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Un foco de luz

Si el muchacho hubiera leído ese día los periódicos digitales se le habría borrado la sonrisa del rostro, pues no había gran cosa que celebrar, salvo que en Madrid había sido recuperado un perro perdido y que en un buque marchitaban sus esperanzas y recibían un kit de emergencia unos cientos de personas perdidas sin amos que desearan su devolución. Pero no, porque el muchacho, matriculado en la Universidad Americana de Beirut, según pude deducir por las pegatinas de sus carpetas, usaba de Internet lo mejor que tiene: dar noticias de uno; no recibir noticias, malas noticias, que incluso pueden involucrarle a uno ?bombas en minibuses, preludios de violencia, anuncios de venganza, análisis políticos que alimentan la hoguera de los odios reencontrados? y desestabilizar la vida de aquellos que esperan en la tierra natal. El chico hablaba con su madre. No lo adiviné: me lo dijo el encargado del cibercafé al que suelo acudir cuando me entra morriña de redacción y dejo la soledad de mi piso para escuchar el tecleo familiar de los ordenadores. “Lo hace un par de veces al mes”. Desde mi sitio, a unas dos computadoras de distancia, podía oír la voz femenina, estridente, exigente: era una voz de madre preocupada, una voz de campesina desconfiada, emitida por una de esas mujeres que creen más en el poder de sus alaridos que en el de los inventos modernos a los que no pueden meter los dedos en las llagas. Gritaba de tal modo que sus palabras huían de los auriculares que llevaba puesto el chaval. Y él se reía a gusto al reconocer las recomendaciones e inquietudes que le han hecho compañía desde pequeño, se reía complacido y feliz: “Hayeti, hayeti, kifak, kifak”. Mi vida, mi vida, cómo estás, cómo estás, repetía la madre. Las muestras de júbilo del joven se dirigían a la webcam instalada, como una enorme abeja inquisitiva, encima de la torreta de la computadora. Él sólo recibía la voz de su madre, pero eso no parecía importar porque lo esencial era nutrir con su efigie y sus nuevas a la mujer alejada; borrar sus preocupaciones. Le vi erguirse ?seguramente ella acababa de reprenderle por tender a encorvarse ante la pantalla?, hacer aspavientos con las manos ?no te preocupes, sí, como muy bien, duermo mucho?, y luego empezó una especie de recuento gráfico a cargo del muchacho. Fotos de todo cuanto había hecho desde la última vez que mantuvo una conversación similar.

El muchacho sacó la cartera, buscó fotos que depositó sobre el escritorio; de un sobre sobado extrajo más imágenes, todas en color, con paisajes, grupos de jóvenes, escenas de estudio, un rincón del esplendoroso jardín de la universidad con un banco en donde se apretujaba gente de su edad. Desde mi lugar no podía captar los detalles, pero seguía con placer la ceremonia. Durante mucho rato le vi poner una foto tras otra delante de la webcam, mantenerla, moverla hasta encontrar el punto correcto; todo ello sin que la mujer dejara de darle instrucciones, ni de decirle que la mantuviera mientras le interrogaba y comentaba las imágenes, y sin que él abandonara su sonrisa mientras, con infinita paciencia, le daba explicaciones acerca de cada excursión, cada fiesta de cumpleaños? Cuando acabó con el papel pasó a su archivo telefónico, venga a colocar las pequeñas instantáneas ante el ojo de la cámara. Y el bla, bla, bla consiguiente.

El encargado del cibercafé me dirigía miradas de complicidad. En un momento dado se golpeó la frente, fue adonde tenía las músicas y cambió la que sonaba ?brasileña, marchosa? por una que, me contó, le gustaba más a la señora: así fue como Celine Dion entró en nuestro pequeño espacio ciberespacial, sin graves consecuencias, debo decirlo. Sólo el gesto agradecido del chico parlante.

Cuando me fui, él seguía, y vi mi imagen en su ordenador, pasando tras él de refilón: tal como por un instante me vio esa desconocida que quizá no tenga ni siquiera mi edad.

El recuerdo de aquella charla a la que asistí furtivamente perduró como un foco de luz mientras la ciudad se emborronaba y esperaba malas noticias.

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