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CAFÉ PEREC
Columna
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Cerca de un premio

Enrique Vila-Matas

Me acuerdo de Perec, cuando en Especies de espacios decía que viajamos para ver aquello que siempre soñamos que un día veríamos, y a continuación se preguntaba: "Pero, ¿qué hemos soñado con ver? ¿Las grandes pirámides? ¿El retrato de Melanchthon, de Cranach? ¿La tumba de Marx? ¿La de Freud? ¿Bujara y Samarcanda? ¿El sombrero que lleva Katherine Hepburn en Sylvia Scarlett?".

¡El retrato de Melanchthon, de Cranach! ¿Lo he visto alguna vez? Me interno en Internet y no tardo en resolver la cuestión. Lo había visto una infinidad de veces, hasta en un sello de correos alemán que compré en Hamburgo en 1997 y que no utilicé y que seguramente anda perdido por alguno de los libros que compré en aquel viaje.

Escribir sobre un galardón es un placer grandioso, solo equiparable al de escribir una necrológica

Me planteo iniciar un largo periplo doméstico en busca de ese sello. Pero pronto comprendo que equivaldría a caer del lado de los que viajan para ver aquello que siempre han soñado, con el agravante de que jamás soñé con ver a Melanchthon. Parece más divertido, en cambio, averiguar si vi alguna vez el sombrero de Sylvia Scarlett. Me interno en Internet, y claro que lo tengo visto. La película es de Cukor y se llamó en castellano Una muchacha sin importancia, y es una comedia en la que Hepburn, que se disfraza de hombre para huir a Londres en barco, lleva el sombrero que supongo que impresionó a Perec.

Aparte de estar en todas las copias de la película, ¿dónde estará ahora el sombrero en el mundo real? Lo digo porque, una vez, en las afueras de Damasco, me mostraron la mismísima piedra con la que Caín mató a Abel. Y desde entonces creo saber que, salvo el Santo Grial, todo puede acabar siendo localizado.

No tardo en comprender que el lugar donde reposa el sombrero de Hepburn queda fuera del alcance de Internet, lo que evidencia las limitaciones de la todopoderosa y vanidosa Google. Cambio entonces lo digital por lo real y salgo a la calle, aunque sé que las posibilidades de encontrar el sombrero allí son remotísimas, y más aún si uno se dedica solo a caminar por Barcelona.

Lamento que a Hepburn no le estén rindiendo un homenaje en algún museo del mundo, porque en ese caso el sombrero podría estar allí, en alguna vitrina, igual que la piedra asesina de Caín está en su espacio sirio. El pasado agosto, en el Victoria and Albert de Londres, vi en la gran muestra Grace Kelly style icon la fabulosa ropa y sombreros que la princesa utilizó en sus películas más famosas. Y en una vitrina vi, además, el Oscar de Hollywood que le dieron en 1954 por La angustia de vivir. Me quedé petrificado, pues me di cuenta de que nunca antes había estado tan cerca de un oscar. Y por un momento, llegué incluso a pensar que me lo habían dado a mí.

No lo sabía, pero estar tan cerca de un premio te hace sentirte premiado. Y ya no digamos escribir sobre él. Escribir sobre un premio es un placer grandioso, tal vez solo equiparable al de escribir una necrológica, ese género en el que el escritor nunca es el muerto.

Entro en un café de la Diagonal, y delibero. Escribir sobre un premio, incluso en el caso de que el premiado no seas tú, es recibir también parte de ese premio y codearte, además, con la gloria. ¿O sucede más bien lo contrario? No esperaba esta duda. Oscurece, voy a regresar a casa. Podría volar a Hollywood, pero nada me indica que pueda encontrar allí el sombrero. Por otra parte, ¿soñé alguna vez que viajaría para ver el sombrero de Hepburn? Claro que tampoco soñé con el Oscar y acabaron dándomelo en Londres. Cuando me lo entregaron, pensé que iba a levitar, pero no fue así. Quizás porque lo recibí en Londres y todo el mundo sabe que allí no lo dan. Mejor que no me lo dieran. Acabo de recordar que, por su propia naturaleza, los premios dejan abatidos a los demás.

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