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LA ZONA FANTASMA
Columna
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Los que llevamos la nave

Javier Marías

Para cuando se publique esta página, espero estar de regreso sano y salvo. Cuando la escribo, falta poco para que me embarque en un avión rumbo a Santiago de Chile, lugar que se me aparece ahora como el fin del mundo y en el que -lo siento- no sé qué se me ha perdido, por mucho que sí lo sepa y pueda reconstruir con precisión las circunstancias que el pasado agosto me llevaron a aceptar este disparate al que me enfrento. Ya sé que hay millones de personas para las que algo así no tiene nada de particular, y que efectúan desplazamientos aún más largos continuamente. A ellas me aferro: me acuerdo de los tenistas y de los cantantes de ópera, que van de aquí para allá casi todas las semanas de su vida. De los políticos, que cada dos por tres se trasladan al quinto pino para verse con sus homólogos o asistir a la toma de posesión de un Presidente remoto. De muchos colegas míos, que van cada año encantados a las Ferias del Libro de Buenos Aires, Cartagena de Indias o Guadalajara de México. De las masas de turistas que se mueven por el mundo como ardillas voladoras o como superratones, y que en Navidad marchan a Bali, a Cancún en cualquier puente y en Semana Santa al Cañón del Colorado. "La gente vuela sin parar y hace largos trayectos", pienso. "A la mayoría no le ocurre nada, y se monta en las infernales máquinas como en un taxi".

"A poco que uno indague, descubre que hay individuos que lo pasan fatal en un avión"

Bueno, esa es la apariencia. A poco que uno indague, descubre que también hay millares de individuos que, como yo, lo pasan fatal cada vez que se encierran en un avión, más aún si es para cruzar el océano, y que se pasan las interminables horas pensando: "¿Qué diablos hago en mitad del Atlántico? Porque es ahí donde estoy, no me engañan". Durante los últimos años, además, he logrado evitar esta clase de viajes con variados pretextos: que si estaba escribiendo una novela muy larga y no podía desconcentrarme durante un par de semanas; que si no estaba dispuesto a visitar los Estados Unidos mientras Bush Jr los gobernara; que si encontrarme en un festival literario con más de cien escritores me parecía un preanuncio del infierno. Entre unas tonterías y otras, hará unos diez años que no atravieso ese océano, de lo cual me arrepiento ahora un poco, pues, al haberme desacostumbrado, la cosa me parece no una montaña, sino los Andes, que por cierto habré de sobrevolar de Santiago a Buenos Aires, quién me manda.

Sin embargo he padecido épocas peores, en las cuales me comportaba como un niño -para mis adentros, descuiden, nunca he protagonizado una escena de pánico, ni me he bajado de un aparato a punto de despegar, como mi amigo Antonio Gasset hace mil años, al que admiro por ello-. Para empezar, intentaba hacerme a la idea de que estaba en un autobús o en un ascensor, para lo que era fundamental no mirar nunca por la ventanilla, ni de reojo. Compraba el periódico-sábana más grande que hallara en el quiosco para llevarlo desplegado durante todo el vuelo, fingiendo leerlo, y que sus páginas me taparan hasta el último resquicio de vacío. Desarrollé manías que me suena haber contado alguna vez en otro sitio: me parecía un mal augurio que algún pasajero estuviera de pie en el pasillo mucho rato, charlando con sus amistades, y si ese pasajero era japonés el augurio se me convertía en pésimo, no por racismo, sino porque los japoneses dan la impresión de no ser muy conscientes de los peligros a que se exponen … o que causan (no en balde inventaron los kamikazes). Como en esos estrechos tubos no hay madera, llevaba cerillas de ese material para tocarlas, hasta que algunos lectores y amigos benévolos me regalaron unas piececitas de diferentes maderas que pudiera manosear a gusto. Esta última costumbre -la verdad- no la he abandonado, así que alterno unas que llevan en francés sus respectivos nombres, y al iniciarse cada despegue pienso como un idiota: "A ver cómo te portas, acajou, o santal, o padouk, o bois de rose", según cuál me acompañe (una para la ida y otra para la vuelta, por lo menos). Sí, lo confieso: les hablo en silencio a los trocitos de maderas nobles, como un anormal y encima cursi, por lo del francés sobre todo. Ni que decir tiene que me pasaba los vuelos con la agotadora sensación de ser yo quien conducía el aparato y de que de mi tensión, esfuerzo y alerta dependía que llegáramos a buen puerto. Me contaban que los pilotos suelen ir tan tranquilos la mayor parte del tiempo, y oscilaba entre no creérmelo y pensar: "Ya pueden; se desentienden de todo porque soy yo quien lleva la nave, a cuestas prácticamente".

He hablado en pasado como si estuviera ya libre de incurrir en estas supersticiones ridículas. Ahora que se me avecinan doce horas en el aire no estoy muy seguro de si no tendré que recuperar el presente de indicativo. Si me atrevo a contarlas aquí es porque tampoco ustedes me engañan: sé que una gran parte, cuando vuela, va pensando parecidas sandeces y que es gracias a nosotros como el avión se sostiene y no se cae. Normalmente. (Y toco madera.)

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