a dominar mi mente y mi cuerpo, que las tragedias laborales no matan, que si se cuelga el ordenador, ya volverá. Ahora soy más fuerte”.
Locking, como cualquiera, sabe de colegas de profesión que tiran de orfidal, lorazepam o valium para soportar la ansiedad de los desfiles, los viajes, la vida. Pero para sufrir de ansiedad no hace falta tener oficios glamurosos ni particularmente estresantes. Es peor no trabajar en absoluto queriendo hacerlo. Los parados tienen un 2,2% más de trastornos de ansiedad que los ocupados, según el Estudio Epidemiológico de Trastornos Mentales en Europa de la OMS.
Todos conocemos también a personas que necesitan cierta ansiedad para rendir al máximo. Son los que tienen que tomarse cuatro cafés, o coca-colas, o esas bebidas energéticas tipo Red Bull que proliferan últimamente en las máquinas de las oficinas, para ponerse a punto. Gente que funciona mejor bajo presión. El doctor Carlos Tejero, vocal de la Sociedad Española de Neurología, tiene una explicación. “Cierto nivel de ansiedad es bueno para el rendimiento. Lo vemos cuando se la provocamos a una persona a la que le estamos haciendo un TAC. Se activan determinadas áreas del cerebro como las de asociación, aumenta la sincronía entre las conexiones neuronales, se está más alerta. El problema viene cuando se traspasa ese nivel de ansiedad, o cuando el sujeto no canaliza bien la respuesta. No sabemos qué pasa en el cerebro de los ansiosos patológicos”, admite, “entre otras cosas porque no podemos meterlos en el tubo del TAC”.
La inquietud, la incertidumbre, la zozobra siempre han sido material creativo de primer orden. Ahí está El libro del desasosiego, de Pessoa. “El hombre es angustia”, llegó a decir Sartre. La filósofa Victoria Camps, autora del ensayo El gobierno de las emociones, cree que “aunque los estados de ánimo son individuales y no sociales, podemos decir que ahora mismo estamos inmersos en la ansiedad. La sufrimos todos. Los mayores y los jóvenes, que han sido educados para el éxito y ahora se encuentran con que todo es adversidad. Hasta los políticos, si son responsables, están afectados. Pero esta puede ser también una oportunidad. Hay que cambiar las cosas. Hay que transformar ese sentimiento de parálisis en acción. Y tenemos que hacerlo entre todos”.
Mientras, las consultas siguen llenas. “Todos los trastornos de psicología menor tienen que ver con la ansiedad, y el resto son chorradas como lo del síndrome posvacacional”, corrobora Antonio Espino, jefe de los servicios de salud mental de Majadahonda. El éxito de los profesionales es relativo. “En Reino Unido han medido la eficacia de la terapia. El 65% de los pacientes dice haber mejorado tras un tratamiento farmacológico y terapéutico, pero solo hay un 30% de remisión. No es para tirar cohetes”, admite Fernández-Liria, que suele decirles a sus pacientes: “Tu cuerpo se ha preparado para correr: pues corre”. La actividad física, la meditación, las aficiones, la vida social, los manuales de autoayuda. Todo sirve para no pensar o no pensar tanto en un problema que afecta no solo a quien lo sufre. “Los deprimidos son deprimentes y los ansiosos nos ponen de los nervios, pero necesitan nuestro apoyo”.
Ya se lo dijo la psiquiatra de guardia a Fernando cuando este le preguntó por la razón de la sinrazón que lleva a su esposa a atiborrarse de ansiolíticos. “Nadie sabe lo que es el infierno hasta que no lo tiene dentro”.
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