Enterrados por la basura
El mal llamado Parque de los Hermanos Collyer es un minúsculo solar de tierra en el que el Ayuntamiento de Nueva York plantó en su día una docena de sicomoros que crecen a la sombra de una altísima torre de viviendas de protección oficial, en pleno corazón de Harlem. En este mismo lugar se alzaba, hasta que fue destruida por orden judicial en 1947, la elegante mansión donde ocurrieron los sucesos protagonizados por Homer y Langley Collyer. Algún funcionario municipal con alma de poeta quiso inmortalizar así el recuerdo de los protagonistas de uno de los más extraños episodios de la historia local neoyorquina, repleta de por sí de episodios sumamente extraños. Seis décadas después de ocurridos los hechos, la historia de los hermanos Collyer sigue atrapando la imaginación de los neoyorquinos. Desde que se descubrieron los cadáveres de Homer y Langley en el interior de la casa hasta hoy han visto la luz un número considerable de libros, películas, obras de teatro y exposiciones que rememoran la historia de los fantasmales inquilinos del número 2078 de la Quinta Avenida. El último en rendir homenaje ha sido E. L. Doctorow, uno de los escritores norteamericanos más importantes de nuestro tiempo, quien con casi 80 años acaba de publicar una novela titulada precisamente Homer y Langley.
Cualquiera que haya pasado algún tiempo en Nueva York, sabe que la basura tiene aquí un significado muy especial
Las ratas eran los únicos seres capaces de desenvolverse con facilidad en el laberinto ciego que era la mansión
Todo empezó hace exactamente un siglo, en 1909. Entonces Harlem era un barrio exclusivo y elegante, ocupado por familias acomodadas de raza blanca, nada que ver con la situación de hoy. Aquel año, Herman Collyer, ginecólogo de profesión, y su esposa, Susie, cantante de ópera, se instalaron en un brownstone (construcción de arenisca granate de cuatro plantas muy característica de los barrios residenciales de Nueva York) ubicado en la esquina de la Quinta Avenida con la calle 128. Los Collyer tenían justificada fama de excéntricos. El padre de familia, sin ir más lejos, tenía por costumbre acudir a su consulta en canoa. Los tabloides de la época se hacen eco del sentimiento de aprensión que despertaba entre sus vecinos la visión de su silueta mientras recorría las calles con una piragua invertida en alto, como un extraño bípedo sin cabeza. El matrimonio Collyer aguantó en la casa de Harlem una década. Cuando el flujo de población afroamericana empezó a cambiar el perfil del barrio, los blancos iniciaron el éxodo a otros lugares de la ciudad. Homer y Langley decidieron no seguir los pasos de sus padres. Rondaban a la sazón los veinte años de edad. De momento, la servidumbre se quedó con ellos.
Durante algún tiempo llevaron una vida relativamente normal: estudios en Columbia University (Homer se graduó en derecho de almirantazgo, y Langley, que además tocaba el piano y era inventor, en ingeniería); los primeros empleos esporádicos; incluso llegaron a dar alguna fiesta de sociedad. Al morir sus padres, heredaron una fortuna que les permitió afrontar sin traumas la era de la Depresión. En 1932, Homer, el hermano mayor, perdió la vista y jamás volvió a poner un pie en el vecindario. Su hermano ideó para él una receta consistente en consumir cien naranjas a la semana, y aunque salía esporádicamente a la calle, procuraba estar la mayor parte del tiempo encerrado en casa con él. Fue entonces cuando comenzó la compulsiva acumulación de periódicos y revistas. Las publicaciones que los vecinos tiraban iban a parar a la mansión. Langley Collyer las ataba con cuerdas, formando con ellas murallas que llegaban hasta el techo. Su idea, le confesó a un reportero que se las ingenió para entrevistarlo, era crear un gigantesco periódico viviente en el que se resumiera la historia de nuestro tiempo para que la leyera su hermano cuando recobrara la vista. Las incursiones nocturnas que efectuaba Langley en la basura no se limitaban a las publicaciones periódicas. Su compulsivo afán le llevó a recoger toda suerte de objetos imaginables.
La reclusión de los hermanos Collyer adquirió tintes de leyenda. Se decía que la mansión encerraba lujos y tesoros propios de Las mil y una noches y que en su interior se alzaban montañas de dinero que los hermanos se negaban a depositar en el banco. La mezcla de repulsa y fascinación que inspiraban se traducía a veces en actos de violencia. Los diarios neoyorquinos se interesaron por los enigmáticos reclusos de Harlem, publicando crónicas que magnificaban la leyenda.
Los Collyer reaccionaron reforzando su aislamiento. Desconectaron el timbre de la puerta. Cortaron el teléfono. Sellaron las ventanas con gruesas tablas de madera y dispusieron un sistema de trampas-cable hábilmente ocultas en lugares estratégicos de la red de túneles de papel que iba creciendo en el corazón de las tinieblas en el que, literalmente, se convirtió la casa. Por falta de pago, los Collyer se vieron privados del suministro de agua, gas y electricidad. El ingeniero Langley recurrió a subterfugios, como instalar el venerable Ford T de su padre en el comedor a fin de que hiciera las veces de generador eléctrico. Por las noches se aventuraba en un parque vecino para proveerse de agua.
Desde entonces hasta que les llegó la hora de la muerte, la historia de los Collyer se resume en una palabra: basura. Día tras día, año tras año, se dedicaron a acumular la más disparatada variedad de objetos abandonados en los vertederos de la vecindad.
Cualquiera que haya pasado algún tiempo en Nueva York, sabe que la basura tiene aquí un significado muy especial. Es la metáfora de algo que no resulta fácil definir, tal vez el alma sucia de Manhattan. La idea me hace tratar de entender las razones que llevaron a Doctorow a escribir una parábola sobre los hermanos Collyer. No es casualidad que lo haya hecho precisamente ahora. Los difíciles tiempos que atraviesa en estos momentos la ciudad hacen pensar en los años de la Depresión, que es cuando tuvo lugar la historia de Homer y Langley. Sea como fuere, la basura fue lo que precipitó el final de los hermanos Collyer.
El 21 de marzo de 1947, a las 8.53, se recibió en la comisaría local una llamada denunciando que había un cadáver en el brownstone. Cuando la policía hizo acto de presencia, había más de 600 personas aglomeradas frente a la casa, de la que emanaba un hedor insoportable. Los intentos de forzar la entrada principal no dieron resultado. Hubo que arrancar los goznes de la puerta. Al retirar las hojas de caoba apareció una muralla de objetos metálicos incrustados en un muro de periódicos sin fisuras. Un agente desvencijó una ventana del segundo piso dejando al descubierto un muro igualmente impenetrable. Se inició entonces la laboriosa operación de vaciar la casa. Los únicos seres capaces de desenvolverse con facilidad en el laberinto ciego en que se había convertido la mansión eran las ratas.
El primer cadáver no tardó en aparecer. A primera hora de la tarde, los equipos de rescate dieron con el cuerpo de Homer, el hermano ciego y paralítico. Estaba sentado en una silla con la cabeza apoyada en las rodillas, debajo de una bóveda de papel. El pelo le llegaba a los hombros e iba vestido con un albornoz harapiento. El forense dictaminó que había fenecido de inanición la noche anterior, después de pasar varios días sin comer. Los doce diarios que se publicaban a la sazón en Nueva York dieron la noticia de la muerte en portada. El cadáver de Langley no fue localizado hasta más de una semana después. Un alud de periódicos lo había sepultado vivo, a un par de metros de donde se encontraba su hermano, esperando que le llevara la cena. Se había enganchado en el cable de una de sus propias trampas, provocando el derrumbamiento de un túnel de papel. Su cuerpo se hallaba en avanzado estado de descomposición, medio devorado por las ratas. Llevaba puestas tres chaquetas, cuatro pares de pantalones y una bufanda de arpillera. Iba sin zapatos ni ropa interior. Al cabo de 19 días de desescombro se habían extraído 103 toneladas de basura. La vivienda se encontraba en un estado de podredumbre tal que las autoridades sanitarias decidieron que lo mejor sería demolerla.
La compleja operación de vaciar las entrañas podridas de la casa sacó a la luz la más delirante variedad de objetos que quepa imaginar. El catálogo que sigue es meramente indicativo: rastrillos, paraguas, bicicletas, cochecitos de niño, toda suerte de cajas y cofres, una colección de armas, lámparas (de pie, de araña y de pared), juegos de bolos, la capota de un landó; maniquíes, postales de chicas pin-up, bustos de escayola, retratos al óleo, una estufa de queroseno, 25.000 libros (de los cuales 2.500 eran de derecho), frascos con vísceras humanas, cientos de metros de sedas, brocados y damascos, alfombras, tapices, cuadros, relojes, una quijada de caballo, instrumentos musicales (banjos, cornetas, acordeones, un clavicordio, dos órganos, cinco violines y catorce pianos, verticales o de cola), partituras en Braille, cajas de música, un antiguo aparato de rayos X, instrumental clínico y quirúrgico, trenes y aviones de juguete, el viejo Ford T y la piragua de Herman Collyer...
¿Qué permite concluir esta delirante relación?, me pregunto, pensando en Doctorow y su novela. ¿Qué nos dice la historia de Homer y Langley Collyer acerca de nosotros mismos? Tal vez carezca de sentido forzar ninguna explicación. Doy por terminado este artículo y bajo un momento a la calle. Es entonces cuando interviene el azar. Al cabo de unos minutos, en la confluencia de la calle 10 con la Sexta Avenida, distingo la silueta inconfundible de Doctorow. Nos conocemos de otras veces. Me acerco a él. "Acabo de escribir algo sobre su última novela", le digo, incapaz de ocultar mi agitación. "Mejor dicho, sobre Homer y Langley". Doctorow sonríe, sin decir nada. "¿En qué consiste el misterio?", le pregunto a bocajarro. "Cuando ocurrió todo eso", responde, "yo no era más que un niño. La historia de los hermanos Collyer se me quedó enquistada en la imaginación durante todos estos años. No me quedaba más remedio que escribir el libro para tratar de entenderla".
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