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COLUMNISTAS
Columna
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Playas de la memoria

Entre los momentos de sensualidad femenina íntima y solitaria se cuentan esos lapsos de pereza durante los cuales nos aplicamos la crema o el aceite solar. No con la utilitaria rapidez que suelen exhibir los varones, como si se avergonzaran de mantener una relación con su piel, sino con la deleitosa lentitud de las mujeres, que sabemos lo que nos cuesta mantener nuestra epidermis hidratada, y disfrutamos de su perfume con justicia, ya que previamente hemos sufrido la picazón de los precios a que se está poniendo la cosmética más imprescindible.

Los olores de los potingues para tomar el sol me acercan a las playas de mi memoria. Destapo una lata de Nivea, y el desparrame de su aroma lechoso me devolverá a los baños públicos de San Sebastián, en la antigua Barceloneta, adonde me llevaban unos primos míos que estaban de novios, para que les sirviera de coartada mientras se metían mano en las casetas de vestuario. Una vez, el hombre decidió que la única forma de que yo aprendiera a nadar era arrojándome a la piscina de sopetón; sólo que yo decidí fastidiarle y no salir, con lo cual tuvieron que rescatarme y, desde entonces, nado como un caniche y sólo en distancias cortas. Este recuerdo huele a Nivea.

Situado un poco más adelante se encuentra el recuerdo Coppertone, que era un aceitón que atraía los rayos solares y te dejaba como un boquerón en escabeche. Mis amigas y yo lo usábamos en las sesiones de "vamos a ponernos tan-o-tan" antes de salir con los chicos a disfrutar de verbenas en azoteas y de rock & rolls en los bailes al aire libre de Castelldefels. Lo de tan-o-tan no tiene nada que ver con maniobras armamentísticas a cargo de la Alianza del Atlántico Norte, sino con el hecho de broncearse, pero en un inglés enriquecido con los aderezos macarrónicos locales; y lo asocio a algún producto epidérmico concreto que nos llegó en los tiempos del desarrollismo gubernamental inducido por el Opus Dei. Conservo el olor del aceite Coppertone como conductor hacia un vestido blanco y estrecho, con sobrefalda más corta (hubo un verano en que sobrefaldeamos furiosamente), vistiendo el cual me lanzaron a la American Graffiti, con un rock como fondo y con inevitable aterrizaje de este cuerpo sobre una mesa con cubatas.

Ello sucedió antes de que mi piel descubriera por su cuenta y riesgo que algo raro le estaba sucediendo a la capa de ozono, durante unas vacaciones en una Formentera casi desierta donde el hippy de plantilla me enseñó a fumar porros y a tejer unas artesanías lamentables tipo hacendosa presidiaria. El aceite que por entonces usaba era directamente yodo camuflado con coco, y los sarpullidos que me brotaron alejaron hasta al pobre hippy, que era bastante sarnoso de por sí. Yodo con coco: a eso huelen en mi memoria las playas vírgenes de Formentera a principios de los sesenta.

Desde entonces, víctima de una alergia solar que se manifiesta periódicamente como una malaria, y a la vez necesitada de algo de sol para poder resurgir en cada primavera, he ido explorando la oferta proteccionista, que en los años primeros consistía básicamente en cubrirse con capas y más capas de crema hidratante. Luego han venido los diversos productos que actualmente atiborran las farmacias, y de cuyo frote y refrote no conservo el mismo recuerdo vivaz que tengo de aquellos que contribuyeron a achicharrarme. Pero hace poco, en mi balcón, desde donde recibo, castamente ataviada, los beneficios del sol barcelonés de la mañana, mientras me untaba plácidamente con Murad, tranquilizada por la lista de ingredientes (puros productos naturales a precios desquiciadamente artificiosos), me vino de sopetón el aroma glorioso de un verano en el Mediterráneo, de una piscina en un hotel, entre palmeras cimbreantes y rugientes excavadoras entregadas a la remodelación de los últimos escombros de una guerra. 1998, finales de junio, Murad: combinación de lavanda, naranjas dulces y fosfato de magnesio para el sol de Beirut en la nariz de la memoria.

Como si lo cantara: gracias a las cremas, que me han dado tanto.

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