Juan Marsé, fabulación y memoria
El escritor recibe el Premio Cervantes y reivindica la literatura hecha de buenas historias - El novelista critica la "nefasta influencia" educativa de la televisión
La última palabra de Juan Marsé en su discurso de recepción del Premio Cervantes fue belleza. De eso trata, vino a decir, su trabajo: de persistir en la búsqueda de algo que tiene que ver "con alguna forma de belleza". Media hora antes de pronunciar esa palabra Marsé se había subido al púlpito del paraninfo de la Universidad de Alcalá, un lugar que, como diría uno de sus personajes, es más pequeño que en la tele. El autor de Si te dicen que caí dijo hace días irónicamente que, entre otras muchas cosas, del Cervantes le hacía ilusión hablar desde un púlpito. Pero empezó nervioso. La boca seca, los folios golpeando el micrófono.
"Nunca me vi donde ustedes me ven ahora. Los que me conocen saben que me da bastante apuro hablar en público", advirtió nada más saludar a una audiencia en la que faltaban sus amigos muertos -Gil de Biedma, Barral, García Hortelano, Ángel González- y Carmen Balcells. A ésta, convaleciente de un accidente doméstico, se dirigió con una ocurrencia de Groucho Marx: "Me has dado tantas alegrías, que tengo ordenado, para cuando me muera, que me incineren y te entreguen el diez por ciento de mis cenizas".
Alabó, como Ezra Pound, "el esmero en el trabajo y el cuidado de la lengua"
Si la literatura, como dicen los manuales, es un triángulo formado por el escritor, la escritura y la realidad, Juan Marsé (Barcelona, 1933) habló de las tres. Y lo hizo, pese al chaqué, quitándose importancia, con una mezcla de humildad e ironía. El Rey lo resumió con una palabra: autenticidad. Don Juan Carlos puso la anécdota de la mañana. Empezó su discurso saltándose el turno de la ministra de Cultura, Ángeles González-Sinde: "Hoy las letras españolas...", arrancó. Luego paró y dijo sonriendo: "Se ve que ya..."
Si la ministra, en un discurso que destacó por su altura literaria, habló del premiado como de un escritor hecho a sí mismo capaz de "engarzar la ternura y lo canalla", el propio autor de Rabos de lagartija recordó su ingreso a los 13 años en un taller de relojería. Allí estaba, relató, cuando publicó sus primeros cuentos en Ínsula y su primera novela en Seix Barral, la editorial en la que fue recibido como el "escritor obrero" que faltaba en el catálogo. Eran los años del realismo social, y él cumplió las expectativas artísticas; las sociológicas no. Y eso que es un firme partidario del realismo, "el único lugar donde puedes adquirir un buen bistec".
La cita es de Woody Allen, una de las autoridades invocadas ayer por Marsé. Otra de ellas fue Ezra Pound: "El esmero en el trabajo, el cuidado de la lengua, es la única convicción moral del escritor". En eso se resume la teoría literaria de alguien al que la metaliteratura le deja "frío" porque la cocina del escritor nunca le ha parecido, apuntó, "un sitio muy cómodo para recibir visitas". Ayer, además, subrayó un viejo aviso: "No me considero un intelectual, solamente un narrador".
Hechas todas las advertencias, el creador del Pijoaparte puso sus ojos en el mundo sin quitarlos de su propia vida. Así, destacó la riqueza que supone "la dualidad cultural y lingüística de Cataluña". Si él es un "catalán que escribe en lengua castellana" lo es, dijo, porque en esta lengua "ha mamado los mitos literarios y cinematográficos, la que ha dado alas a la imaginación".
Poco antes, Marsé había criticado la "nefasta influencia cultural y educativa" de la televisión. En la última fila del paraninfo escuchaba sus palabras Luis Fernández Fernández, presidente de RTVE. Poco después se refirió a las armas de destrucción masiva, que "resultaron ser un par de zapatos". En la mesa presidencial estaba Esperanza Aguirre.
La guerra de Irak le sirvió para destacar una de las grandes enseñanzas del Quijote, un libro que él compró "en cómodos plazos" a un vecino y que leyó a los 16 años sentado los domingos por la tarde en el parque Güell. La enseñanza es ésta: las cosas no siempre son lo que parecen. Algo que él mismo pudo comprobar al contrastar la realidad de la posguerra con lo que el régimen de Franco decía que era esa realidad. Eran tiempos en los que la memoria colectiva estaba "sojuzgada, esquilmada y manipulada" y en los que había que quemar los libros peligrosos. El novelista contó ayer cómo su padre expurgó los suyos.
A su reivindicación de la memoria, Juan Marsé añadió una defensa de la imaginación: "Son dos palabras que van siempre entrelazadas, y a menudo resulta difícil separarlas". Además, dijo, una excesiva dosis de realidad puede resultar indigesta, "incluso para un adicto a la realidad y al bistec como Sancho y como yo".
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