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El valle de la libertad

Javier Rodríguez Marcos

No hay un alma en el puerto de la Bonaigua. Tan solo la montaña peleándose con las nubes bajas y una cruz herrumbrosa con una leyenda que ha perdido parte de las letras: "El Señor está contigo, Luis". Desde estos 2.000 metros se entiende a la perfección lo que el Valle de Arán tiene de paraíso, castillo y ratonera. Hasta la apertura del túnel de Viella, a unos 40 kilómetros de aquí, la Bonaigua era la única conexión con la Península de esta comarca de la vertiente norte de los Pirineos, 620 kilómetros cuadrados de la provincia de Lleida que se rigen por sus propias instituciones tanto como por un clima propio. Aquí puede llover mientras al otro lado de la cordillera el sol luce a sus anchas.

"Era ya el momento de que la liberación cruzase los Pirineos"
"Para muchos araneses, la invasión de 1944 sigue siendo un tabú"
"En la gente pesó más el miedo que las promesas de libertad. Pocos se unieron"
Me he tomado la libertad de dar mi versión porque no existe una oficial"
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La antigua quitanieves alemana, varada en lo más alto y rodeada ahora de bosta de vaca -la Peeter la llaman, abreviando su nombre: Scheefrase Peter-, empezó a funcionar, lo recuerda una placa, en 1944. En octubre de ese año, alrededor de cuatro mil hombres armados entraron en el valle por todos los lugares posibles, pero, sobre todo, por su puerta natural, Pont de Rei, la cómoda conexión con Francia que sigue el curso del río Garona. Habían salido de España al final de la Guerra Civil y combatido durante años en la Resistencia francesa. Muchos habían entrado en París con el general Leclerc y muchos más soñaban con entrar en Madrid. El partido comunista los convocó en Foix y Toulouse -la capital simbólica del destierro español-, formaron un ejército bajo las siglas de la Unión Nacional Española y llamaron a la operación Reconquista de España.

La historia y la geografía parecían de su parte. Cuatro meses antes, el 6 de junio, los aliados habían desembarcado en Normandía. Era el momento de que la liberación cruzase los Pirineos. Solo había que conseguir que los hechos consumados ayudaran a vencer las reticencias de las potencias internacionales. Se trataba de que el débil Gobierno republicano en el exilio se hiciera fuerte en el interior. Los adalides de la democracia tendrían difícil ignorar a un presidente legítimo instalado en su propio país. Ese presidente sería Juan Negrín, y la capital provisional, Viella, el centro político del valle. Habría que controlar la Bonaigua y el primitivo túnel de Viella, un estrecho agujero de cinco kilómetros de largo y todavía en obras. El invierno haría el resto. La nieve cerraría al ejército franquista los pasos menores y el tiempo correría a favor de la guerrilla. Entre tanto, la población se uniría a los libertadores y los aliados no tendrían más remedio que aportar a la República la ayuda que le habían negado entre 1936 y 1939. En el escudo del Valle de Arán hay una llave, y no es por casualidad.

Todo empezó bien. Terminó todo mal. Habían pasado apenas 24 horas desde la invasión cuando el castillo comenzó a transformarse en ratonera. Después de semanas de entrada de guerrilleros por Aragón y Navarra, una columna de hombres al mando del coronel Vicente López Tovar cruzó el Garona a las seis de la mañana del 19 de octubre. Después de asegurar el paso de Pont de Rei para recibir refuerzos y suministros o retirarse si llegaba el caso, en unas horas llegaron a Bossòst. Fue el lugar elegido como cuartel general después de una refriega con los militares. Entretanto, en el este de Arán, camino de Baqueira, los disparos cruzaban de pueblo a pueblo. Desde el campanario de Unha, los guerrilleros acosaban a los guardias civiles atrincherados con una metralleta en la torre de la iglesia de San Andrés, en Salardú.

Cuando la ofensiva principal, en su ruta hacia Viella, alcanzó Es Bordes, encontró la resistencia del destacamento militar acuartelado en el pueblo. La iglesia conserva todavía los impactos de bala en la fachada. En la puerta de su casa, a unos metros, Antonio Déo recuerda hoy los combates entre los guerrilleros y los soldados parapetados en la torre. Él tenía 12 años y su padre era el alcalde, conocía bien a los militares: "Ahí", dice señalando una vivienda cercana, "cayó una bomba incendiaria. Ardieron dos casas más. Hubo resistencia, pero los soldados eran 100, y los maquis, casi 5.000". Es difícil encontrar en el Valle de Arán a alguien que quiera contar sus recuerdos de la invasión. Eso sí, los que deciden bucear en sus recuerdos terminan relatando su vida. "Aquí hubo unos 15 muertos en total", dice Déo, que sería concejal del pueblo a partir de 1968: "Antes había 500 habitantes, ahora no deben de pasar de los 120. Vivíamos de las vacas. Y de lo que se cultivaba. Ahora los que quedan trabajan fuera. Por eso el pueblo se queda desierto hasta la noche".

Algunos de los muertos de los que habla Antonio Déo están enterrados a doscientos metros escasos de la plaza del pueblo, en un cementerio con vistas increíbles al río Joue, que aflora en una cascada de película, 10 kilómetros más arriba, después de nacer en el Aneto. En una pared del camposanto hay una lápida que señala una fosa adornada con flores de tela. Lleva la fecha del comienzo de la invasión y una leyenda: "Los antiguos guerrilleros FFI [Fuerzas Francesas de Interior] a sus camaradas muertos en combate por la libertad". Debajo, una tira de mármol nuevo ha añadido otra frase: "Y a los no identificados".

En el valle, las tumbas son el único recuerdo del hecho de armas más importante ocurrido en territorio español desde la Guerra Civil. El Consejo de Arán, no obstante, tiene previsto señalar con paneles este mismo año los enclaves en los que queda algo de aquellos días del otoño de 1944: un nido de ametralladoras en Pont d'Arrós, la sede de La Caixa que centró los combates en Les, un búnker construido después de la invasión para proteger la boca del túnel de Viella, abierto al tráfico en 1948 después de que un batallón de prisioneros ayudara a terminar los trabajos que habían empezado en 1924.

Todo deberá estar listo antes de que el invierno vuelva inaccesibles muchos de esos lugares. Lo cuenta en su despacho del Consejo, en Viella, la historiadora Elisa Ros, que recuerda que para muchos araneses la invasión de 1944 sigue siendo un tabú: "La gente se encerró en sus casas y no quiso saber nada. Estaba cansada de la Guerra Civil y lo vieron como una vuelta a empezar. Hubo dos muertos civiles en un momento de descontrol, pero en general no hubo muchos atropellos". La consigna de respetar a la población surgió del empeño de Juan Blázquez Arroyo, que tenía 30 años entonces. Su nombre de guerra era César, y su graduación, general de división del Ejército francés. Elisa Ros muestra en un catálogo el carné que le extendió la seguridad francesa: domiciliado en Toulouse, ojos y pelo negro, 1,75 metros de altura; rasgos particulares: le falta un dedo.

El general César había nacido en Bossòst y fue elegido alcalde de su pueblo en 1936. Era militar de carrera y había estudiado Derecho y Filología. En 1937 pasó al frente, y dos años más tarde, al exilio. Después de dirigir en Toulouse el Centro de Albergue de Intelectuales españoles refugiados, con la invasión alemana se unió a la Resistencia tratando de organizar a sus compatriotas. Fue uno de los fundadores de la Unión Nacional Española y terminó pasando por dos campos de internamiento. Evadido, volvió a la lucha. Los aliados le condecoraron diez veces. El Gobierno francés, con la Legión de Honor.

Blázquez Arroyo, César, fue el jefe de información de la Operación Reconquista de España. Dice Elisa Ros que, desde el principio, el militar era consciente de que la acción era "inviable", pero que ante la insistencia de sus superiores aconsejó la entrada por el Valle de Arán. Era el lugar que menos riesgos comportaba y más fácil hacía la posible retirada. Muy mal se tenía que dar el invierno para que no se pudiera volver a Francia por Pont de Rei, el punto más bajo de la ratonera, un paso a tan solo 600 metros de altura en un laberinto de montañas de hasta 3.000.

Pese a los desvelos del antiguo alcalde, en la gente pesó más el miedo que las promesas de libertad. Pocos se unieron a los guerrilleros. Muchos trataron de ayudar a sus vecinos guardias civiles. Sentado en el poyo de la ermita de San Roque, en Bossòst, Eugenio Marqués Bersach, 15 años en 1944, recuerda que "los maquis" buscaron durante días a los dos guardias de su pueblo, Canejan. Se habían escondido en una cueva, uno de ellos estaba casado con una chica del pueblo y su cuñado les llevaba patatas para que no murieran de hambre. "Comida, los maquis no nos pedían", recuerda; "se la traían de Francia, pero la gente tenía mucho miedo. En parte por si había represalias por la guerra. Hay quien dice que se llevaron ganado. En mi pueblo, no. ¿Que si la gente habla de los maquis? Poco, pero acordarse se acuerda". También él se acuerda. En Girona, durante el servicio militar -"del 51 al 52, el último año del racionamiento"-, se encontró con, dice el nombre de carrerilla, el teniente Francisco Torrado Contreras: "Me contó que él era el que había sacado a los maquis del valle. No sé si sería verdad, pero cuando se enteró de que yo era de aquí me quiso dar un enchufe para las oficinas, pero yo apenas sabía las cuatro letras. Una lástima. En mi casa hablaba aranés. El catalán lo aprendí durante la mili, en Camprodón; el castellano, en la escuela. Pero iba poco". Había empezado como pastor a los nueve años. Así, dice con orgullo, se ganó el traje de la comunión. Entrado junio y hasta el 7 de octubre, feria de Salardú, se iba solo a la montaña con 600 vacas y dos perros. En invierno echaba una mano en casa a lo que saliera, cazando martas o cortando abetos. Trabajó hasta los 70 años. Ahora tiene 81. "Francisco Torrado Contreras era el nombre", repite entre dientes.

Pero la verdad es que el nombre era José Moscardó Ituarte, capitán general de Cataluña. Visto el fracaso de la adhesión popular, a los guerrilleros les quedaban todavía dos objetivos, y tan difíciles como el primero: tomar la Bonaigua y conquistar Viella, la futura capital del Gobierno legítimo. Moscardó se encargó de dar al traste con ambos. Él y Ricardo Marzo, el general de la División de Montaña destinado a reforzar los Pirineos ante la evolución de la guerra mundial, y también ante los rumores de actividad guerrillera. Después de un momento de sorpresa que, según el relato de su propio hermana, llegó a sacar a Franco de sus casillas, los refuerzos del Ejército franquista llegaron a la Bonaigua antes que los republicanos, los contuvieron a las puertas de Viella y se hicieron con el control de las obras del túnel. En poco tiempo se desplegaron en el valle 50.000 efectivos. Solo quedaba Pont de Rei, la puerta de salida. Todo terminó el 27 de octubre, nueve días después de haber comenzado. Santiago Carrillo, alto cargo del buró político del PCE, se reunió en Bossòst con el coronel Tovar y dio la orden de retirada. A la mañana siguiente, los guerrilleros regresaron a Francia mientras a sus espaldas se iba cerrando la frontera y, de paso, los libros de historia. El episodio se convirtió en un párrafo desleído en los apéndices de algunos estudios sobre la Guerra Civil.

Luego, el silencio.

La escritora Almudena Grandes recaló dos veces en uno de esos párrafos. Estaba en las memorias de Manuel Azcárate, miembro de la dirección comunista que preparó la invasión. La primera vez pasó de largo. La segunda se convirtió en una obsesión. Buceó en los pocos libros disponibles sobre el acontecimiento -los de Fernando Martínez Baños, Daniel Arasa, Secundino Serrano y Francisco Moreno Gómez- y en las memorias y biografías de todos los que tuvieron algo que ver en él. Décadas de desmemoria habían hecho muy difícil el trabajo de los historiadores. Ni siquiera hay un censo oficial de bajas. Muchas fuentes coinciden en fijar en 129 muertos las pérdidas del bando guerrillero. Algunos añaden 240 heridos y 200 prisioneros. En el Ejército, entre tanto, los muertos habrían sido una treintena. Pero todo son versiones.

El agujero de la historia era tan grande que por él podrían volver a pasar otros 4.000 hombres. El silencio de muchos de los protagonistas era tan clamoroso que en él cabía una novela de 700 páginas. Esa novela es Inés y la alegría (Tusquets), el primero de seis "episodios nacionales" sobre la resistencia antifranquista. En la entrega inaugural, Almudena Grandes narra la historia de amor de una muchacha de familia conservadora que termina uniéndose a los guerrilleros instalados en Arán, un valle que, explica, solo visitó con la novela terminada: "Si voy antes, corro el riesgo de que la realidad se me imponga. Usé los mapas de Google, me hice unos planos con flechas y datos -mi gran obra de ingeniería militar- y los colgué en la pared. Mi hija se reía de mí... Luego fui y todo encajaba". La mezcla de imaginación y documentación y la ausencia de testimonios sobre episodios concretos le permitió "volver al siglo XIX, inventar batallas; la de Vilamòs, por ejemplo".

"Me he tomado la libertad de dar mi versión porque no hay una versión oficial", dice la novelista. Junto a la trama amorosa, Grandes resume las claves de algo que pudo ser y no fue. Con personajes reales esta vez, el resultado es casi otra novela dentro de la novela: de espionaje, clandestinidad, supervivencia, crueldad diplomática y soberbia política. El choque de trenes entre, la frase se repite durante todo el libro, la historia inmortal y el amor de los cuerpos mortales: "129, algunos más o muchos menos, los soldados de la UNE que no lograron salir vivos de Arán, murieron para que nadie lo sepa", se lee en Inés y la alegría. "La Historia con mayúsculas de los documentos y los manuales los ha barrido con la escoba de los cadáveres incómodos".

Fue la incomodidad de muchos lo que cerró la puerta de la memoria. A Franco, que oficialmente trató siempre a los maquis de bandoleros, no le interesaba dar muestras de debilidad. La propaganda se encargó de ocultar que durante días la bandera republicana ondeó de nuevo en territorio español y que durante años su ejército no pudo hacerse con el control absoluto de los Pirineos. Los aliados, entre tanto, se desentendieron. De Gaulle, que no quería un segundo frente en el Sur, empezaba a ver como un problema a los miles de españoles armados que habían participado en la Resistencia y a Churchill le preocupaban casi más los comunistas que los nazis, que terminarían rindiéndose al año siguiente. Para entonces, Franco ya había declarado en una entrevista a la United Press que España nunca había sido fascista y que no tenía ninguna alianza con las potencias del Eje. La invasión del Valle de Arán fue declarado asunto de política interna y todos miraron para otro lado.

La dirección del partido comunista, por su parte, quiso, mientras pudo, nadar y guardar la ropa. En 1939, Stalin firmó con Hitler su tratado de no agresión y no quería a los dirigente del PCE en una Francia que terminaría siendo ocupada. Con el buró político dividido entre América Latina y la URSS, donde estaba Dolores Ibárruri, el partido quedó al mando de Jesús Monzón en territorio francés. Lejos de resignarse a sobrevivir, Monzón reconstruyó una organización tan numerosa como cohesionada que despertó en Moscú una mezcla de admiración y recelo. Él fue el cerebro de la Operación Reconquista de España. Con la invasión lanzada por el tobogán del otoño de 1944, Pasionaria ordenó a Santiago Carrillo, que se encontraba en el norte de África preparando la entrada en Málaga de un grupo de hombres armados, que se presentara en Francia. Durante días, todo fueron cautelas. No podían evidenciar que una maniobra así se había hecho sin que ellos estuvieran al corriente, por mucho que la consideraran una quimera, ni contribuir a que Monzón se llevara las mieles del triunfo si la locura era un éxito. Nadie movió un dedo para pedir a Stalin que lo moviera. El sueño iba camino de convertirse en pesadilla cuando se dio la orden de retirada. Nunca hubo una versión oficial, pero también el vacío tiene su traducción: durante los años que siguieron a la invasión, muchos de sus participantes fueron depurados por el PCE.

El penúltimo capítulo de una operación que "pudo haber cambiado para siempre el destino de España" fue, durante 60 años, el silencio. En él, dice Almudena Grandes, "perece la memoria de unos cuantos miles de hombres que arriesgaron su vida por la libertad y la democracia de su país. Ellos aportaron el único elemento íntegramente positivo de este episodio". En su casa de Madrid, después de mover los hilos imaginarios de una trama llena todavía de sombras, la escritora recuerda que en la historia del partido comunista hay "suficiente grandeza" como para que se reconozcan sin miedo sus "miserias". Luego vuelve por un instante al Valle de Arán, a octubre de 1944, y dice: "La llaman quimera, y en gran parte lo fue, pero podría haber sido otra cosa. Y fue tan efímera... Pudo ser importante y se deshizo en el aire...".

'Inés y la alegría', de Almudena Grandes, se publica a primeros de septiembre en la editorial Tusquets.

Las torres de las iglesias de Unha y Salardú (izquierda), escenario de un tiroteo entre guerrilleros y guardias civiles.
Las torres de las iglesias de Unha y Salardú (izquierda), escenario de un tiroteo entre guerrilleros y guardias civiles.JUAN MILLÁS

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Sobre la firma

Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

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