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Reportaje:

A veces oigo voces

Durante una clase de informática, un alumno deja de entender lo que el profesor explica. Como si de un exorcismo se tratara, empieza a escribir obsesivamente un diccionario de un nuevo idioma que él mismo inventa sobre la marcha. Coloca las palabras en columnas, pero es incapaz de reconstruir su léxico porque ni siquiera él lo entiende. Al tratar de establecer relaciones de significado, se da cuenta de que es imposible: tacha las palabras compulsivamente y pone flechas para intentar reorganizar su pensamiento. No lo consigue. Se encuentra en plena crisis. Es esquizofrénico.

La situación es real y queda reflejada en Una cierta verdad, la película documental sobre esquizofrenia que el director Abel García Roure (Barcelona, 1975) estrenará a principios del año que viene. Tratar de aproximar la experiencia de esta enfermedad mental al público ha sido el objetivo del director. "He partido de la idea de que hay un estigma muy fuerte respecto al tema; tras analizar la aproximación que se ha hecho desde el cine a la psicosis [trastorno mental en el que se incluye la esquizofrenia y la paranoia], o bien excesivamente romántica, o bien marcadamente antipsiquiátrica, he tratado de iluminar el tema desde la experiencia real del enfermo, de su relación con la enfermedad, explicar su sufrimiento, y contar las distintas evoluciones que puede tener". Durante dos años, el director ha documentado las vidas de varios personajes con esquizofrenia mostrando cómo se entrecruzan en el entorno de la unidad psiquiátrica del hospital Parc Taulí de Sabadell (Barcelona).

"Creo que me pasó todo esto por tener demasiados libros. Tras leer uno de física y química comencé a ver átomos reales"
"Hoy he tenido varios episodios. Es como si, de repente, se apagara el mundo durante un minuto o dos. Veo todo negro"

Alrededor del 1% de la población mundial (61 millones de personas) sufre esquizofrenia. En España, según las cifras expuestas en el XV Congreso Internacional para la Psicoterapia de la Esquizofrenia y otras Psicosis, celebrado en Madrid el año pasado, cerca de 440.000 personas conviven con la enfermedad. El 85% de ellas están diagnosticadas, pero sólo el 50% recibe tratamiento. Los expertos aseguran que sufrir una crisis esquizofrénica es un episodio traumático, pero las consecuencias no tienen por qué serlo. "Haber tenido un brote no te condena de por vida", explica el doctor Josep Moya, psiquiatra, coordinador del Observatorio de Salud Mental de Cataluña y uno de los impulsores de Una cierta verdad. "Ha cambiado mucho el futuro de estas personas". Tras un único brote, la recuperación suele ser total y la persona puede volver a su rutina habitual; si se convive con crisis puntuales a lo largo de los años, será necesario reestructurar ciertos aspectos del día a día para evitar el estrés que puedan generar factores como la exigencia de un trabajo, pero la vida no tiene por qué cambiar si se sigue un tratamiento. Estos dos grupos suponen más de dos tercios del total de personas con esquizofrenia, y son los que García Roure ha querido retratar en su película. El tercer grupo, menos frecuente, es el formado por quienes quedan mermados y necesitan largos periodos de hospitalización. "Cada día circulan por la calle personas con esta enfermedad, no lo hemos tratado como algo extraordinario".

'Schizo', en griego, significa escisión o división; phrenos, mente. Tal como su nombre indica, la esquizofrenia provoca una fragmentación en la persona. Cuando se desencadena, se da una ruptura que altera la actividad de los neurotransmisores del cerebro. El enfermo recibe información que no viene del exterior; que no percibe por los sentidos, aunque él la vea, escuche y sienta como verdadera. "La esquizofrenia provoca una pérdida de contacto con la realidad, trastornos en el lenguaje, conductas extravagantes y alteraciones en la afectividad", explica la psiquiatra Roser Guillamat. Durante un delirio, el esquizofrénico siente persecuciones, amenazas, mensajes enviados por Dios o diálogos con aparatos televisivos como vivencias completamente reales. "Oigo voces por todos lados", confiesa una mujer a su psiquiatra en Una cierta verdad. "En el cine, en la compra, ahora mismo mientras hablo con usted. Y me quieren matar. Mis hijos piensan que estoy loca, pero no lo estoy; de verdad que escucho cosas dentro de mi cabeza. Sólo puedo desahogarme con usted", confiesa con cara de sufrimiento. "Sin tener conciencia de que es una enfermedad, pensar que te persiguen, que te quieren hacer daño o que la televisión te amenaza genera mucho sufrimiento y estrés", puntualiza Roser Guillamat.

La incierta verdad de Javier (58 años) nace hace más de 20, cuando, según cuenta, "descubrió" que los hijos que su mujer decía que eran suyos no lo eran. Javier ha convivido con la enfermedad, con las alucinaciones auditivas y con los delirios sobre temáticas cósmicas desde entonces de manera más o menos estable. "Creo que a mí me pasó todo esto por leer demasiado. En casa tengo más de 800 libros, soy demasiado curioso y he forzado mucho el cerebro". Cuando se casó, Javier era un joven con un toque bohemio y un reconocido trabajo como rotulista. "Tras leer un libro de física y química empecé a ver átomos reales", explica. "Otra cosa que influyó en lo de mi cerebro fue que pinté a una mujer desnuda y después no pude darle vida. El no saber cómo estamos hechos y cómo crear a seres vivos genera una gran inquietud; son temas de gran complejidad para una persona", explica de manera pausada. Tras su último ingreso en la unidad de agudos del hospital Parc Taulí, que sirve como hilo conductor en la película de García Roure, Javier convive con su delirio de forma tranquila, sin sufrimiento. Lleva una vida plena pintando cuadros y escribiendo sobre amor, matemáticas y, en ocasiones, lenguajes nuevos. "Cada materia tiene el suyo propio, como los países".

Bernat, de 48 años, no suele hablar de su enfermedad. Nada, excepto la pensión de invalidez que obtuvo hace años, desvela que es esquizofrénico. "Yo trato de eludir el tema, de no dar explicaciones. Si la persona no tiene un interés real por la enfermedad, puede llevar a malentendidos. ¿Cómo le vas a decir, por ejemplo, a una chica a la que acabas de conocer que eres esquizofrénico?", se pregunta. "No juzgo a quienes tienen cierto rechazo porque lo entiendo, a mí probablemente me pasaría lo mismo. Si ves a una persona que sufre manías persecutorias y hace tonterías no te acercas porque no te gusta, no te interesa. La vida es así".

"Al principio yo insistía para que los pacientes no escondieran su enfermedad", reconoce la doctora Guillamat, psiquiatra de Bernat. "El primer paso para acabar con el estigma que rodea la esquizofrenia es hablar con naturalidad sobre ella. Sin embargo, con el tiempo he visto que decirlo les ocasiona problemas, sobre todo en temas de trabajo. Por eso ahora les recomiendo que no lo hagan".

Existen todavía pocas certezas respecto a las causas que provocan la esquizofrenia. Los especialistas apuntan a la influencia de factores biológicos específicos, algunos asociados a la genética; otros, a posibles traumatismos durante el embarazo ?por ejemplo, infecciones víricas de la madre? o el parto, así como a la vulnerabilidad hacia cierto tipo de estrés. Lo que sí está comprobado es la necesidad de que un factor externo actúe como desencadenante de la enfermedad. "Antes, la mili era el detonante por excelencia", explica el doctor Moya. "Hoy, el consumo de tóxicos, especialmente de porros y de cocaína, ha disparado las crisis, y se ha notado un aumento brutal en los últimos años". También situaciones estresantes como los cambios de estación, el trabajo o el periodo posparto pueden hacer brotar a ciertas personas con vulnerabilidad a estas circunstancias. "Todavía nos queda mucho por saber", reconoce Moya. "A veces incluso a los propios profesionales nos cuesta ponernos de acuerdo para definir, delimitar y clasificar la esquizofrenia".

Otro punto de consenso respecto a la enfermedad es el periodo en el que se desencadena. La mayoría de hombres sufre el primer brote entre los 15 y los 25 años, mientras que en las mujeres ocurre un poco más tarde. "Es difícil que aparezca más allá de los 35, a excepción del periodo de la menopausia en las mujeres, que puede ser otro momento de crisis por el cambio y estrés que provoca", aclara Guillamat. "Si no se da esta excepción, lo habitual es que a partir de los 40 años los efectos de la enfermedad empiecen a remitir". Bernat ya ha entrado en esa fase, aunque sabe que puede tener una crisis si deja la medicación. "Cuando sigue el tratamiento es muy consciente de su enfermedad, reconoce perfectamente que sus delirios se deben a la esquizofrenia, y puede hacer una vida totalmente normal", explica su psiquiatra, la doctora Guillamat, a quien Bernat admira, a pesar de haberla contemplado como su mayor perseguidora y enemiga en momentos de crisis. "En periodos críticos he desconfiado de ella, y de todos", reconoce. Durante uno de éstos, la psiquiatra pidió al juez que ordenara el ingreso de Bernat en el hospital para evitar una crisis aguda. Tras interrogarlo, el juez llamó a la doctora manifestándole su desacuerdo: le dijo que veía al paciente perfectamente y que no creía que hubiera motivos para ingresarlo. "Es muy inteligente, y sabía lo que podía y no podía decir", recuerda Guillamat.

Cada brote esquizofrénico supone una fragmentación en la mente y en el cuerpo del enfermo. Se produce un caos total, y la respuesta a ese caos suele ser delirante. "Un enfermo puede decir que nació en 1940 y que ello sea totalmente compatible con tener 25 años; puede ver sus dedos y no vincularlos con su cuerpo, o tener la seguridad de que durante un periodo de tiempo deja de existir", expone el doctor Moya. En el largometraje, uno de sus pacientes le describe cómo son las lagunas que siente periódicamente cuando deja de vivir: "Hoy he tenido tres o cuatro. Es como si, de repente, se apagara el mundo durante un minuto o dos y no supiera dónde estoy. Veo todo negro", confiesa con el rostro de espaldas a la cámara para no ser reconocido. "¿Y qué experimenta usted cuando le sucede todo esto?", pregunta el médico. "Una angustia espantosa".

Paliar el sufrimiento y la angustia que el enfermo siente durante las crisis es difícil, únicamente el tratamiento médico y el acompañamiento pueden dulcificar el episodio. "A mis alumnos les digo que una de las pocas cosas que se pueden hacer en esos momentos es dar la mano", reconoce Moya, quien tenía claro que este aspecto debía ser uno de los puntos más importantes de la película. "Existe una serie de tópicos, como la peligrosidad social de los enfermos, la violencia o los psiquiátricos, que escuchamos continuamente; en cambio, la dimensión del sufrimiento del psicótico es desconocida. No se habla de ello ni siquiera en las facultades de medicina", reconoce. También se habla poco del sufrimiento de las familias o personas que rodean al enfermo. "La esquizofrenia erosiona mucho las relaciones", reconoce Guillamat. "La familia que ves en una primera visita y la que vuelves a ver al cabo de un tiempo no tienen nada que ver". Los profesionales recomiendan huir de las medidas heroicas. "Es preferible que los familiares no dejen de hacer sus vidas; que no abandonen trabajos, amigos ni ocupaciones. Así, el rato que estén con el enfermo podrán estar bien". También los fármacos antipsicóticos ayudan a remitir las crisis. Actúan sobre determinados receptores que hay en el sistema nervioso de entrada al cerebro, ejerciendo un sistema de bloqueo. Este freno evita que reaparezcan delirios, trastornos en el lenguaje, persecuciones y desconfianzas.

Bajo tratamiento, Javier convive con su delirio y no le afecta en su vida cotidiana. El sufrimiento llega cuando la desconfianza paranoica que sufre le lleva a creer que la medicación le provoca malestar y le hace perder la cabeza. Si deja de tomarla vive con el convencimiento de que quieren hacerle daño, y entonces aparece el sufrimiento. "Yo no como con mi madre porque tengo un poco de desconfianza; alguien puede poner algo en la comida", confiesa en la película, durante un periodo en el que había dejado el tratamiento. Su desconfianza se extrapola también a su psiquiatra, la doctora Severino. "¿Nunca habéis pensado qué pasaría si una doctora se vuelve loca y quiere hacer hamburguesas con los pacientes? A veces pienso que los psiquiatras están locos".

José Manuel, psicólogo del programa PSI (Plan de Seguimiento Individualizado) del hospital Parc Taulí, visita a Javier periódicamente para tratar de evitar nuevos brotes. El estrecho vínculo que se crea entre ellos queda plasmado en el largometraje; pero, en periodos de delirio, incluso éste desaparece. "Cuando venía a verle antes del último ingreso ponía en duda que yo fuera yo", recuerda José Manuel. "No me dejaba entrar y me hablaba por la ventana. Me miraba y me preguntaba: ¿seguro que eres José Manuel?". Finalmente, a pesar de los intentos fallidos del psicólogo y de la doctora Severino para que Javier ingresara por voluntad propia, se precisó una orden judicial. Ahora reconoce que tras el ingreso se encuentra mejor: "Lo que no quiero es estar enfermo".

"El ingreso es traumático y molesta mucho", explica Bernat. "Normalmente uno tiene un lugar en la vida; cuesta aceptar que se está enfermo y que te ingresan por eso". Bernat piensa que la condición de esquizofrénico nunca se acaba de aceptar del todo. "Hay días en que lo llevas mejor y otros peor. Lo aceptas porque no te queda otro remedio, pero nunca al cien por cien". Reconoce que no le gusta salir en una película por tener esta enfermedad: "Preferiría hacerlo como guitarrista consagrado, pero es importante que alguien hable sobre el tema". Probablemente la empatía creada por el director con cada uno de los personajes ayudó, aunque, en algún caso, el miedo, la fuerza de los prejuicios y el estigma ganaron la partida. Tras más de dos años de rodaje, García Roure considera a los personajes del largometraje como amigos.

García Roure, que se ha formado como ayudante de dirección en filmes documentales como En construcción, El cielo gira y La leyenda del tiempo, siente interés por las enfermedades mentales desde la infancia. Creció en Sant Boi, población en la que, según recuerda, en algún momento de la historia vivió más gente dentro del hospital psiquiátrico que fuera. Como estudiante, una práctica universitaria le puso en contacto con el doctor Moya. "El día que entras en la unidad de agudos, cerrada con llave, notas un aumento de adrenalina; un punto entre excitación y miedo". El paso de esa adrenalina a vivir la situación con normalidad es la transición que ha tratado de reflejar en la película. "Hemos intentado ser el máximo de rigurosos, explicar las experiencias de los protagonistas y dignificarlas". A lo largo del rodaje se ha preguntado a menudo qué haría él si le tocaran esas cartas para jugar la partida. "Son cartas muy duras, pero me he dado cuenta de que, aun así, siempre hay lugar para una broma o para el humor. La mayoría de pacientes, a pesar de estar enfermos, mantienen viva la imaginación; conservan su belleza moral, la buena predisposición hacia los demás y la alegría de vivir".

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