La cruzada sabrosa y verde de Jamie Oliver
En medio de la campiña inglesa, en la región de Essex, al noreste de Londres, entre pueblos del siglo XVI con casas de estilo Tudor y tejado de brezo, una antigua granja de cerdos muestra una actividad febril en un día típicamente inglés: sol entre nubes que amenazan lluvia. Cámaras de televisión, maquilladores, publicistas pululan alrededor de un joven rubio vestido con tejanos, camisa y unas zapatillas vintage. Jamie Oliver, de 33 años, el más famoso cocinero mediático del Reino Unido, recibe hoy a la prensa en su casa, la misma desde donde enseña a medio mundo cómo comer sano y cultivar un huerto.
Los dominios de Oliver están rodeados por campos labrados. En un costado emerge una coqueta casa de cuento cubierta por primorosas rosas, y en otro, un gigantesco hangar-cobertizo; dentro, una cocina con barra de bar, un hermoso piano Stenway enfundado -"me lo regaló mi mujer la última Navidad"- y una batería reluciente que muestra la afición por la percusión del joven chef. A la entrada, dos setas de piedra, un Mustang antiguo y dos karts con los que suele hacer carreras con sus hijas por la extensa propiedad. Delante, un lago artificial con patos, carpas y una canoa. A lo lejos, un guirigay de gallinas, pájaros y graznidos desmienten el mito del silencio campestre.
"La acción de mi penúltimo programa de televisión y mi libro Jamie en casa [en España acaba de publicarlo RBA] transcurre aquí, en mi hogar, un sitio al que normalmente no dejaría entrar a nadie. Pero si le cuento a la gente cómo cultivar verduras, cómo cocinar en sus casas, yo tengo también que hacerlo en la mía". Rubio, con ojos de un azul bebé, alto y más delgado de lo que aparece en pantalla, Jamie Oliver muestra una confianza en sí mismo aplastante. Es millonario, vende miles de libros, y sus programas, que él produce, se emiten en 50 países, entre ellos Estados Unidos, Australia, Suráfrica, Brasil, Japón y España (En casa con Jamie Oliver, Localia).
Las bases de este imperio mediático las puso Oliver, sin saberlo, en su niñez: "Papá, ¿por qué yo no tengo paga como mis compañeros de colegio?". La respuesta de su padre fue la previsible: "Tendrás cuando te la ganes trabajando".
Y fue así, fregando platos, como comenzó la aventura de un joven al que todas las madres querrían casar con sus hijas.
Hoy, veinticinco años después, Trevor Oliver, sentado en una de las mesas de su pub restaurante The Cricketer's -la carta que ofrece el local refleja las tendencias culinarias de su famoso hijo-, en Clavering, una construcción típica de la zona, con techos tan bajos que los clientes han de agachar la cabeza para acercarse a la barra, se emociona recordando aquellos comienzos. "Compré este local hace 34 años. Me vine aquí con mi mujer; Jamie, de 14 meses, y la pequeña Tess, de cuatro... Yo fui su entrenador para la vida. Aquí el niño fue creciendo haciendo pequeños trabajos". Su hijo es ahora el ídolo local, y The Cricketer's, una parada obligada en las rutas turísticas. En un extremo del pub, bien colocados y a la vista, todos los libros de Jamie Oliver con un letrero que dice "con la firma del autor".
Amor por la familia y amor por la comida. "Mi padre era muy duro conmigo, pero me dio también mucho amor, y eso es lo que yo prefiero". Con ese buen rollo y su aspecto de dulce Bambi, Jamie Oliver ha conquistado el mundo. "De pequeño era bueno en la cocina, mi habilidad con el cuchillo era fantástica y sabía asar, freír, picar. A los 14 años ya trabajaba para el restaurante de un amigo de mi padre, y cuando dos de los cocineros se pusieron enfermos, yo fui el único capaz de sacar adelante su trabajo. En cambio, era un desastre en el colegio, académicamente yo era un fracaso y por eso era muy importante para mí ser bueno en algo. Cocinar me permitió utilizar mis manos, el olfato y además disfrutar, reír; la cocina puede ser un sitio realmente maravilloso donde uno es feliz. Cocinar es relajante y excitante; cuando estoy trabajando, me siento realmente a gusto. He estado en, llamémoslo así, cocinas estrictas, y te tratan tan mal tan a menudo que ni siquiera te das cuenta de que lo hacen, se convierte en algo normal, y descubrí que eso no es para mí".
Estudió hostelería en Londres. Trabajó en Francia, en el hotel Château Tilques -de ahí procede, posiblemente, su aversión a la "cocina estricta"-, estuvo una temporada en el restaurante Carluccio de Londres y formó parte del equipo del River Café, el local de Ruth Rogers -mujer del arquitecto Richard Rogers- y Rose Gray, donde un equipo de televisión descubrió su encanto y fotogenia en 1997. A partir de ahí le vino todo rodado. Su manera de hacer enganchó a los espectadores de los canales de cocina. Oliver era diferente, fresco y con encanto. Mojaba el pulgar en las salsas, machacaba pimienta y hierbas en un enorme mortero, tocaba rock con su grupo y preparaba platos sencillos con el lema "quitar lo que sobra y hacer que funcione".
El joven chef ha ido creciendo a la vez que sus programas. El joven de pelo largo que aparecía en las portadas de los primeros libros ha cambiado con los años. En el último, En casa de Jamie Oliver, ha querido dar protagonismo a las hortalizas de su huerto. Una idea que en principio parecía arriesgada. "Mi productor no quería este tipo de programas, así que los hice por mi cuenta. Los presentamos en el Cannes TV Festival e inmediatamente 30 países los compraron. Les pareció una idea genial".
Más de tres millones de ingleses han seguido la última etapa Oliver. "Es difícil medir el éxito, pero en los supermercados han empezado a vender más verduras y hierbas aromáticas como el tomillo o el romero y me han contado que en muchos viveros se han agotado las semillas de las hortalizas que recomiendo".
Oliver ha puesto a un país - en su último programa, Ministry of food, que se emite esta temporada en el Reino Unido ha implicado a todos los habitantes de una pequeña localidad a pasarse recetas unos a otros- que no salía del fish and chips a guisar. "Lo hago porque he conocido a mucha gente que no sabe cocinar, no hay ningún sabor especial en su comida y por eso ni se sientan a la mesa, no saben cómo es su familia porque no hablan entre ellos. En Inglaterra ya llevamos tres generaciones de madres trabajadoras que no han tenido tiempo de cocinar. Además, en las escuelas no se preocupan de enseñar a comer. He visto más pobreza en la comida de muchas casas inglesas de la que he observado en Soweto, en África. Allí no tienen nada en absoluto, pero comen comida de verdad. Tienen muchas verduras, maíz y carne de cordero y de cabra que cocinan lentamente, y se sientan alrededor de una mesa".
Junto a la casa con enredaderas y rosas donde vive con su mujer, Jools, y sus hijas Poppy Honey, de seis años, y Daisy Boo, de cinco, una tapia a media altura esconde su tesoro, el huerto-laboratorio donde Jamie Oliver experimenta con semillas orgánicas, cultiva las mejores patatas del condado y una amplia variedad de verduras. Sin pensárselo dos veces agarra una azada y empieza a recolectar hortalizas para la "lovely spanish lady". Alcachofas, los últimos espárragos de la temporada, ruibarbo, lechugas, nabos y cebollas van llenando una caja, a la que después añadirá unos huevos recién puestos de sus gallinas. Acaricia las hojas, coge puñados de tierra para ver si está húmeda... Su maquilladora y peluquera, una joven griega, se las ve y se las desea para controlar el mechón rebelde del chef para las fotos.
En 2005, Oliver propuso al Gobierno británico un programa para mejorar la alimentación en los comedores escolares. Consiguió del entonces primer ministro Tony Blair más de 400 millones de euros para menús saludables en la escuela. La experiencia no salió tan bien como él esperaba ante la resistencia numantina de los niños a dejar de lado las aceitosas patatas y fritos. "Tenemos cinco millones y medio de niños, 24.000 escuelas primarias, 3.500 secundarias. En la mitad de los colegios no sirven ya comida basura, y son las madres las que cocinan para los niños productos de la región, pero la otra mitad continúa comiendo hamburguesas".
Para este cocinero metido a empresario que toca la batería, adora jugar al póquer con sus amigos, hacer fiestas con su gente y jugar con sus hijas, eran mejores tiempos los de los comienzos, cuando no era elegido personaje del año ni Oprah Winfrey, la popular presentadora de televisión estadounidense, le entrevistaba en su programa: "Ahora mi trabajo es muy variado y a veces da mucho miedo. Parpadeas y te encuentras cocinando para Blair o para Berlusconi o para Brad Pitt, o hablando en un escenario ante 70.000 personas".
Uno de los proyectos más solidarios de Jamie Oliver es la Fundación Fifteen, el nombre de su restaurante en Londres para el que hay que pedir mesa con muchos meses de antelación. Allí rescata del paro cada temporada a 15 jóvenes y les enseña a cocinar. Acaba de inaugurar un nuevo restaurante en Oxford, el primero de su cadena Jamie's Italian. "El mundo ahora es un lugar más pequeño, los restaurantes han mejorado y los cocineros son menos estrellas. He conocido a muchos chefs que son todo oficio, pero no tienen corazón. Algunos de los estudiantes a los que he enseñado saben más acerca de la comida que muchos de los que tienen estrellas Michelin. Mis estudiantes aprenden cómo se hace el vinagre, el queso, el aceite; lo saben todo sobre los ingredientes, conocen su origen, su procedencia".
Siente pasión por la comida italiana y es uno de sus máximos divulgadores. Bien es verdad que él la interpreta a su manera, pero del horno de barro que ha instalado en su casa salen unas pizzas inmejorables. "El viaje que hice a Italia fue maravilloso, me gustaría hacer uno como ése una vez al año por distintos países".
Oliver cree que el futuro de la cocina está en España y en Japón, aunque recuerde pocos nombres españoles. "Soy muy amigo de Heston Blumenthal [del restaurante Fat Duck, con una estrella Michelin], que tiene un restaurante en Inglaterra que es parecido a El Bulli de Ferran Adrià. Pero cuando alguien me pregunta si los españoles son buenos cocineros, siempre respondo que sí. La comida española tiene unas materias primas excelentes".
Entretanto, busca unos huevos recién puestos por sus alborotadoras gallinas, corta unas ramas de romero y flores de gerbera y continúa sacando tubérculos de la tierra: "La remolacha se cuece aparte, para que no dé color a estos nabos, sólo unos minutos. Después de pelados, hay que saltearlos con ajos y un buen chorro de aceite de oliva virgen. Te chuparás los dedos. Es una comida sana y deliciosa". Tiene razón.
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