¿Qué fue de David Bowie?
De repente, descubro una ausencia. Y no es un vacío menor: sin anunciarlo, David Bowie parece haber dejado el mundo de la música. Su último disco largo fue Reality, en 2003; dado que no pasaban dos años sin lanzar algo nuevo, esto suena a retiro. Recordemos: en 2004, durante la Reality Tour, el corazón le dio un susto y debió someterse a una angioplastia en un hospital alemán. Posiblemente, le pasaban factura los años de tabaco y cocaína, aparte del ritmo de trabajo.
Cortó la gira y cerró el grifo de la música. Ha hecho algunas apariciones puntuales, al lado de Arcade Fire, Alicia Keys o David Gilmour. Y poco más: voces en las versiones de Tom Waits de cierta actriz, temas para Hollywood, algún favor para el productor Tony Visconti. Nada comparado con su habitual tendencia a funcionar como salsa de todos los guisos.
Puede jubilarse, cierto: tiene 62 años y posee una enorme fortuna, gracias a controlar su obra (y atreverse con algunas audaces jugadas financieras). Pero David rompe los esquemas. Aquí, nos gusta pensar, no se retira nadie: el escenario es droga dura, hay que defender el legado, el arte da sentido a la vida, etcétera. Además, Bowie no se contentaba con ejercer de cantante. Con sus antenas, era el cool hunter ideal. Desde su debut -¡en 1964!- exploraba sucesivos sonidos y estéticas, que nos devolvía en embalajes seductores. La lista de sus encarnaciones resulta intoxicante: mod, hippy, agitador underground, femme fatale, glam boy, rockero duro, estilista retro, soulman, experimentador techno, cyberpunk...
Iba kilómetros por delante del resto. Hasta que, ay, perdió el paso. Tras alcanzar máxima popularidad, con el glorioso Let's dance (1983), sacó discos como si fueran, en jerga mercadotécnica, meros "productos". Tanto Tonight (1984) como Never let me down (1987) contenían canciones apreciables pero carecían de espíritu visionario. Una barroca gira -la Glass Spider Tour- confirmó que Bowie había perdido su habilidad para sintetizar el zeitgeist cultural.
Cuando percibió la enormidad del patinazo, se propuso hacer penitencia, integrándose en el seno de un cuarteto, Tin Machine. Tal pretensión de recobrar un perfil bajo era misión imposible; sólo duró dos discos. Reconozco debilidad por aquel proyecto. Quizás les falló el timing: debutaron en 1989, poco antes de que se supiera que el rock sucio estaba renaciendo en Seattle. Y equivocó el look: en vez de camisas de leñador, iba de broker de la City londinense.
Egoístamente, para un periodista musical, el repliegue de Bowie resulta desastroso. Era magistral en las entrevistas: te proporcionaba titulares y te hacía fugaz cómplice de sus dilemas. Compartía contigo fabulosas anécdotas, que narraba con gesto de no-puedo-creer-que-yo-hiciera-esto: aquella vez que, en compañía de Dennis Hopper, visitó a Iggy Pop, ingresado en un psiquiátrico; convencidos de que su amigo necesitaba desahogarse, le colaron un surtido de drogas, saboteando el tratamiento.
Usaba trucos para congraciarse con los entrevistadores. Cuando terminaba el tiempo asignado para la charla, un ayudante le avisaba de que ya había llegado el siguiente plumilla. Bowie respondía que lo sentía, pero se lo estaba pasando tan bien que iba a alargar un poco el encuentro. El periodista se hinchaba como pavo real, pero, pude comprobarlo en un descuido, esas prolongaciones estaban previsoramente minutadas y programadas en su hoja de actividades.
Sospecho que, con el tiempo, también David perdió el filo como entrevistado. Te hacía ver que dominaba las últimas tendencias pero había perdido el entusiasmo por crear música; sólo se animaba cuando divagaba sobre arte moderno. El problema no era que aquí se le notara la pedantería; lo malo es que pretendía ir de aficionado corriente. Terminó aquella entrevista preguntando por las horas en que se abría el Guggenheim, "para aprovechar mejor mi próximo viaje a Bilbao". Como si no supiera que, siendo vos quien sois, el museo se le abriría a capricho. Le prefería haciendo barbaridades con Dennis Hopper.
Babelia
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