_
_
_
_
Reportaje:[47] MALOS DE LA HISTORIA

El psicópata caníbal

No es raro que los libros, artículos, páginas webs o documentales dedicados a Ed Gein adviertan que sus contenidos "pueden herir la sensibilidad del público". Valga, pues, el aviso.

Hoy está tan olvidado que muchos creen no conocerlo. Y, sin embargo, se estremecen en la ducha al evocar la secuencia del apuñalamiento de Janet Leigh en Psicosis. O el petardeo de la motosierra en La matanza de Texas, y el gancho que utiliza Leatherface para colgar a sus víctimas. O El silencio de los corderos y el disfraz de pieles humanas de Buffalo Bill, así llamado por la inveterada costumbre de desollar a sus secuestradas.

En tal caso, conocen muy bien a Ed Gein. Sólo que no lo saben. Porque esas tres películas -que marcan otros tantos hitos en el thriller de los sesenta, setenta y noventa- están basadas en él. Además de las dos secuelas de Psicosis y El silencio de los corderos, las cuatro de La matanza de Texas, varias réplicas, caterva de imitaciones, una copiosa discografía y bibliografía, algún cómic de estilo manga u obras de teatro que cuentan con pelos y señales las fechorías del Carnicero de Plainfield, el más extraño y creativo psicópata del siglo XX.

Y si no, que se lo digan al sheriff de Plainfield, tras entrar en la granja de Ed al anochecer del 16 de noviembre de 1957, mientras investigaba la desaparición de una vecina. El espectáculo que se encontró fue tan terrorífico que algunos atribuyeron su muerte al cabo del tiempo a la angustia que le provocó recordar los detalles para el juicio.

La casa se hallaba a oscuras, sin luz eléctrica. El sheriff sintió que algo le rozaba el hombro. Y al volverse y enfocar con su linterna se topó con los despojos de un cuerpo sujeto a un gancho. Había sido desollado y eviscerado de tal modo que al principio pensó en un reno, caza habitual de la región. Un examen más detenido le reveló que se trataba de los restos de una mujer colgada cabeza abajo. Las piernas estaban separadas formando una gran uve, de cuyo vértice arrancaba un profundo tajo, prolongando la hendidura vaginal hasta el cuello. Ahí terminaba, porque había sido decapitada. También le faltaban los genitales y el ano.

La policía tuvo que emplear esa noche y buena parte del día siguiente para hacerse cargo del alcance de lo perpetrado por Ed Gein. No tardaron en descubrir numerosos restos humanos: cuatro narices en una caja; nueve vulvas saladas y pintadas de color plateado; un cuenco para sopa hecho con la mitad invertida de un cráneo; nueve máscaras construidas con rostros de mujer; otras tantas cabezas sujetas a la pared como trofeos de caza; piel de diversas partes del cuerpo usada para confeccionar brazaletes, monederos, vainas de cuchillo, polainas, papeleras, pantallas de lámparas y asientos; cuatro calaveras que adornaban los remates de la cama; un corazón en una sartén; docenas de órganos en la nevera; un collar hecho con labios; un cinturón de pezones; un chaleco tapizado de vaginas y pechos; un vestido completo elaborado con piel femenina…

¿Cómo era posible que todo eso se hubiera llevado a cabo sin que nadie se apercibiese de semejantes atrocidades? ¿Cómo podía haberlo hecho por sí solo aquel hombrecillo taciturno, de gélidos ojos azules? Estaba considerado el tonto del pueblo, alguien tan inofensivo que no le invitaban a cazar porque decía no soportar la sangre.

Las respuestas empezaron a aflorar al reconstruir la vida de Edward Theodore Gein, iniciada hace ahora un siglo con su nacimiento en La Crosse. Allí vino al mundo en 1906, en esta ciudad a orillas del alto Misisipi, en el Estado de Wisconsin, junto a la linde con el de Minnesota. Sus padres, George y Augusta, ya habían tenido otro hijo siete años antes, al que llamaron Henry.

Los dos progenitores no se llevaban bien. George era un hombre de carácter débil, bastante desastrado y alcohólico. Pero allí estaba Augusta para compensar sus dejaciones. Ella llevaba con mano férrea la tienda de comestibles familiar, y también fue quien en 1914 decidió que debían trasladarse al no muy lejano Plainfield, una tranquila localidad de 652 habitantes. Lo hizo para evitar que la ciudad corrompiera a sus hijos.

Y allí creció Ed, en una granja de ochenta hectáreas, aislada en medio del campo, a unos diez kilómetros del pueblo. Una vez que Augusta lo retiró de la escuela, se dedicó a espantarle todos los amigos. El futuro asesino recordaría más tarde de forma muy vívida lo sucedido en el minúsculo matadero que tenían para su uso privado, al que le habían prohibido entrar de modo terminante. Hasta que una mañana, atraído por los chillidos de un animal, miró a través de la puerta entreabierta y vio a sus padres llenos de sangre, mientras mataban un cerdo. Tras ello, lo colgaron de unos ganchos y empezaron a despiezarlo. En ese momento, su madre se volvió hacia la puerta y alcanzó a verle.

Fue uno de tantos secretos guardados entre ambos, que mantenían una relación muy especial. Augusta había rezado en vano para que su segundo hijo fuera una niña que le ayudara en las tareas de la casa. No tuvo suerte, pero Ed terminó asumiendo como propios los deseos de su madre, auténticos dictámenes en aquel lugar. Era dominante, puritana, fanática. Leía todos los días la Biblia a sus hijos, dibujándoles a las otras mujeres como diabólicos vehículos del pecado. Los mantenía apartados de ellas, y en una ocasión en que pilló a Ed masturbándose en el baño lo escaldó arrojándole agua caliente.

Augusta despreciaba a su marido. Debido a sus convicciones religiosas, no se planteaba el divorcio. Se conformaba con rezar para que George muriera, y obligaba a sus hijos a acompañarla en tan piadosos propósitos. El caso es que, surtieran efecto o no estas plegarias, el padre falleció en 1940 de un infarto.

El hermano mayor, Henry, no tardó en seguirle. Ed admiraba el carácter fuerte de este último, pero habían tenido duros enfrentamientos, porque el primogénito no aprobaba la relación íntima entre su hermano pequeño y la madre, reprochándoselo a ambos. Henry murió en 1944 mientras intentaba apagar un fuego que se aproximaba a la granja. La policía advirtió que su cadáver se hallaba en un terreno no calcinado, con golpes en la parte posterior de la cabeza. Sin embargo, en ningún momento se les ocurrió que alguien tan tímido como Ed hubiera matado a nadie, y menos a un hermano al que parecía querer.

El mismo año en que terminaba la Segunda Guerra Mundial, 1945, la salud de Augusta empeoró debido al cáncer. No podía moverse, y cuando quería mostrarse cariñosa con su hijo le dejaba dormir en su cama. Estaban tan unidos que cuando ella murió, Ed decidió mantener intactas sus habitaciones. Él se recluyó en la cocina y una sala contigua. No necesitaba trabajar, un programa del Gobierno subvencionaba la preservación de sus tierras en barbecho.

Así, a los 39 años, sin haber tenido contacto físico con otra mujer que no fuera Augusta, Ed Gein quedó solo, aislado en un mundo que apenas alcanzaba a comprender. Y fue deslizándose hacia la psicosis, internándose en sus cenagosos fantasmas, dando rienda suelta a sus quimeras. Sobre todo las relacionadas con el cuerpo femenino, un completo misterio por el que sentía la misma curiosidad que un niño.

Empezó a atiborrarse de libros de anatomía humana, historias sobre los experimentos realizados en los campos de exterminio nazis, las salvajadas de las campañas bélicas del Pacífico, revistas pornográficas y operaciones de cambio de sexo. Todo alimentaba aquella olla a presión.

Como no tenía acceso a mujeres de carne y hueso, decidió desenterrarlas del cementerio. Un día leyó en el periódico local un suelto sobre una vecina recién inhumada, y pensó que había llegado el momento de pasar a la acción. Para ello pidió ayuda a un viejo amigo, Gus, otro lobo solitario, todavía más zumbado que él.

Tras esa profanación vinieron otras, a lo largo de los siguientes diez años, más o menos con la misma rutina. Se llevaba el cadáver entero o las partes que le interesaban y, una vez en la granja, utilizaba los huesos y la piel para su peculiar artesanía, guardando la carne y los órganos internos en la nevera. Según todos los indicios, para devorarlos más tarde, aunque él siempre negó el canibalismo y la necrofilia.

Solía elegir mujeres mayores que le recordaban a su madre. Pero quizá entre los cadáveres femeninos que Ed deseaba exhumar se encontrase el suyo propio. Porque detrás de ese obsesivo interés por la anatomía del sexo opuesto se hallaba el deseo de transformarse él mismo en mujer, en su madre. De los cuerpos desenterrados le atraían los órganos que no poseía. Los cortaba y se los ponía, vistiéndose enteramente con piel femenina. También consideró la posibilidad de someterse a una operación de cambio de sexo, y la desechó por resultar muy cara.

En paralelo, a partir de 1947, habían empezado las desapariciones en los alrededores de Plainfield, aunque a nadie se le ocurrió relacionarlas con Gein. Y mientras crecía su colección de trofeos, los experimentos de Ed se volvieron cada vez más osados e imprevisibles. Su amigo Gus fue internado en un manicomio a principios de los años cincuenta. Y de nuevo Gein quedó solo. Fue entonces cuando se atrevió a dar el siguiente paso: proveerse de cuerpos vivos.

Su primera víctima fue una divorciada de 51 años, Mary Hogan, a la que mató en 1954 disparándole con su revólver. La policía no consiguió resolver el caso, y en los tres años siguientes quizá hubiera otras víctimas suyas. No obstante, nada pudo demostrarse hasta la mañana del sábado 16 de noviembre de 1957, el día en que se levantaba la veda. Tomándoselo al pie de la letra, Ed cogió su viejo rifle del 22 y mató a Bernice Worden, la dueña de la ferretería, de 58 años. Después cerró la tienda, metió el cuerpo en su camioneta Ford y se la llevó a la granja, igual que había hecho con su anterior víctima.

Pero esta vez el nombre de Gein figuraba en el libro de registro, porque había encargado medio galón de anticongelante. Y el hijo de Bernice Worden era ayudante del sheriff. Así fue como éste se decidió a visitarle en su granja, encontrándose con el espectáculo que conmocionó al pueblo.

Sólo se le pudieron probar estos dos asesinatos. Algunos le atribuirían hasta diez. Con todo, no fue el número, sino el método, lo que causó tanto horror como fascinación. Especialmente cuando las revistas Time y Life le dedicaron sus portadas en los números de diciembre de 1957, convirtiendo a Gein en una celebridad.

Después del aluvión de periodistas, cientos de curiosos se dejaron caer por Plainfield. La sociedad que se hizo cargo de la "granja del asesino" empezó a cobrar 50 centavos por visitarla, y corrió el rumor de que la iban a convertir en una atracción para turistas. En marzo de 1958 se declaró un incendio, claramente intencionado. Muchos objetos de Ed sobrevivieron y fueron subastados. Entre ellos su camioneta Ford, comprada por un chamarilero, que decidió exhibirla en los circuitos de feria. Miles de personas pagaron 25 centavos por ver y tocar el coche en el que había transportado a sus víctimas.

Gein podía ser un loco, pero estaba muy bien acompañado en sus obsesiones. Durante bastante tiempo fueron habituales las bromas macabras, popularmente conocidas como Geiners, en honor suyo. No era raro que se amenazase a los niños con llamarle si se portaban mal, como en otros sitios se recurre al sacamantecas.

Al cabo de diez años fue juzgado y hallado culpable. Dado su estado mental, se le ingresó en un sanatorio, donde transcurrieron apaciblemente sus últimos años, mientras se rodaban películas y se publicaban libros de gran éxito, inspirados en su vida y milagros. Fue un paciente modélico, hasta que murió de cáncer en 1984, a la edad de 78 años. Lo enterraron junto a su madre en el cementerio de Plainfield que había profanado tantas veces. Su propia tumba tampoco quedó a salvo. En junio de 2000 fueron robadas distintas partes de ella, con toda probabilidad para venderlas en Internet, donde suele ofrecerse una treintena de objetos relacionados con él. Un año más tarde, su lápida fue recuperada en Seattle, y en la actualidad se custodia en un museo.

El primero en inspirarse en su caso fue el novelista Robert Bloch, nacido en el vecino Chicago, pero crecido en Milkwaukee, Winsconsin. En 1959 introdujo el personaje de Norman Bates en su novela Psycho, que al año siguiente llevó al cine Alfred Hitchcock. Quizá no por casualidad, porque el famoso cineasta británico había recopilado y montado las imágenes filmadas por los aliados en los campos de concentración nazis. Su película Psicosis añadió a los instrumentos usados por Gein dispositivos fílmicos no menos afilados: un montaje que trocea las imágenes como el asesino a sus víctimas; unos planos secuencia que serpentean por escaleras y pasillos hasta estrangular los resuellos del espectador; una música en blanco y negro con staccatos que resuenan como estacazos.

Y con él se abrió paso hasta las pantallas el moderno psicópata en serie. No es que no existieran otros antes de él. Pero a mediados del siglo XX resultaban fáciles de desactivar. Hacía falta alguien que los pusiera al día, a la altura de un público endurecido por los horrores transcurridos de Auschwitz a Hiroshima. Con su Freud bien sabido y un psiquiatra de guardia dispuesto a sajarle sus neurosis y demás supuraciones del subconsciente.

Ed Gein sentó las bases para suscitar tan sofisticados mecanismos en aquel Estados Unidos de Eisenhower, Doris Day, los coches con aletas cromadas y Disneylandia. Antes de él, el cine había dado cobijo a algunas mutaciones y terrores nucleares: hormigas gigantes, tarántulas asesinas, cosas así. Pero apenas se había internado en las aberraciones producidas en las mentes.

Fue él, con su psiquismo a la deriva, quien extrajo las consecuencias más abisales de sus lecturas sobre los campos de exterminio o la guerra del Pacífico. A su modo, los metabolizó no como simples sucesos puntuales, sino como categorías inseparables de la descascarillada condición moderna. Y tampoco hacía falta la aparatosa tecnología nuclear o la logística de las SS. Bastaba con el puritanismo de una madre fanática, un Edipo de buena calidad y el bricolaje de una simple granja.

Con esos mimbres armó una propuesta tan avanzada que para hacerse cargo de ella han tenido que suceder no pocos libros y películas. Sólo un malo de muy alto octanaje sería capaz de proporcionar combustible a tantas obras, y tan intensas.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_