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Reportaje:

La aventura del petróleo

Jesús Rodríguez

El petróleo no se ve. Y si se ve, mal asunto. Es mejor echar a correr. Lo siguiente puede ser una explosión. El petróleo ni se ve ni se toca. Ni siquiera se olfatea. Es invisible. Va del yacimiento a la tubería, de la tubería a la planta de procesamiento, de ahí al oleoducto y del oleoducto a la refinería. Bajo tierra. A una presión y temperatura controladas por ordenador. Fiscalizado por mil válvulas de seguridad. Es la primera lección que se aprende en el campo petrolífero de El Sharara, operado por Repsol, en lo más profundo del desierto de Libia.

Nos hemos posado sobre una pista de aterrizaje que parece una cicatriz de asfalto en mitad de la nada color canela dispuestos a ser testigos de cómo salta el crudo desde lo alto de la torre de perforación y empapa a los trabajadores al mejor estilo Hollywood. Idea errónea. Es una escena del pasado. No hay forma de contemplar el oro negro. En El Sharara todo tiene la blanca asepsia de la industria farmacéutica. Gabino Lalinde, el ingeniero que nos acompaña, es inflexible. Ver el petróleo va contra las normas. Es peligroso. Y poco estético para la compañía. Tras muchas dudas, acciona con timidez el grifo que proporciona muestras al laboratorio y salta un chorro informe. No es negro. Es pardo. Con reflejos dorados. Huele a aceite de coche. Es un crudo ligero, de gran calidad, como la mayor parte de los hidrocarburos de los países árabes. Me impregno las manos; apenas mancha; está caliente y hay cierto placer en acariciar ese puré viscoso, casi vivo, que se incubó hace 50 millones de años. Ha dormido generaciones atrapado a kilómetro y medio de profundidad. Ha sido dominado por el hombre. Y mueve el mundo.

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El planeta consume cada día 86 millones de barriles de petróleo. 13.675 millones de litros como el que acaba de escupir esa humilde espita en mitad del desierto. Más de dos por habitante. "El petróleo es la sangre de la tierra" (dice Hassan Said, un viejo perforador tuareg) que proporciona el 95% de la energía que mueve nuestro transporte. Ha sido desde hace un siglo el motor de la humanidad. Aunque esté también agazapado a la sombra de cada lucha por el poder. Invasiones y golpes de Estado. De la despiadada especulación. Graves heridas medioambientales. Y guerras privadas como la provocada en Irak (que posee las segundas reservas mundiales) por George W. Bush y Dick Cheney, dos viejos capataces de la industria. El petróleo ha tenido su parcela de protagonismo en cada segundo de historia desde la II Guerra Mundial. Abre los informativos. El planeta tiembla cuando escucha que se acaba; su precio se dispara o se desploma; el suministro se expande o ralentiza; China e India demandan cantidades nunca vistas o dejan de hacerlo. Es un mundo dentro del mundo. "La sangre de la tierra".

Con su lenguaje y reglas de juego. Y una enrevesada trastienda tecnológica que rivaliza con la carrera espacial. Códigos no siempre fáciles de entender para el recién llegado. La industria del petróleo es un laberinto. Para empezar, todos los pesos y medidas del negocio se proporcionan en dólares, pies, pulgadas, libras, galones y grados Fahrenheit. Lo que provoca el primer despiste. Sobre el terreno, nada es lo que parece. La cabina desde la que se dirige la perforación es "la caseta del perro"; el perforador, "el hombre del freno"; el operario apostado en la torre para encajar las tuberías, "el hombre mono"; el responsable del pozo, "el hombre de la compañía"; el mecanismo que cierra un pozo, "un árbol de Navidad"; las llaves que regulan la entrada de crudo para su producción, "un piano de válvulas"; el petróleo de calidad es "dulce". Y las faraónicas compañías del sector, "las Siete Hermanas". Por si fuera poco, hay un complejo vocabulario técnico que asigna un misterioso término a cada mínimo artilugio. Y a cada operario según la misión que desempeña.

La industria nació en Estados Unidos, a caballo de California y Tejas, a mediados del siglo XIX. Desde allí se trasladaría a los cinco continentes. Como un monopolio financiero, técnico y humano de los norteamericanos. La terminología del negocio es heredera de la jerga de aquellos pioneros del lejano Oeste que horadaban con torres de madera, el revólver al cinto y la Biblia en la mano. Trabajaban a ciegas. Si descubrían petróleo, corrían a adquirir los terrenos vecinos. Si perforaban un agujero seco, seguían su camino. Hoy es posible toparse con profesionales del petróleo desde Brasil hasta Indonesia pasando por Nigeria y la tundra. Y manejan un estilo de vida similar. En la mesa de perforación del pozo Great Wall 181, perdido en el desierto de Murzug, en Libia, el supervisor es peruano; sus hombres, chinos, filipinos, nigerianos y británicos. Todos llevan el mismo mono rojo teñido de grasa. Han coincidido en otros países. Son el ejemplo de un negocio peculiar e interracial.

Hombres orgullosos; tipos duros, solitarios, huraños; multidivorciados: no hay familia que aguante tener al cabeza de familia 28 días en casa y a continuación 28 desaparecido en algún lugar sin nombre; bregados en los rincones más dispares del planeta; que han trepado por el escalafón desde parias del pozo (roustabouts y roughnecks), por 1.000 dólares, hasta lograr la corona de driller (perforador). Y cobrar por resultados. "No somos gente fácil. Tenemos el colmillo retorcido", confiesa Luis Menéndez, un ingeniero de minas de 34 años que dirige una plataforma en el golfo de México. "Continuamente tomas decisiones; no desconectas; hay mucho dinero en juego y cada solución debe ser la acertada; no sólo por los beneficios, también por la seguridad. Es un negocio caro y peligroso. Y eso forma el carácter".

-¿Aguantará mucho a ese ritmo?

-Mientras siga soltero me seguirán dando este tipo de trabajo, y mientras siga con este tipo de trabajo seguiré soltero.

Se juegan la vida a miles de kilómetros de sus familias. Lo saben. Ninguno menciona esa posibilidad. Un pozo de petróleo es un complejo proceso industrial donde se desarrollan multitud de tareas peligrosas en el mínimo espacio. En la mesa de perforación; 15 metros cuadrados. Siempre es posible un incendio. Un escape. O que una tubería de acero de 800 kilos, de las que en el pozo 181 nos rozan la coronilla, se desplome sobre tu cabeza. Esa dureza de la profesión, los sueldos elevados y la globalidad del mercado de trabajo, que a menudo se desarrolla en países inestables, les dan un aura de mercenarios. Soldados de fortuna. Lobos esteparios.

Encarnan el lado épico de la industria. Más allá de la geopolítica y la especulación salvaje de los barriles de papel de Wall Street, debajo de cada chincheta en el mapa de una gran corporación petrolífera hay un centenar de estos tipos de carne y hueso, casco calado, mono sobado, botas Red Wings y barba de días. Hace años que dejaron de mascar tabaco. El alcohol está vedado en los pozos. Y las drogas, ni mentarlas. Pero conservan su leyenda de chicos malos. Hay una máxima en el negocio que aún es ley: "La fortuna favorece a los más bravos".

A bordo del helicóptero que nos conduce desde Fourchon, un mortecino poblado del Estado de Luisiana surgido en torno al crudo, hasta la plataforma de perforación Stena Drillmax, 330 kilómetros mar adentro, en el golfo de México, ningún petrolero abre la boca. Su horizonte son 28 días aislados en mitad del océano. El piloto, Hunter Martínez, un corpulento veterano de Vietnam con pinta de saurio, evoluciona sobre la costa machacada por los huracanes antes de enfilar mar abierto. Surgen entre la espuma las primeras plataformas offshore. En esta región hay más de 4.000.

El plano del golfo de México elaborado por el Minerals Management Service (MMS), dependiente del Ministerio del Interior de Estados Unidos, muestra una esmerada retícula en la que cada cuadradito, de 25 kilómetros cuadrados de superficie, supone una cesión de los derechos de explotación de ese espacio a una petrolera por parte del Gobierno. Hay miles. El concurso público es el procedimiento de concesión. Cada compañía cuenta con unos mínimos datos geológicos y sísmicos sobre los bloques que se ofrecen en subasta facilitados por el Gobierno. Y, lo que es más importante, con su propia información confidencial sobre las probabilidades de que haya petróleo. La clave es tener más detalles que la competencia en el momento de acudir a la subasta. Echar el ojo a ese cuadradito en el que nadie se ha percatado. Y pujar. Y ganar. Las ofertas oscilan entre 10 y 30 millones de dólares el bloque. A partir de ese momento, la pelota queda en el tejado de la petrolera que gana la concesión; debe realizar pruebas geológicas y geofísicas, perforar en el lugar adecuado, descubrir crudo en el menor tiempo posible, calcular el tamaño del yacimiento perforando nuevos pozos, estimar si su explotación es rentable en calidad y número de barriles; adquirir los bloques contiguos sin hacer ruido y ponerse manos a la obra sin perder un segundo. Entre el descubrimiento del crudo y la extracción del primer barril pueden pasar 15 años. Desarrollar un campo puede pulverizar una inversión de 3.000 millones de euros. Las posibilidades de encontrar petróleo nunca exceden del 25%. Luego están las condiciones que cada Estado imponga a los adjudicatarios. Las autoridades de Estados Unidos exigen a las petroleras la sexta parte de los barriles producidos en sus aguas. "Es un negocio para ricos", define Fran Ortigosa, un directivo de Repsol en Houston. "Sólo una gran corporación puede acometer una inversión que durante años puede estar sin reportarle ningún beneficio sin entrar directamente en números rojos".

El destino de nuestro helicóptero es el bloque 871. El pozo Buckskin. Dos horas de vuelo. Entre las nubes, a unos cientos de metros, la Stena Drillmax surge en soledad. Es un paquebote de un azul luminoso de 228 metros de eslora con la cubierta repleta de grúas, tubos y enormes torres de perforación. Quita el aliento. Una tubería desciende desde una de las torres a través de 2.100 metros de agua y perfora el lecho marino 6.000 metros. Se trabaja 24 horas al día. 365 días al año. Se rumorea que el crudo puede estar cerca. Por la noche, su perfil iluminado tiene algo de verbena de pueblo. La plataforma no se puede desplazar un centímetro fuera de un radio prefijado. En caso contrario se rompería la tubería. Y provocaría una catástrofe. Sin embargo, la Stena no está anclada. Varios motores la mantienen dentro de la posición exacta en torno a la tubería de perforación, que debe mantenerse recta y en tensión, según las coordenadas que se reciben por satélite.

Repsol, la compañía operadora del bloque 871, paga un millón de euros diarios por el alquiler de la Stena y la subcontrata de los equipos, desde el submarino por control remoto (que maneja Mónica Goulart, la única mujer a bordo) a los servicios de geología e ingeniería. Tiene contratada la plataforma cuatro años con uno más de prórroga. Salió del astillero coreano Daewoo hace un año. Es propiedad de una empresa escocesa. Se estrenó en febrero perforando en aguas de Brasil. En agosto llegó al golfo de México. Ha sufrido dos huracanes. No puede parar. Su taxímetro no se detiene, perfore o no.

Hunter Martínez toma tierra en el minúsculo helipuerto guarecido por bomberos filipinos de mono ignífugo amarillo y máscaras plateadas. El helicóptero se agita como una coctelera. La maniobra pone los pelos de punta. Una lluvia tropical golpea la cubierta. La Stena está certificada para perforar en las peores condiciones. Con vientos de 100 kilómetros por hora y olas de 15 metros. Y temperaturas de menos 20 grados. Su plantilla se compone de 180 personas de 20 nacionalidades que trabajan sobre un pozo que está ocho kilómetros bajo sus pies. Estamos en la última frontera tecnológica de la industria petrolera. Aquí se juega al límite. El ingeniero Luis Menéndez describe la Stena como "un Ferrari de las plataformas".

La era del petróleo fácil, barato e ilimitado es historia. El crudo se agota. Tarda millones de años en crearse. Toca perforar más hondo, con peor meteorología y en entornos más agresivos. En yacimientos más pequeños y menos generosos. Con mayores inversiones y menos probabilidad de éxito. Sin olvidar el severo corsé de las regulaciones medioambientales, ignoradas durante décadas por la prepotente industria petrolera, que hoy son de obligado cumplimiento. La primera crisis de la historia del petróleo, en 1973, despertó a los países occidentales del sueño de un crudo inagotable a precio de saldo. En días cuadruplicó su precio. Ya nada sería igual. Íbamos a sudar cada barril. Frente a la inestabilidad política de las reservas de Oriente Próximo, las petroleras occidentales dirigieron su vista al océano: el 70% del territorio del planeta. Desde el mar del Norte hasta el golfo de México, pasando por el golfo de Guinea, el litoral de Brasil y el Ártico. Territorios vírgenes con millones de barriles en sus profundidades. Se reactivó la industria offshore. Congelada desde finales de la II Guerra Mundial por su alto coste y las limitaciones industriales del sector. Por aquel entonces, el fondo de los océanos era un territorio en sombra; inexplorado e inaccesible. Las petroleras invirtieron decenas de miles de millones de petrodólares en investigación. A los científicos del offshore les gusta comparar la evolución tecnológica de la industria del petróleo con la conquista de la Luna: "Hemos encontrado un planeta en lo más profundo del mar".

Comenzaron a perforar cerca de la costa, en aguas someras, en Brasil y el golfo de México. Cuando agotaron esas reservas, fueron más lejos, a zonas abisales, rincones donde nadie nunca imaginó llegar. Hoy, el récord de profundidad de perforación supera los 3.000 metros de agua y 7.000 en el lecho marino. En esas condiciones, practicar un pozo cuesta entre 30 y 130 millones de dólares, frente al millón de dólares de un pozo convencional. Producir un barril de crudo en Arabia o Libia le cuesta a una petrolera menos de cinco dólares. Y en aguas profundas, entre 20 y 50. Durante la década de los noventa, con un barril barato entre 10 y 20 dólares, las petroleras dejaron de explorar. La tendencia cambió con el milenio. Es la ley del péndulo de la industria petrolera: a barril más bajo en el mercado, menos inversión en tecnología y menos exploración. Y viceversa. Sólo con un barril al precio que ha alcanzado en los cinco últimos años (de 40 a 147 dólares) se puede acometer una aventura de esta envergadura. Hoy, en la industria petrolera, para ganar mucho hay que rascarse el bolsillo.

La Stena Drillmax, la plataforma sobre la que acabamos de aterrizar, tiene un precio de 500 millones de euros. Complejísimos sistemas antiincendio; balsas salvavidas como submarinos; muros para proteger a las personas y equipos del fuego y las inclemencias del tiempo; las barandillas están climatizadas; las dependencias, insonorizadas; las tareas más duras las realizan robots; cada mínimo proceso industrial está controlado por pantallas táctiles. Todo está pensado para la seguridad de sus ocupantes. Y, por supuesto, de la inversión. La seguridad es una obsesión. Nada más saltar del helicóptero, tras recibir un entrenamiento de cómo escapar de esta ciudad flotante en caso de catástrofe (antes de partir hemos recibido otro de cómo se abandona un helicóptero si se precipita al océano), dos oficiales nos toman a su cargo. No nos pierden de vista a lo largo de dos jornadas. Nos recordarán a cada segundo que nos pongamos las gafas protectoras; los tapones en los oídos; el casco; los guantes; nos agarremos a las barandillas; nos mantengamos lejos del hueco del pozo; no nos asomemos por la cubierta; no nos acerquemos al torbellino del helicóptero. En una plataforma, uno vuelve a ser un niño.

Son dos perros viejos del petróleo. Se ignoran entre ellos. Aquí nadie sabe nada de nadie. La gente trabaja, come y duerme. Quema adrenalina en el gimnasio. Y consume televisión. Y vuelta a empezar. Un mes en el limbo. Tachando fechas sin sentido. Darren Merit, un escocés fibroso de mirada de hielo, tiene 41 años, lleva toda su vida en el negocio y vive en una playa levantina. No sonríe. Da órdenes. René Toups nació en Luisiana hace 36 años; es un tipo afable, de sólida musculatura, las pantorrillas tatuadas y orejas de soplillo; su suegro le metió en el petróleo a los 18. Su suegro dejó de serlo, pero él continuó en el negocio. Ha escalado desde peón a perforador y de ahí a supervisor. "Este trabajo le puede parecer anormal a alguien normal, pero para mí es normal. ¿Somos anormales? Somos gente dura que trabaja duro en una situación dura. Hay que tener la cabeza fuerte y aguantar; hay mucho trabajo y si estás dispuesto a irte a una plataforma o al desierto, ganas dinero".

-Usted controla la seguridad. ¿Es segura esta plataforma?

-La plataforma sí, pero los trabajos que se desarrollan aquí, no. El 95% de los accidentes son por error humano. Trabajamos en turnos de 12 horas, de seis a seis. El cansancio y la monotonía hacen que nuestra gente pierda la concentración y haga lo que no debe. Sobre todo cuando lleva tres semanas embarcada y está deseando hacer la maleta. Una explosión acabaría con todo. Tenemos que estar encima; hay entrenamientos semanales. Y cada uno tiene su función en caso de desastre. No podemos bajar la guardia.

El petróleo fue durante décadas una actividad peligrosa con una altísima accidentalidad. "Ganabas pasta y te retirabas joven, pero te jugabas la vida", comenta un perforador griego. Las cosas comenzaron a cambiar hace 20 años. Tras el desastre de la Piper Alpha, una plataforma anclada en el mar del Norte, a 200 kilómetros de Escocia, que explotó el 6 de julio de 1988. Murieron 167 de las 226 personas a bordo. El mar engulló su esqueleto de hierro. La investigación reveló que la plantilla llevaba tres años sin llevar a cabo maniobras de emergencia y el relevo de algunos trabajadores se había dilatado, por lo que les pillaba exhaustos. Dos fallecidos fueron considerados responsables de la explosión. Chivos expiatorios. Algo empezó a cambiar.

La industria petrolera está empeñada en mejorar su imagen. No quiere ser sucia, egoísta, arrogante, antediluviana ni peligrosa. No quiere que se la relacione con guerras ilegales ni desastres ecológicos. Con océanos manchados de crudo, pozos ardiendo y aves agonizando con las alas negras. Y esta plataforma es el ejemplo de los nuevos tiempos. La Stena Drillmax es un modelo de seguridad, tecnología, respeto por el medio ambiente y comodidad. Aunque es una excepción en el sector, según explican los tripulantes. Poco tiene que ver con las míseras chatarras oxidadas que perforan en muchos mares del planeta. Aquí, la zona residencial, aislada de la industrial, ofrece el aséptico aspecto de un sanatorio decorado en tonos crema. Una cuadrilla de filipinos abrillanta desde que el día despunta. La comida es aceptable, aunque al gusto británico; los camarotes, para dos personas, cómodos, con baño y televisión. Hay gimnasio y un par de salas de recreo (una para fumadores). Y los tripulantes pueden telefonear y comunicarse por Internet con el exterior. Sin embargo, a las pocas horas de aterrizar, uno se siente como un león enjaulado que no puede caminar más de 30 metros. A cambio, el ligero balanceo de la plataforma garantiza un sueño reparador.

La apuesta tecnológica ha desempeñado su papel en esa estrategia de la industria. Las compañías han invertido millones en las más prestigiosas instituciones universitarias hasta convertirlas en centros de investigación y desarrollo al servicio del negocio. Se trata de entender de dónde viene el petróleo; cómo y dónde se forma; cómo se desplaza y cómo encontrarlo y extraerlo. En Estados Unidos, desde el Instituto Tecnológico de Massachusetts a las universidades de Stanford y Berkeley o la Universidad de Tejas, que cuenta con el más importante centro de estudios offshore del mundo, trabajan hoy a destajo para las petroleras.

Houston no es la capital de Tejas, pero es la capital del petróleo. Una ciudad monstruosa extendida a lo largo de autopistas, cuyo centro comercial está copado por los rascacielos de las corporaciones petrolíferas. Escondido en un extremo está el inquietante CyrusOne. Un búnker blanco, de muros de un metro de espesor y persianas de acero a prueba de terremotos, acordonado por fuertes medidas de seguridad donde las petroleras almacenan la información confidencial sobre sus yacimientos. Es el secreto mejor guardado del mundo. Vale billones.

Dentro de CyrusOne, cada compañía dispone de una jaula blindada de dimensiones circenses, donde columnas de computadores guiñan sus ojos al visitante. Una pertenece a Repsol. Fran Ortigosa, jefe de Geofísica de la compañía, muestra con orgullo de padre primerizo un procesador de datos con la potencia de 16.000 ordenadores personales, donde los sabios de la petrolera analizan los datos geofísicos de los pozos que pretende explotar. Es el Proyecto Caleidoscopio, en el que colaboran el Centro Superior de Investigaciones Científicas, IBM y la Universidad Politécnica de Cataluña. "Se trata de ver más y mejor dentro de la Tierra", explica Ortigosa. "Abrir una ventana dentro del planeta y contemplar lo que hay debajo. En eso están todas las compañías. El petróleo fácil se fue. Ahora está el difícil, y, para ver las tripas de la Tierra, estamos desarrollando algo más avanzado de lo que fueron, por ponerle un ejemplo, los rayos X para ver el interior de nuestro cuerpo. Nosotros estamos ya en la resonancia magnética. Vemos más y procesamos esa información más rápido que ninguna petrolera. Hacemos la ecografía, la interpretamos y diagnosticamos. Y decimos al cirujano: '¡Aquí puede haber petróleo; vamos a perforar!".

Hoy, la cuestión no es encontrar petróleo; los geólogos, geofísicos e ingenieros deben calcular cuánto hay. Y cuánto van a ser capaces de extraer. En la actualidad, la industria recupera entre un 10% y un 50% del crudo que atesora cada yacimiento. Sacar más barriles de cada pozo es el reto. "Extraer un 10% más de cada campo supondría que tendríamos de golpe unas reservas equivalentes a todo el crudo saudí", afirma un ingeniero afincado en Estados Unidos.

Desde Houston se ha dirigido históricamente el negocio del petróleo. Las Siete Hermanas alcanzaban desde aquí con sus tentáculos los rincones más ocultos del planeta. Los años posteriores a la II Guerra Mundial fueron su edad de oro (negro). Dominaron el mundo. Un nuevo concepto de colonialismo. En los sesenta, las petroleras occidentales controlaban el 85% de las reservas mundiales. A finales de esa década, todo comenzó a cambiar. En paralelo al proceso de descolonización y el nacimiento de un nuevo nacionalismo asiático, árabe y latinoamericano, estallaría la venganza de los pobres. Los nuevos regímenes de los países productores iban a recuperar el control de sus recursos y enfrentarse a las petroleras que habían sangrado durante decenios sus territorios. El proceso de nacionalización del crudo culminaría a comienzos de los ochenta con Arabia Saudí e Irán. Se cerraba el círculo. A partir de ese instante, toda compañía que pretendiera perforar en un país rico en petróleo tendría que atenerse a sus reglas. Y eso supondría pagar más por los bloques; invertir dinero, tecnología, conocimiento y capital humano. Arriesgar millones. A cambio de un porcentaje menor de barriles. Las avariciosas petroleras occidentales pasaron en un suspiro a controlar menos del 20% de las reservas. Su única posibilidad de sobrevivir era crear sociedades mixtas con las humildes petroleras públicas locales. Negociar. Tragar. Y ser menos arrogantes.

¿Qué es más duro, pasar 28 días clavado en mitad del mar o perdido en el desierto? Eduardo Álava se rasca la barba, echa un vistazo al ardiente horizonte de Murzug y contesta: "Es peor el desierto; esta monotonía; este secarral; 40 grados y de noche bajo cero; a eso le sumas estar lejos de la familia; no desconectar; me gustaría estar más solo, vivir mi intimidad; aquí no puedes. Estás rodeado de gente; al mínimo problema en los pozos, suena el teléfono de madrugada. La última semana se te hace eterna".

Álava es un ingeniero de Bermeo de 56 años que lleva 28 en el negocio. Se las sabe todas. De los viejos y los nuevos tiempos. Es el supervisor de producción de los campos de Repsol en Libia. "Hace 15 años, aquí no había nada; hubo que montar un complejo industrial a cientos de kilómetros de la civilización. Encontrar agua, realizar el tendido eléctrico; construir un oleoducto de 700 kilómetros; el campamento para la gente; la pista de aterrizaje; las instalaciones de producción. Hoy ponemos cada día en la tubería 300.000 barriles que van hasta el puerto de Al Zawia, en la costa del Mediterráneo, y de allí en petroleros hacia las refinerías". (Y hacia la especulación salvaje. Pero eso no lo dice Eduardo Álava).

Para perforar en Libia, Repsol ha tenido que crear dos sociedades mixtas con la empresa pública de petróleos, la National Oil Corporation (NOC), donde los libios ostentan el control. NOC es propietaria de las instalaciones petrolíferas, y la empresa extranjera que se adjudica los bloques sólo tiene el derecho de uso. "Si no sale petróleo, te vas con las manos vacías. Es lo habitual cuando trabajas con Estados productores. Los árabes o los nigerianos o los bolivianos o los indonesios ponen los yacimientos, pero necesitan empresas internacionales con músculo financiero para acometer las enormes inversiones en exploración, desarrollo y transporte que se necesitan en esta industria", explica un ejecutivo del sector que exige mantenerse en la sombra. Gracias a esa colaboración ha sido posible extraer en esta zona del desierto de Libia hasta el 15% del crudo que se produce en el país; un petróleo de calidad y barato de extraer. La letra pequeña, lo que se lleva cada uno, el país y la petrolera occidental, y en qué condiciones, es materia para los abogados. Un secreto estratégico para la petrolera. Los expertos hablan de un reparto de entre el 80% y el 90% para el dueño de las reservas y el resto para la compañía occidental.

El jefe del campo de El Sharara es Hassan Said; un tuareg, un tipo alto, delgado y elegante de 52 años, clónico de Morgan Freeman, que estudió Geología en Tejas. Los 200 hombres de los yacimientos de Murzug le respetan. Es un líder. Siempre tiene un chiste en la boca; ha perdido la cuenta de sus esposas y no tiene rival pilotando un todoterreno entre las dunas. Lo llama "navegar". Conducir a toda velocidad por el desierto está al alcance de pocos. Lo normal es enterrarse bajo un metro de arena. O despeñarse desde una duna. Pero Said es un tuareg; y tiene razón, esa forma suave y susurrante de deslizarse por la arena recuerda el movimiento de un barco en el agua. Todo amenizado con Cat Stevens y citas del Corán. Y sus risas.

Las aisladas instalaciones petrolíferas del desierto de Murzug surgen fantasmales, en la nada, entre las dunas, coronadas con la enorme llama que produce la combustión del gas al contacto con el aire. Estamos ante la imagen clásica de la industria petrolera. En suelo árabe. Bajo un sol de justicia. Lejos de todo. En esta planta se separa el crudo del agua y el gas. Se mata el petróleo antes de introducirlo en el oleoducto. Unos kilómetros más allá, varias torres de perforación muerden la arena. Son propiedad de una contratista china. Hay polvo y grasa y sudor y hombres sin casco y tuberías levantadas a pulso y exhibición de bíceps enroscando una tubería con otra y otra más. "Son pozos nobles, limpios, producen bien; son de libro", explica el perforador peruano. De regreso al campamento, los pozos en producción aparecen en el horizonte como robots japoneses rodeados por una rudimentaria valla que mantiene fuera de su perímetro a los camellos. Bajo ellos fluye el crudo. Para que el mundo siga girando.

Estos petroleros perdidos en el desierto y los de la plataforma Stena en el golfo de México y los que perforan los miles de pozos exploratorios en todo el mundo nunca sabrán si han encontrado petróleo. Nunca abrirán una botella de champagne bañados en crudo. Esta industria no es así. Toda la información que se recibe a través de las muestras geológicas extraídas durante la perforación que indican si se ha alcanzado un yacimiento es materia reservada de la compañía. Controla a través de pantallas de ordenador lo que pasa en cada pozo a miles de kilómetros de distancia. Tiene todos los datos en tiempo real. Si encuentran crudo, será un secreto. Desplazarán a sus hombres a perforar otro lugar del planeta. Moverán ficha en el complejo tablero de ajedrez del petróleo. Y la historia volverá a comenzar. El petróleo ni se ve ni se toca. Fluye.

A las seis de la tarde hay cambio de turno en la plataforma Stena Drillmax; el día cae a 330 kilómetros de la costa y los halcones que han anidado en la torre de perforación salen de caza. En la pista del helicóptero, elevada sobre la cubierta, varios hombres del petróleo contemplan a las rapaces lanzarse a cuchillo sobre los pajarillos atraídos por los desechos del buque. Es la única atracción en pleno golfo de México. El sol se esconde; silba un aire caribeño; es un momento de una calma impresionante. Debajo de nosotros, a ocho kilómetros de profundidad, una tubería, recta y en tensión, perfora las entrañas de la tierra. El petróleo está cerca.

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Sobre la firma

Jesús Rodríguez
Es reportero de El País desde 1988. Licenciado en Ciencias de la Información, se inició en prensa económica. Ha trabajado en zonas de conflicto como Bosnia, Afganistán, Irak, Pakistán, Libia, Líbano o Mali. Profesor de la Escuela de Periodismo de El País, autor de dos libros, ha recibido una decena de premios por su labor informativa.

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