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Una exposición desvela el secreto de los budas coreanos

"El verdadero misterio del mundo está en lo visible, no en lo invisible", parece haber sentenciado Oscar Wilde, gran proveedor de paradojas para exergos destinados a exposiciones. En el caso de la que se puede visitar en el museo Guimet de París hasta el 31 de agosto la paradoja está justificada: La vie intérieure des Bouddha (La vida interior de los Buda) se refiere al resultado de pasar por el escáner algunas esculturas y libros de la colección coreana del museo. El resultado es otra obra de arte, en tres dimensiones virtuales, que nos revela o crea secretos. En unos casos en el vientre de la escultura se hacen visibles piedras preciosas, en otros, documentos, en unos terceros, restos animales. A veces los hallazgos no están en la barriga de Buda o de la Diosa, sino en su cabeza. Y el escáner no se interesa sólo por el interior de las figuras, sino que también se atreve a desvelar las torres de oro, escritas en caracteres hangul, que se apilan como inesperados rascacielos, a través de pliegos de hojas que permanecen invioladas. La máquina aún no puede permitirnos leer el texto, hoja por hoja, pero sí nos permite distinguir algunas letras, identificar materiales, colores, intuir la calidad de un manuscrito ilustrado que hay que no puede ojearse manualmente so pena de destruir para siempre las páginas y el secreto que guardan.

Las esculturas del Guimet, en su gran mayoría llegadas a Francia en 1888 gracias a la curiosidad del mecenas Charles Varat, se escalonan entre el periodo Koryo (siglos XI y XII después de Jesucristo) y hasta la época Choson (a finales del XVIII). En su momento, Francia, junto a Rusia, respaldó a Corea en sus ambiciones de independencia frente a sus poderosos vecinos chinos y japoneses, y eso determina que la colección del Guimet figure entre las mejores del mundo, puesto que fue agrupada antes de las catástrofes político-militares vividas por el país a lo largo del siglo XX. Además, Varlat llegó a Corea en un momento en el que el neoconfucianismo servía de cemento ideológico para la dinastía del periodo Choson y el budismo había perdido el prestigio anterior. El resultado es que toda la colección salió legalmente del país.

La idea de utilizar las esculturas como relicarios iba acompañada de todo un ritual. Una vez terminada la talla de la figura, una vez excavado el escondite, ahí se depositaban vísceras -humanas o de animales-, joyas, objetos santos, escritos o textos sagrados para luego cerrar el hueco de acceso antes de proceder a la pintura que camuflará a lo largo de los siglos la "herida" en la espalda o en la cabeza de Buda, cuando no se halla en la base, en su unión con un zócalo. Una vez terminadas todas esas ceremonias, y solamente entonces, un monje pintaba los ojos y las pupilas de la figura. A partir de ese momento se consideraba que estábamos ante una imagen "viva", consideración que no impedía que los monjes, en caso de frío desesperado, se sirviesen de ellas como combustible con que alimentar sus chimeneas, precisamente porque su valor no era sagrado, sino de simple testimonio, de ejemplo.

Rodolphe Gombergh es quien ha puesto a punto toda la maquinaria para "cortar y fotografiar" el volumen, el recurso a la transparencia y el movimiento, descubriéndonos que, como en la pagoda, la escultura está concebida como un todo, como un mundo que oculta otro, como una síntesis de universos que coexisten.

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