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GUANTES
Columna
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Otro mundo perfecto

El dolor de esperar se merece al menos el placer de recibir. Todo sucede tarde o temprano. Si no nos pusiésemos entre el tiempo, si no fuésemos tan impacientes, el tiempo no nos haría tanto daño. Cualquier niño en la playa aprende que las olas se vencen mejor agachando la cabeza, dejando que la espuma nos supere. Así el tiempo nos irrita más de lo que debería. Nos dice Ángel González García, en su hermoso ensayo Arte y terror, que aquello con lo que nos tienta el Diablo suele estar al borde del abismo.

Uno pensaría que el Diablo tiene prisa.

Si alguien considera que es posible arreglar algo en su vida, no tendrá más remedio que viajar al pasado, el futuro no admite remiendos. Lo que H. G. Wells nos cuenta es que el futuro ya ha sucedido y que mereció la pena. Adivinar es comprender el futuro al revés.

Apostar por el demonio es jugar sobre seguro y no perder nunca"

Ahora que Ballard ha muerto no nos queda más que el resto del tiempo. Habrá que aprender a esperar. No deja de ser curioso que en nuestros mejores sueños nos otorguemos una y otra vez el papel de protagonistas, mientras que en nuestras peores pesadillas ese papel se lo regalamos inocentemente a los demás. Habría que aceptar que en ese mundo mejor que imaginamos tampoco nosotros tendríamos cabida.

Ballard tenía el coraje de situarse en el centro de sus pesadillas y no en el papel de víctima precisamente.

Frentismo es una palabra extraña que resuena últimamente como sustituto de enfrentamiento y viene a decirnos que el paraíso nos incluye y el infierno es cosa del vecino. Sería bonito, pero no parece probable. Apostar por el demonio es jugar sobre seguro y no perder nunca; si resistimos, hemos vencido; si caemos, es culpa del demonio. El eterno debate entre herencia y aprendizaje, genética y sociedad, se resuelve distribuyendo equitativamente la culpa, aliviando la responsabilidad.

La prensa y la psicología coinciden en primar el bienestar de sus clientes por encima del malestar que produce aceptar las verdaderas responsabilidades. El que paga, manda. La culpa, si la hay, es cosa de los otros. El logro, si sucede, es cosa nuestra. Nos vamos convirtiendo poco a poco en adultos infantiles. Incluso la mayor de las responsabilidades, el Gobierno, se dedica sistemáticamente a la caza de culpables a los que atribuir sus propios fracasos. También la cultura, que por naturaleza habita al otro extremo del determinismo biológico, se escuda con frecuencia en el infierno de lo ajeno. Así, la cultura, tratando de defenderse, asume su propia incapacidad para existir como respuesta libre frente a lo determinado.

Cabría decir que asume alegremente su propia impotencia.

A diario vemos con tristeza cómo la cultura acepta su papel de víctima como el niño que llora contra lo ajeno, reconfortado por lo propio, pegadito a las faldas de su madre.

Sé que esto suena malvado, pero la maldad, como sabe cualquier verdugo, es parte del oficio.

Del oficio de verdugo.

Comprender la historia es incluirse en ella, no esquivar el peso de nuestras acciones. La inocencia es tan cara que no se podrá pagar tampoco en el mejor de los futuros, ese en el que tan arrogantemente nos incluimos. En ese otro mundo mejor que imaginamos, volveremos a ser culpables de lo nuestro.

Pero no conviene envenenarse, porque el veneno es inútil y eso lo saben todas las serpientes, que cuando matan ya están muertas. O al menos tan cerca de la muerte como han decidido situarse.

Al fin y al cabo, todos nos soñamos mejor de lo que somos, y por eso hay amor y por eso hay naciones, y canciones.

Y por eso, supongo, ignoramos con tanta frecuencia que los demás somos nosotros.

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