Las huellas del 'tsunami'
La catástrofe provocada por la ola maldita está aún presente en la vida de millones de personas. Cien días después de la tragedia, 'El País Semanal' recorre los rincones castigados de Sri Lanka. Pero la amenaza continúa. Hace dos semanas, un nuevo seísmo ha causado más víctimas en otros lugares. Éste es el retrato de un pueblo que lucha por salir adelante.
Un hombre cargaba calaveras en un remolque sujeto a un pequeño tractor. Al acercarnos, nos dimos cuenta de que las calaveras eran en realidad masas calcáreas con formas redondeadas y porosas. Las observamos con aprensión y rozamos su superficie con la punta de los dedos, que se quedaban impregnados de un polvillo blanco. Detrás del remolque había una casa en ruinas y, un poco más allá, el mar de color azul verdoso acunándose inocentemente a sí mismo. Los cocoteros -en pie, aunque inclinados caprichosamente hacia la izquierda o la derecha y con las raíces fuera de su sitio- formaban una caligrafía irregular, como los palotes de un escolar poco aplicado o torpe. Aunque el sol no había alcanzado su cenit, el resplandor era tal que uno se sentía alumbrado por dentro, como si hubieran encendido todas las habitaciones del cuerpo. De las ramas de los árboles colgaban pedazos de camisetas, trozos de pantalones, tiras de sandalias de goma. El suelo, más que revuelto, aparecía destripado, como un peluche abierto por cuyas heridas escapara la borra de la que estaba relleno. Nos encontrábamos ante el negativo de una postal turística. Una postal inversa. Había cocoteros, sí, y una playa de arena acogedora y un mar turquesa idéntico al de los documentales de la tele. No faltaba ninguno de los elementos que, según las agencias de viajes, definen al paraíso. Pero todo estaba abierto, fuera de lugar, patas arriba. Un paraíso roto.
El hombre que cargaba las falsas calaveras en el remolque se llamaba Danayanda Ubewarna, tenía 55 años y la casa rota era suya. Estaba desescombrándola, separando el ladrillo del coral, pues cuando se levantó, en tiempos de los ingleses, el coral se utilizaba como material para la construcción. Recogía los pedazos de coral que habíamos tomado por calaveras para quemarlos y convertirlos en cal, una industria muy desarrollada en esta zona. Nos invitó a entrar -es un decir- al interior de la casa sin paredes para que viéramos dónde había estado la habitación del matrimonio, la de los hijos, la cocina Nos indica dónde debemos pisar, para no hacernos daño, y comprobamos el cuidado con el que ha ido apilando, en diferentes montones, los restos de su casa, quizá los restos de su vida: aquí, las vigas de madera; allí, los ladrillos recuperables; en este otro rincón, objetos tales como el contador de la luz, el televisor, los frascos, los zapatos sin par, las cacerolas abolladas En una de las paredes que han resistido en pie, hay un retrato de Buda que aguantó, sorprendentemente, la violencia de las olas.
-Afortunadamente -dice- estábamos despiertos y me encontraba yo en casa, pues mi mujer no habría podido con los dos niños.
La primera ola entró por las ventanas y las puertas abiertas y el agua alcanzó la altura del cuello de los adultos. Danayanda recuerda haber sido empujado fuera de la vivienda, contra la cerca que la rodeaba, cuyas púas se clavó en las piernas (nos muestra las cicatrices). Recuerda cómo los enseres domésticos, desalojados también de las habitaciones, le golpeaban en la espalda mientras intentaba tomar el control de su cuerpo. Recuerda haber pasado junto a la copa de un árbol a cuyas ramas se aferró. Cuando miró alrededor de sí, vio a su hijo de seis años encaramado a otro, y a su mujer, con el bebé de seis meses, subida a un cocotero en el que había cuatro personas más. A los cinco minutos el mar se retiró y aunque los árboles se cimbrearon, resistieron la succión del agua. Descendieron a tierra. Él cogió a sus dos hijos y corrió y corrió junto a su mujer hacia el interior. De los que se quedaron para rescatar los muebles, los electrodomésticos o los recuerdos desperdigados por la playa, no se salvó nadie, pues la segunda ola, que llegó a los quince o veinte minutos, fue más agresiva que la primera.
Danayanda sonríe mientras nos relata su historia. Estamos nosotros más sobrecogidos que él. Cuando nos ve jadear bajo aquel sol que parece llegar al cuerpo sin el filtro de la atmósfera, trepa a un cocotero y arroja unos cuantos cocos en los que luego practica un orificio que tiene el tamaño justo de los labios. Pese al calor, el agua se ha conservado fresca dentro de la fruta.
Nos encontramos en Rekewa, al sur de Sri Lanka, una isla con forma de lágrima, situada al sur de la India, cuyo borde inferior llevamos recorriendo desde hace algunos días. Ayer vimos los vagones arrugados de ese tren que salió tantas veces en los telediarios y en el que murieron 1.500 personas. Nos contaron que la primera ola se coló como un ladrón en el interior de los compartimentos, desnudó a los pasajeros y se retiró con sus ropas. El miedo empujó a muchos hacia fuera, pero el pudor empujó a las mujeres hacia dentro, de forma que fueron sorprendidas por la segunda ola agachadas junto a sus asientos, para proteger su intimidad.
-Algunas -añade nuestro interlocutor con un curioso afán de precisión- tenían el sarí puesto, pero llevar un sari mojado es casi lo mismo que ir desnuda.
Sri Lanka, antes Ceilán, es, según la leyenda, la isla en la que se refugiaron Adán y Eva tras ser expulsados del Edén. Que el sucedáneo del paraíso tenga forma de lágrima no deja de ser una ironía, casi un acierto literario. Es como si diéramos a la imitación de la luz el perfil de la oscuridad. La capital de esta lágrima, Colombo, se encuentra en la costa oeste, a la altura de la parte más ancha de la isla. Los responsables de promocionarla desde el punto de vista turístico han encontrado varios lugares desde los que fotografiarla de manera que transmita la impresión de ser un pequeño Manhattan en el que no falta un World Trade Center con sus dos torres gemelas, rodeadas de edificios de multinacionales y de hoteles de lujo que se elevan sobre una ciudad chata, llena de infraviviendas con la puerta de delante a la vía del tren y la de atrás a un río de excrementos. Otra imitación, la de esas postales, esta vez del paraíso capitalista. Por cierto, que el segundo día de nuestra estancia en Colombo alguien nos habló de un lugar mítico, de nombre Odel, donde por 25 euros podías comprarte unos vaqueros Levi's y donde las camisas de marca, que en Europa cuestan 100 o 150 euros, estaban allí a seis, como lo oyen, a seis euros. Nos hablaron de prendas de piel regaladas, de zapatillas deportivas tiradas de precio. Las camisetas de los diseñadores más caros, a cuyos escaparates de Madrid o Barcelona no nos atrevemos ni a asomarnos, estaban a dos duros.
Fuimos a Odel y resultó ser un centro comercial con semblante europeo, donde, efectivamente, no tenías más que alargar la mano para tomar un traje de Boss, una maleta Samsonite, un diseño de Kenzo o de Custo. Las parejas, generalmente europeas o de la clase alta srilanquense, se movían entre unas y otras secciones con la excitación con la que Adán y Eva iban de una parte a otra del paraíso dejándose tentar por sus frutos. No importaba el fruto que cogieras. Cuando llegabas a la caja siempre te habías gastado menos de lo que era capaz tu poder adquisitivo. Todo marcas, insisto, confección de primera, tejidos que ni Marco Polo, uno de los visitantes míticos de esta isla, podía soñar.
Al poco de salir del paraíso, con la bolsa repleta de frutos prohibidos, vimos a dos cuervos devorando una rata en medio de la calle, frente a la indiferencia de los transeúntes. Y antes de llegar al hotel, un hombre con sólo medio cuerpo atravesó la calzada sobre un carro de ruedas impulsado por unas manos sin guantes.
Uno había ido allí a escribir un reportaje sobre el postsunami, pero cómo cerrar los ojos a los excesos de los cuervos, que despiden la tarde con un griterío que continúa sonando dentro de tu cabeza muchos días después de haber abandonado la ciudad; cómo no registrar su aleteo desesperado cuando sale y se pone el sol, como si aquellas alas fueran los párpados de una ciudad perpleja. Los cuervos te observan con una mirada cargada de sentido mientras das cuenta, en la terraza del hotel, de un pollo al curry. Un día, el más arrojado, o quizá el más hambriento de los cuervos, se lanzó sobre la mesa de la que el camarero acababa de retirar nuestros platos de europeos ahítos, y se llevó un muslo de pollo con la limpieza con la que un carterista te levanta el billetero. ¿Y cómo evitar la tentación de escribir sobre las sucesivas subidas del precio de unos pantalones de marca desde que salen de los talleres de costura de Sri Lanka hasta que llegan al escaparate de una tienda de Madrid, de Berlín, de Barcelona? ¿Serían también esos talleres que no visitamos la otra cara del paraíso?
Estuvimos tres días en Colombo, que es el vestíbulo desde el que te haces una idea de la distribución de la isla, que mide unos 400 kilómetros de largo por 300 de ancho. Visitamos instituciones oficiales en busca de datos y de estados de ánimo. Cuando preguntábamos por el estado de ánimo, nos contestaban con estadísticas. Pero cuando aceptábamos las estadísticas como un sucedáneo de los estados de ánimo, nos decían que no nos fiáramos de ellas, pues todas las cifras eran provisionales, sujetas, como estaban, a los cambios de una realidad que no se estaba quieta.
-¿Cuánta gente desplazada hay? -preguntábamos.
-¿Qué cifra le gustaría a usted escuchar? -parecían responder con los ojos.
Y es que todo se movía, no había dejado de moverse desde el tsunami. La solidaridad familiar y comunitaria habían vaciado muchos de los campamentos levantados durante los días siguientes al desastre. La respuesta más común a la pregunta de "dónde vive usted" era "con unos parientes".
En esto, del mismo modo que nos había llegado el rumor de la existencia del paraíso Odel, nos llegó el de la proliferación de las llamadas oenegés de maletín, para las que Sri Lanka había devenido también en un Edén. Estas oenegés, por lo general desconocidas, aprovechándose de la corriente de solidaridad despertada por la catástrofe, habían recogido en sus países fondos con los que se habían registrado ante las autoridades de Sri Lanka, de las que obtuvieron el permiso para abrir oficinas en las que vegetaban con sueldos de 30.000 dólares. Luego, acogiéndose a los beneficios fiscales que se dispensa a las organizaciones humanitarias, habían adquirido automóviles de importación (Mercedes, BMW, Audi, etcétera), y finalmente habían cerrado el maletín (de ahí su nombre, oenegés de maletín) y habían regresado a sus países para disfrutar de los automóviles adquiridos sin la carga impositiva habitual. Nos dijeron que durante el primer mes, tras el tsunami, se habían inscrito entre 400 y 600 organizaciones de este tipo. Cuando nosotros llegamos, el Gobierno las había obligado a registrarse de nuevo, para comprobar cuántas de las que habían llegado en la primera oleada de solidaridad permanecían en la isla.
Uno tampoco había ido a Sri Lanka a escribir sobre las oenegés, pero cómo no mencionar a esa banda de sucedáneos cuyos maletines negros, al abrirse, recordaban el aleteo de los cuervos antes de lanzarse sobre su presa. Los responsables de Plan Internacional, nuestros anfitriones, se mostraban preocupados por este tsunami de mala fe que tanto daño podía hacer a la cooperación verdadera. Cuando saltan a la prensa estas noticias, generalmente sin matizar, muchos donantes potenciales las utilizan como coartada moral para no prestar su ayuda. Sobre el dinero entregado para la solidaridad siempre pesa la sospecha de la corrupción, de su mala utilización, de su desvío. Y aunque a veces se corrompe, se utiliza mal y se desvía, continúa siendo un dinero necesario cuya utilidad no siempre se aprecia en toda su magnitud desde los cuartos de estar del Primer Mundo. Es muy difícil que a alguien se le ocurra hacer un reportaje sobre la construcción de letrinas en Sri Lanka. No tendría audiencia. Pero es que ese paraíso de cocoteros y playas blancas que le venden las agencias de viajes no tiene letrinas, señor, lo que constituye un problema higiénico de primer orden. ¿Qué es más llamativo, un reportaje sobre las oenegés de maletín o un reportaje sobre las letrinas construidas por el Plan en las zonas rurales? ¿Qué vende más, una historia de gánsteres o la historia de cómo se levanta en medio de la selva un modesto dispensario médico, cómo se le provee de medios, cómo se forma al personal y cómo, cuando la oenegé que lo puso en marcha se retira, la existencia de ese dispensario hace descender la mortalidad infantil en toda la zona?
Habíamos ido a escribir un reportaje sobre el tsunami y no era probable que el redactor jefe nos aceptara un reportaje sobre la construcción de letrinas, ni sobre el método para enseñar a los usuarios a mantenerlas, ni sobre la forma de desaparecer de la escena en la confianza de haber generado un modo de cultura, pues si es cierto que somos víctimas de nuestras verdades, una vez probada la higiene ya no hay manera de prescindir de ella. A eso se le llama asistencia para el desarrollo, que, por expresarlo con una imagen que todos entendemos, consiste en enseñar a pescar en vez de regalar un pez. Y allá donde fuimos en nuestro recorrido había gente de distintas organizaciones humanitarias, coordinadas por el Gobierno srilanqués, enseñando a pescar, construyendo viviendas provisionales, estudiando las necesidades de la población a corto y a largo plazo, y colaborando en la reconstrucción de la isla (el Plan tenía asignada la construcción de 1.200 viviendas sólo en el distrito de Hambantota).
El 'tsunami' acabó con 40.000 vidas (la cifra oficial bailaba en torno a los 38.000), pero había miles de desaparecidos también, y no sólo en el orden físico, sino en el legal, puesto que pueblos enteros, con sus ayuntamientos y demás centros oficiales, se diluyeron como un pedazo de azúcar bajo el agua, dejando a sus habitantes, vivos o muertos, sin papeles. Los muertos habían pasado al otro lado sin certificado de defunción y los vivos permanecían en éste sin partidas de nacimiento. Mucha gente dice que el tsunami fue, fundamentalmente, democrático porque no discriminó entre pobres y ricos, pero a nosotros nos parece que fue fundamentalmente arbitrario, pues no había manera de saber con qué criterio había dejado huérfanos, viudos, viudas; con arreglo a qué normas había roto a las familias por este lado o a las poblaciones por este otro; de acuerdo a qué vara de medir se había adentrado un kilómetro aquí y medio allá. En nuestro viaje a lo largo de la costa, siguiendo las vías del tren, observamos que la diferencia entre la vida y la muerte había dependido en muchos casos de unos metros. El agua, en algunas zonas, arañó la costa como la uña de un niño araña el borde de una tarta, con un cuidado exquisito para que no se notara la incursión. En otras, sin embargo, no respetó ni los cementerios, cuyas pesadas lápidas, arrancadas de sus tumbas, aparecían dispersas sobre la tierra como las fichas de un dominó sobre la mesa. El paisaje habitual, en las zonas afectadas (¡y a dos meses del suceso!), estaba compuesto por barcas partidas, casas abiertas, cascajos multicolores, colchones destripados, muebles cojos Toda la domesticidad había quedado a la intemperie, confundido el dentro con el afuera de un modo desasosegante. No pudimos averiguar cuál era el número exacto de campamentos, pero había tiendas de campaña por todas partes. Muchas se levantaban sobre el lugar en el que había estado la vivienda, para no alejarse de la propiedad. Las mariposas -algunas grandes como pájaros- revoloteaban sobre los escombros.
A veces, abrías la puerta del coche y colocabas el pie sobre una fosa común. Así nos ocurrió en Kundawella, de camino a Hambantota, donde había 6.000 casas afectadas. Era domingo por la tarde y buscábamos una escuela en la que, según nos habían dicho, permanecían refugiadas 24 familias, aunque cuando llegamos ya no estaban: había funcionado una vez más la solidaridad familiar y comunitaria a la que nos referíamos antes. La escuela era un recinto rectangular cercado por un muro de medio metro de alto del que salían, cada tanto, unos pilares sobre los que se sostenía un tejado de uralita. La gente estaba en medio de la calle (es un decir, pues ya no había calles) o a la puerta de las tiendas de campaña, rodeada de bidones de plástico, esperando al camión cisterna con el agua potable que pasaba cada tres o cuatro días. La primera línea de playa estaba llena de chatarra orgánica mezclada con restos de paredes, fragmentos de vajillas, jirones de ropa. Vimos a una chica holandesa ayudando a desescombrar (¿hay algo más extraño que desescombrar una playa?) y hablamos brevemente con ella. Nos presentó a un alemán delgado, casi un adolescente, que tras informarse por Internet de la situación, se había presentado allí y arrastraba con esfuerzo una carretilla llena de despojos. Nos pareció un trabajo de hormigas, pero ya habían logrado, entre ellos dos y seis o siete lugareños, hacer tres montones de basura. No sudaban porque no quedaba dentro de ellos una gota de líquido.
Buscando la sombra, el traductor y yo nos refugiamos junto al muro de una construcción rota, donde jugaban unos niños con los que trabamos conversación. Nos dicen, señalando la orilla del mar, que hay enterrados seis cuerpos. Nos guían hasta el lugar, que para ellos debe haberse convertido en un espacio mítico, y nos quedamos allí, parados, sin saber qué debemos sentir. En esto pasa un adulto y le preguntamos si es cierta la información de los niños. Nos dice que no, que no son seis, sino 186 cuerpos los que reposan debajo de nuestros pies. Y luego añade:
-¿Es que no notan el olor?
Claro que lo habíamos notado, pero quién se atreve, junto a un mar turquesa, debajo de unos cocoteros de postal, a verbalizar que hay un olor insoportable a cadaverina. Salimos espantados de la playa, del pueblo, del domingo por la tarde, seguidos de cerca por nuestras sombras, que se achataban o estiraban de manera siniestra bajo aquella luminosidad cegadora, semejante a la que debe suceder tras una explosión nuclear.
Al día siguiente llegamos a Hambantota, la capital del distrito del mismo nombre y uno de los lugares más castigados por el tsunami. Un grupo de militares paquistaníes que hacen labores de limpieza en el puerto nos saludan. El asistente del gobernador nos recibe y nos da las cifras de los muertos, de los desaparecidos, de los huérfanos, de los desplazados Cuando le preguntamos por el duelo, nos mira con asombro. Qué dice usted del duelo, hombre de Dios, parece preguntar con su sonrisa educada, qué dice usted del duelo en un lugar donde aún no hemos identificado a los muertos, no hemos dado con los desaparecidos, no hemos reconstruido las escuelas, no hemos empezado a levantar las 6.000 casas proyectadas, y con el segundo monzón del año, como el que dice, a la vuelta de la esquina; qué dice usted del duelo en un lugar donde la gente aún no compra pescado por miedo a poner en la sartén el mismo pez que se ha comido lo ojos de su padre, de su mujer, de su hijo
Un par de días antes habíamos estado en Galle, viendo los proyectos de Sewa Lanka Foundation, una ONG local dedicada al desarrollo de los sistemas de riego y agricultura que recibe soporte económico del Plan. Hablamos con Kusaia Ambagahawatta, una chica de 22 años con las ideas sorprendentemente claras que coordinaba el proyecto. Nos contó que desde el tsunami no había tenido tiempo para nada, pues también atendía a planes de educación y sanidad. Los asuntos que más le preocupaban eran, por este orden, la situación sanitaria, los problemas de los niños (alimentación, educación, vivienda) y el estado de la economía. Galle era un pueblo de pescadores sin barca, sin redes, donde la población, por otra parte, se resistía aún a comprar pescado. Tras la entrevista fuimos a comer a un restaurante especializado en frutos del mar. Todo el mundo pidió carne.
Pero estábamos en Hambantota, donde desde hace años se celebra cada domingo un mercado muy importante de verduras y pescados al que viene a comprar gente de las poblaciones vecinas. Se calcula que a las 9.36 horas de aquel domingo, cuando llegó la primera ola, había en ese mercado 2.000 personas, de las que murieron 2.000. De las casas de pescadores que estaban en la primera línea de la playa no quedó ni una en pie.
Mucha gente ha levantado las tiendas de campaña sobre el suelo de lo que fue su hogar. Hablamos, entre otros, con A. H. M. Rinos, soltero, de 27 años, pescador. Ha perdido a sus padres, cuatro hermanos y una hermana. Él se salvó porque estaba pasando el fin de semana en casa de un pariente, en el interior. No ha encontrado ninguno de sus cuerpos, aunque los ha buscado por hospitales, entre las casas, por entre los escombros y los matorrales. Piensa que están en el agua, en el mar. Quiere continuar pescando porque no sabe hacer otra cosa, pero ignora cómo o cuándo. Él alimentaba a toda la familia, era como el padre.
-No puedo vivir aquí yo solo -dice- porque no puedo dejar de pensar.
Le fotografiamos frente a las ruinas de lo que fue su casa mientras nos cuenta que durante los días posteriores al tsunami el mar devolvió, sin prisa, pero sin pausa, más de cincuenta muertos. La gente iba hasta la orilla a ver si ese día regresaba el padre, la hermana, la esposa
-Pasabas por aquí -dice con sencillez- y veías llegar a los muertos, porque después del primer día en el agua los estómagos se hinchan, los cuerpos salen a flote y las olas los traen hasta la playa. Pero no pienso, a estas alturas, que los de mi familia regresen.
Hambantota está dividido por una carretera. Las casas mejor construidas, que se encuentran al otro lado de esa carretera, en la segunda línea de playa, resistieron. Es el caso de la de N. S. M. Hanees, de 45 años, que perdió a sus padres y a su mujer, aunque conserva a los tres hijos (dos varones de 17 y 14 años y una niña de 11). Acababa de comprar una barca nueva, cuya foto nos enseña. Él estaba fuera de la casa y dice que vio llegar la ola. Su mujer estaba en el mercado y los críos durmiendo. Tras resistir el empuje de la primera ola, que llegó a los dos metros de altura (vemos la marca del agua en las paredes), cogió a los hijos y los llevó hacia el interior.
-El agua -dice- llegó despacio, pero se fue deprisa. El nivel, dentro de la casa, subió poco a poco, pero se retiró como si hubiera sido succionada. Aquí el tsunami tuvo algunos rasgos particulares. La segunda ola fue menos alta, pero más violenta. La gente que entre la primera y la segunda ola corrió a amarrar los barcos o a salvar los muebles murió, porque la segunda actuaba como en remolinos, arrastrando los automóviles, los muebles, los electrodomésticos. No era una ola, era un diablo.
Hanees sólo ha recuperado el cuerpo de su padre. Dice que cuando pasó todo y bajó al mercado, revisó uno por uno los cadáveres que yacían por el suelo, pero ninguno de ellos era el de su mujer, ni el de su madre. Habla de nuevo del trabajo, de la resistencia de la gente a comprar pescado, de sus dificultades para reponer los aparejos perdidos. Dice que ha hablado en la televisión animando a la gente a comprar pescado.
Todo el mundo, en todas partes, recuerda obsesivamente lo que hizo entre la primera y la segunda ola, como todo el mundo recuerda el ruido sobrecogedor con el que se anunció el desastre. En la segunda ola, nos dicen, el mar ya no era exactamente mar, era una masa turbia compuesta de arena, objetos domésticos, raíces, peces, conchas, crustáceos. Algunos lo describen como un mar negro. Era tal la cantidad de objetos que arrastraba que muchos murieron golpeados por ellos. Hay otro detalle que contradice a la idea que llevábamos: el mar no se retiró antes de la primera ola. Sencillamente, desapareció. Según esta versión, era como si hubiese sido succionado por la arena. En algunos lugares desapareció un kilómetro de mar, dejando al descubierto infinidad de peces, de conchas marinas, de crustáceos. El espectáculo era tan surreal que atrajo a muchos curiosos que murieron cuando el mar volvió de donde quiera que se hubiera ido.
Ese día comimos con Milton, el responsable del Plan en la zona. Acababa de mantener una reunión con representantes del Gobierno local en la que había propuesto la creación de microcréditos para ayudar a los pescadores a reponer sus aperos. Estaba contento, optimista. El Plan trabajaría con organizaciones locales y con bancos.
-Nos habría gustado -añadió- hacerlo directamente con la cooperativa de pescadores, pero hemos detectado peligro de corrupción.
Le decimos que la limpieza va lenta y responde que teníamos que haber visto cómo estaba aquello hace dos meses.
-Además -añade- no hemos tenido peste ni ninguna de las epidemias que siguen a las grandes mortandades porque nos apresuramos a enterrar a los fallecidos. Ahora puedes andar por donde quieras y apenas huele a muerto.
Milton tiene 62 años. Estudió Economía en la antigua Unión Soviética. Es menudo, ágil, fibroso y disfruta trabajando.
Por la tarde, volvemos a recorrer el pueblo. Vemos el cementerio, con las lápidas torcidas o arrancadas, donde pastan perezosamente tres o cuatro cabras. A la espalda del pueblo hay una laguna que estaba prácticamente vacía antes del tsunami. Ahora está llena de agua (y quizá de muertos) hasta los bordes. Nos asomamos a su orilla y comprobamos que el agua está muy sucia. En las ramas de los árboles cercanos ondean jirones de ropa. Hace dos días encontraron en esta laguna salada el cuerpo de una mujer abrazada a sus dos hijos. Al abandonar el pueblo vemos a un montón de gente haciendo cola frente a una de las pocas casas que han quedado en pie. Se trata de una oficina improvisada en la que expiden certificados de defunción.
Por las noches, cuando llego al hotel y repaso las notas del día, veo que acumulo obsesivamente casos y entrevistas. He reunido todas las variedades posibles de orfandad, de pérdida, de vacío, de desolación, de desgracia. Tengo más casos de los que cabrían en quince reportajes y no doy por concluido el trabajo en la esperanza de que en el próximo encontraré una revelación, aunque no sé de qué tipo. Me obsesiona la idea de la ausencia de duelo. La gente habla del suceso con una facilidad pasmosa. Lo han perdido todo a cambio de un relato fantástico que te cuentan una y otra vez, sin que tengas que insistir o rogar, como el que te relata un mal sueño durante el desayuno.
Tal vez, me digo, estoy intentando aproximarme a este dolor desde unos esquemas culturales que no sirven para comprenderlo. Hallé una respuesta parcial a estas dudas en el testimonio de S. V. Jagawardene, una mujer de 47 años que trabajaba como profesora en una escuela budista de una localidad cercana a Tangalle, donde vivía con su padre, su marido y sus tres hijos, dos varones de 8 y 16 años y una chica de 18. La chica era deficiente mental. Su marido estaba ese día en Colombo, visitando a unos familiares, con el crío de 8 años. Dice que cuando escucharon el ruido, que define como si la Tierra se hubiera desgarrado por dentro, el chico cogió a su hermana y salió corriendo. El padre de Jagawardene era sordo y no escuchó nada, por lo que no entendía por qué todo el mundo corría. Obedeció a su hija, pero sin dejar de preguntar qué pasaba.
-¿Por qué corremos? ¿Por qué corremos?
En unos instantes llegó la ola y Jagawardene empezó a tragar agua salada. Era incapaz de controlar su cuerpo, que iba de un lado a otro empujado por los remolinos. Durante un instante vio flotar a su hija, pero no pudo acercarse a ella. Se agarró a una planta, de la que fue arrancada. Más tarde logró asirse a las ramas de un árbol. Cuando miró alrededor vio a su padre, a su hijo y a una vecina encaramados a otros árboles. Estamos hablando de la segunda ola porque la primera no llegó hasta su casa. Dice que estaba asombrada de que el agua tuviera vida, nunca se le había ocurrido pensar en el mar desde ese punto de vista. Cuando el agua se retiró, no se atrevían a bajar por si venía otra ola. Estuvieron durante un tiempo indeterminado allí arriba, mirando hacia un lado y otro, en busca de la chica, sin dejar de vigilar la expresión del mar. Por fin bajaron y su hijo encontró a un vecino de cinco años atrapado entre unos matorrales. Sorprendentemente, estaba vivo. Dice que lo cogió en brazos y anduvo con él como un sonámbulo hasta que lo colocó en las rodillas de su madre, que estaba sentada en el suelo, llorando. Entonces llegaron rumores de que venía otra ola y se subieron a un tejado que había quedado medio en pie, donde esperaron un buen rato sin que ocurriera nada. A las once de la mañana estaba con su hijo en el templo budista de la localidad, donde los supervivientes se reunieron de manera espontánea. No vio a su hija, pero el sacerdote le dijo que no se preocupara.
-Seguro que está en el otro templo -añadió.
Pero fue al otro templo y tampoco allí dio con ella.
-Corrí al hospital -añade-, porque nos dijeron que quienes no hubiéramos encontrado a nuestros familiares en los templos debíamos ir al hospital, a cuyas puertas, sobre el suelo, habían colocado los cadáveres para que la gente los reconociera. La encontré allí, entre los muertos, pero no me pude llevar su cuerpo porque necesitaba la ayuda de mi marido, que estaba en Colombo. Lo recuperamos al día siguiente, cuando regresó. No le pudimos comprar un ataúd, así que la envolvimos en un plástico y la enterramos en compañía de otros 60 o 70 muertos. Dos de los que enterramos con ella eran vecinos; los otros, no.
Ahora, los miembros de la familia viven repartidos entre las viviendas de distintos parientes. Durante el día, su marido permanece en la casa rota, desescombrándola y recogiendo información sobre las ayudas que pueden solicitar.
-Pero yo -añade- no tengo interés en el tejado de mi casa ni en los pueblos ni en nada, sólo en mis hijos.
Le preguntamos si no le vendría bien algún tipo de ayuda psicológica y dice que no, que cuando sucedió la catástrofe fueron al templo, ayudaron a la gente en lo que pudieron, hicieron cosas buenas, y que lo que había que hacer ahora era olvidar, porque eso es lo que hacen los budistas.
Al acabar nuestra conversación, dando un paseo por las aulas, vimos escrita en una pared la siguiente leyenda: "El perdón es la venganza más noble". Y esta otra: "Los momentos perdidos están perdidos para siempre".
Mi cuaderno de notas no termina aquí, pero quizá la paciencia del lector sí. Fui a Sri Lanka en busca del tsunami, de sus efectos, de su huella dos meses después de que hubiera sucedido y encontré lo que buscaba, desde luego, pero encontré, sobre todo, lo que no buscaba. El problema es que lo que no buscaba carecía de formas precisas, de concreciones verbales, de apariencias reconocibles. Lo presentías, de súbito, al contemplar un arrozal, al cruzarte con una iguana, al entrar en un templo, al recorrer un mercado, al saborear un té. A veces creías que lo tenías, pero cuando lo intentabas anotar en el cuaderno ya se había escapado. Sri Lanka es una hermosa lágrima, pero no por lo que dicen de ella las agencias de viajes, sino por lo que no dicen. Tenemos en castellano un magnífico término para nombrar lo que no se puede expresar con palabras: lo inefable. Tómenlo ustedes como una declaración de impotencia.
Este reportaje se ha realizado con la colaboración de la ONG Plan España, una organización centrada en la protección del menor y en la asistencia para el desarrollo. www.planespana.org. Teléfono 915 24 12 22.
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