Medio metro de estrella
Lucía Zárate era la mujer más pequeña del mundo. A los 12 años, cuando ya era la reina de la farándula en Estados Unidos, medía alrededor de cincuenta centímetros de altura. Esto quiere decir que a una persona de estatura normal Lucía le llegaba, más o menos, a la rodilla. La mano de un adulto es un asiento amplio para ella, dice una nota del diario The New York Sun, fechada en 1876, el año en que esta mujer liliputiense se presentó como la atracción mayor de la feria de Filadelfia.
Lucía era mexicana, nació en San Rafael, en el fogoso Estado de Veracruz; sus padres, Fermín y Tomasa, eran una pareja de talla normal que tuvieron hijos de estatura normal, con la excepción de Lucía y de su hermano Manuel, que eran tan pequeñitos y tan portátiles que su madre, cuando trajinaba de arriba abajo por la casa, los llevaba con ella en los bolsillos de su bata. Manuel murió pronto de una enfermedad tropical y Lucía fue cumpliendo años envuelta en una celebridad que llegó pronto al puerto de Veracruz, al despacho de Teodoro A. Dehesa, un importante político que más tarde sería gobernador del Estado.
Dehesa quedó asombrado con la dimensión inverosímil de la niña y la envió a la ciudad de México, directamente a las oficinas de don Porfirio Díaz, que llevaba apenas unos cuantos meses en la silla presidencial. El presidente quedó igualmente asombrado con la niña y tomó la oscura decisión, que hoy sería motivo de censura y batalla, de poner a la familia Zárate en manos de ese empresario estadounidense que exhibió por primera vez a Lucía, bajo el título de la mujer más pequeña de la Tierra, en la feria del centenario en Filadelfia.
Otra nota periodística del año 1876 describe así a la liliputiense mexicana: Su cabeza, del tamaño aproximado del puño de un hombre, está bien formada y tiene el pelo marrón y suave. Lo único que se sale de proporción es la nariz, que parece la de una mujer de tamaño normal. Tiene ojos negros brillantes, es inteligente y conversa, en la lengua de sus padres, con una graciosa vocecita. El efecto que produjo la presentación de Lucía fue inmediato y un día después apareció, en la puerta de la suite donde se hospedaba, un famoso representante de artistas, de nombre Frank Uffner, que ofreció a Tomasa y a Fermín el éxito mundial y rutilante de su hija minúscula.
Los Zárate eran gente de pueblo, y la vida artística, un concepto que no entraba en su horizonte, pero las cifras que vaticinaba Uffner acabaron por convencerlos y, de un día para otro, se vieron embarcados en una gira maratónica que iba de feria en feria y de costa a costa, exhibiendo a esa mujer diminuta que en unas cuantas semanas había igualado la fama del General Mite, otro liliputiense con el que más tarde viviría una historia de amor, y también la leyenda del General Tom Thumb, el enano de referencia, el arquetipo de los de su tipo que, treinta años antes, había llevado el oficio de exhibirse en una carpa a niveles hasta entonces desconocidos.
El General Tom Thumb había sido reclutado por el circo de P. T. Barnum, un hombre de empresa y escrúpulos más bien escasos. Barnum, cuyas iniciales significaban Phineas Taylor, era un activista político que en 1829, a los 19 años de edad, regentaba un boyante negocio donde se vendía de todo, y poseía un periódico que ostentaba el sintomático nombre de El Heraldo de la Libertad, porque aquella libertad tan sonora y ampulosa que encabezaba su diario obedecía a los ataques que, desde sus páginas editoriales, lanzaba contra la moral calvinista, que prohibía el juego y los negocios turbios, campos laborales que a Phineas Taylor le interesaban bastante. En 1835, ya que había logrado aflojar, a fuerza de artículos encendidos, la prohibición calvinista en el Estado de Connecticut, montó un teatro en Nueva York donde exhibía, todos los días y con éxito arrollador, a una mujer paralítica y ciega de 80 años que, según la publicidad del espectáculo, había sido la enfermera de George Washington y tenía la impresionante edad de 160 años. La divisa vital de Phineas Taylor era: Cada segundo nace un nuevo idiota, y con el chanchullo de la enfermera echó a andar el negocio de su vida, que fue primero el Gran Teatro Musical y Científico Barnum: un edificio con animales disecados en la azotea, donde tenían lugar permanentemente los actos que después conformarían su circo, con una troupe de incorrección política inenarrable que estaba compuesta de gigantes, enanos, mujeres con barba, hombres albinos, el elefante Jumbo y la sirena Fiji, que era la supuesta momia de una mujer-pez, tan falsa y engañosa como la enfermera del presidente Washington. El circo de P. T. Barnum, que con los años se reconvertiría en el legendario circo de los Ringling Brothers, contrató en 1844 los servicios del General Tom Thumb, un niño liliputiense de cuatro años de edad cuya gracia era, además de su inusual tamaño, las imitaciones que hacía de Hércules y Napoleón, mientras fumaba un enorme habano y se refrescaba la gargantita con una garrafa de vino tinto. Aquella rutina hizo rico y famoso al General Tom Thumb, pero también lo metió en una espiral viciosa que lo convirtió en alcohólico y en fumador empedernido a los nueve años de edad, y que a los once segó su vida.
El relevo del malogrado General Tom Thumb fue tomado años más tarde por el General Mite y después por su pareja escénica Lucía Zárate, la liliputiense mexicana que, luego de triunfar en todas las ferias del país, fue ofrecida por Frank Uffner al circo de P. T. Barnum.
En 1880, cuatro años después de su llegada a Estados Unidos, Lucía era la estrella del circo más importante del mundo; su papel era una simpleza: aparecía en el papel de ella misma, en un decorado que bien podía ser su propia casa, haciendo su vida normal: bebía té, hojeaba un libro, conversaba o jugaba al mus con el General Mite, mientras era contemplada por una riada de gente boquiabierta; aquel acto simple la convirtió en la figura mejor pagada del circo y la metamorfoseó en diva del espectáculo. En la gira europea que tuvo lugar ese mismo año, Lucía Zárate viajó con una asistente personal, una traductora, una cocinera, sus padres y alguno de sus hermanos de talla normal; a este séquito habría que agregar las cajas con ingredientes para preparar la comida que toleraba su frágil organismo, su extensa colección de joyas y los baúles donde guardaba su ropita mínima. La gira europea que encabezaba Lucía fue bautizada por P. T. Barnum como Compañía Liliputiense de Ópera. El grupo artístico era media docena de liliputienses con nombres de guerra gigantescos como English Little Lady Millie Edwards o Sam Sammy the Sumptuos Sum, que contrastaban con sus tamaños y, sobre todo, con el nombre del gigante chino que los acompañaba, un hombre de dos metros y treinta centímetros de estatura que respondía al breve nombre de Chang.
Lucía y el gigante chino hacían juntos uno de esos números que hoy serían un reality show, aparecían en un decorado de salón o de cocina y ahí fingían llevar una vida normal de pareja, comían en la mesa, leían el periódico, conversaban en voz inaudible para que no se notara que ella hablaba español y él chino; el efecto en Inglaterra fue tan contundente que el 26 de febrero de 1881, la liliputiense mexicana fue recibida por la reina Victoria, en una audiencia privada de protocolo especial, pues la diferencia de estaturas obligó a Lucía a subirse a una escalera de tijera para estar a la altura a la hora del besamanos, las caravanas y las genuflexiones. La Compañía Liliputiense de Ópera siguió su andadura europea por Francia e Italia y recaló en Moscú, donde Lucía, conmovida por las risotadas y los palmoteos de que había hecho gala el zar, añadió un asimétrico baile kasatchok con Chang.
Lucía regresó a Estados Unidos en 1884 y la primera decisión que tomó, aconsejada por su agente Frank Uffner, fue dejar el circo de P. T. Barnum y montar un show con sus propios recursos. Lucía era tan famosa que en ese nuevo periodo de su carrera artística distintos clanes mafiosos intentaron secuestrarla en tres ocasiones; la sensación de fragilidad que le dejaron aquellas intentonas la llevó a invertir parte de su dinero, que, a pesar de las chapuzas de su agente, seguía multiplicándose, en un rancho en el Estado mexicano de Chihuahua, y unos meses después de su muerte, Fermín Zárate, su padre, invirtió el resto de la fortuna de su hija en otro rancho en Veracruz.
El 15 de enero de 1890, Lucía viajaba en tren, acompañada de su séquito, rumbo a San Francisco (California), donde tenía programada una serie de presentaciones. Aquel año el invierno era especialmente crudo y el tren quedó atrapado en una nevada histórica. Lo que al principio parecía un contratiempo fue complicándose hasta convertirse en una tragedia; la nieve siguió cayendo, y el maquinista y sus pasajeros no tuvieron más opción que esperar a que escampara la tormenta, y conforme iban pasando los días iba acabándose la leña para la calefacción. El tren estuvo atrapado 13 días en la montaña, se puso otra vez en marcha el 28 de enero, la fecha exacta en que Lucía Zárate, la mujer más pequeña del mundo, moría de hipotermia a los 25 años de edad, luego de purgar la enfermedad que le había producido el único alimento disponible a bordo, que era la carne enlatada. Los empleados de Lucía se quedaron en San Francisco, y Fermín y Tomasa Zárate cogieron un tren hacia la frontera, con el cuerpo de su hija en un pequeño ataúd. Al llegar a la frontera fueron extorsionados por la policía mexicana, que encontraba sospechoso el acto de introducir un cadáver tan pequeño al país. El ataúd quedó abierto y Lucía expuesta mientras Fermín negociaba la cantidad con el comandante; en el tiempo que les tomó llegar a un acuerdo, la gente comenzó a arremolinarse alrededor del cuerpo, alguien la había reconocido, rápidamente se había corrido la voz y, en unos cuantos minutos, Lucía Zárate se despedía del mundo exactamente como había vivido en él: contemplada por una boquiabierta multitud.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.