_
_
_
_
Reportaje:

Ray: sexo, drogas y 'soul'

La recién estrenada película 'Ray', con Jamie Foxx como protagonista, repasa la grandeza como artista de Ray Charles, que murió el pasado junio a los 73 años, pero también sus deficiencias como ser humano, incluyendo su adicción a las drogas, el sexo y el dinero.

Diego A. Manrique

La vida de Ray Charles se suele leer como un sonrosado paradigma del sueño americano: el triunfo por encima de todas las adversidades, todo el mundo tiene aquí una oportunidad, bla bla bla… Es cierto que Ray Charles Robinson superó obstáculos abrumadores, pero las verdaderas circunstancias de su hazaña son lo bastante truculentas para descalificarle como ejemplo apto para todos los públicos.

Nació (23 de septiembre de 1930) en una pobreza inimaginable, en un pueblo de Georgia donde los negros ocupaban el escalón más miserable; solía decir: "Por debajo de nosotros sólo estaba el suelo, la tierra roja de Georgia". Su madre, Aretha Robinson, era una huérfana que a los 16 años se quedó embarazada de su padre adoptivo; el progenitor de Ray desapareció al poco para fundar otra familia. Aretha manifestó su independencia yéndose a vivir a Greenville (Florida), donde trabajó de lavandera para sacar adelante a Ray y a su hermano menor, George, fruto de otra relación. Éste se ahogó en un accidente doméstico que dejó traumatizado a Ray, incapaz de reaccionar y rescatarle; en la película Ray, ese accidente es el evento central de su existencia. Nueve meses después, Ray comenzó a tener problemas con los ojos: víctima de un glaucoma, a los siete años ya había perdido la vista. Una institución para ciegos y sordos de St. Agustine le ayudó a desenvolverse en la oscuridad, y allí estudió música.

Todavía era menor de edad cuando se quedó solo en el mundo. Pero ya había interiorizado los consejos de su madre, que venían a decir: no pidas caridad, no caigas en la autocompasión por el hecho de tu ceguera, desarrolla tu autosuficiencia. Se le marcaron tan profundamente que nunca se interesó por la guitarra: "Era el instrumento de los mendigos que iban de pueblo en pueblo". Ray supo ganarse la vida por la zona de Florida, tocando el piano en bandas de todo tipo, pero tuvo la suficiente percepción para comprender que allí nunca crecería musicalmente. Sabía también que todavía no estaba preparado para irrumpir en Nueva York, Chicago y demás calderas de la música negra. Y se marchó a la ciudad más lejana de Florida, a Seattle. Un viaje de varios días que, según el filme de Taylor Hackford, resolvió engatusando a los conductores de los autobuses Greyhound con el cuento de que era un veterano de la II Guerra Mundial herido en el desembarco de Normandía. Verdad o mentira, a Ray nunca le faltó picardía. En Seattle conoció a Quincy Jones, entonces un trompetista adolescente, que quedó pasmado por el oído absoluto del pianista y su capacidad para orquestar; aparte de amigos, fueron cómplices musicales en muchas ocasiones. Allí llamó la atención del público negro por su habilidad para imitar a Nat King Cole y Charles Brown. Y allí despertó el instinto comercial del propietario de Swingtime, un modesto sello de Los Ángeles especializado en música para afroamericanos. Las primeras grabaciones de Ray, como parte del Maxim Trio, se hicieron en Seattle en 1949, pero al año siguiente ya usaba su propio nombre en Los Ángeles. También demostraba su dureza en lo profesional y en lo personal: en California fue prescindiendo de sus acompañantes de los tiempos duros y se olvidó de su primera mujer, una jovencita de Florida.

Sin avisarle, Swingtime terminó vendiendo el contrato de Ray Charles -por 2.500 dólares- a Atlantic, la compañía de los hermanos Ertegun, dos turcos fascinados por los ritmos negros. Ray se encontró con que su destino discográfico dependía de unos desconocidos. Felizmente, los Ertegun eran visionarios apasionados por su nuevo fichaje. En las modestas oficinas neoyorquinas de Atlantic, que por la noche se reconvertían en primitivo estudio de grabación, Ray dio la vuelta a la música popular: abandonó su refinado disfraz de Nat King Cole y dejó salir a la fiera que llevaba dentro. Fiera en celo.

En Atlantic, lo que logró fue secularizar y erotizar el gospel, la hirviente música de su Iglesia baptista. Se sabía que en los arrebatos de los fieles afroamericanos se escondía el pálpito de la sexualidad, pero Ray aisló ese componente y lo sacó al primer plano. Gran escándalo de muchos creyentes, que lo vieron como una profanación, una blasfemia: el demonio de la carne se apoderaba de la música divina. Pero estamos en Estados Unidos, donde el éxito legitima cualquier irreverencia. Además, y de forma casual, Ray Charles primero se anticipó y luego cabalgó sobre la ola del rock and roll, aunque I got a woman, Hallelujah I love her so o What I'd say estaban a años luz del amor con acné de los rockanroleros: Ray hablaba de sexo sin muchos circunloquios. Sexo de verdad: sudoroso, intenso, sucio.

Ray era un mujeriego, con unas tácticas de seducción que comenzaban con caricias a las muñecas del objeto de sus deseos: "Allí se nota su libido". Jugaba con varias cartas infalibles: la atracción del talento (The Genius, le bautizaron en Atlantic), el morbo del artista diferente, la tendencia a proteger al desvalido. Dicen sus acompañantes que nunca le faltó compañía en la carretera: su esposa sabía que Ray solía establecer relaciones íntimas con alguna de las cantantes (las Raelettes) que iban de gira con su banda, pero que tampoco rechazaba ningún caramelo que caía por el camino.

En su biografía, Ray es asombrosamente sincero al hablar de su voracidad sexual. Y se confiesa, bella paradoja, un voyeur: "No hay nada más excitante que dos mujeres haciéndose el amor delante de mí". El resultado fue una docena de hijos… reconocidos. Y la necesidad de proveer para todos ellos y para sus madres. Al menos ésa fue la excusa que Ray gustaba de proporcionar cuando se le acusaba de ejercer como jefe tacaño y negociador implacable. En 1959 abandonó Atlantic, la compañía que había crecido con él, tras recibir uno de los mejores contratos de la historia: ABC-Paramount le pagaba las grabaciones -que revertían al artista tras un periodo de explotación- y se mostraba extraordinariamente generosa en el reparto de beneficios. Con Atlantic, Ray había gozado de libertad para expresarse: junto a los números para las listas de ventas grababa discos de jazz en pequeña formación o con big band. Con ABC, Ray rentabilizó su arte y saltó otras fronteras. Así, en 1962 comenzaba a lanzar sus interpretaciones de canciones country, un género donde escasean los vocalistas negros y al que Charles apreciaba sin prejuicios: "Se cuentan historias, y eso me encanta". Aparte de vender millones de copias, esas grabaciones le establecían como artista genuinamente estadounidense, apreciado a ambos lados de la barrera racial.

Los tentáculos de la poderosa ABC también resultaron útiles para silenciar lo que era vox pópuli: la estrecha relación entre Ray Charles y las drogas. Se taparon algunos incidentes policiales, pero en 1964, tras un chivatazo, unos agentes de aduanas le encontraron marihuana y heroína cuando volvía de Canadá. Fue noticia en todo el mundo, y, amenazado con la cárcel, Ray pasó el mono en un hospital californiano. La simpatía que despertaba y las habilidades de sus abogados le ayudaron a salir con libertad condicional de semejante trance. Dicen sus allegados que no volvió a inyectarse, pero que consumía marihuana con tranquilidad. De nuevo, las biografías de Ray muestran gran franqueza al respecto.

Ray tampoco encajaba en el arquetipo del yonqui. Ni en el de ciego: su discapacidad era imperceptible en su vida diaria. En su casa o en las oficinas del edificio RPM, que alojaban también su estudio de grabación, Ray se desenvolvía con tanta soltura que muchos visitantes llegaban a sospechar que fingía la ceguera. Como él explicaba, "mis oídos son mis ojos, y detecto los obstáculos". Un ingenioso sistema para ordenar los trajes -y unas marcas en las suelas de sus zapatos- le permitían coordinar estilos y colores a la hora de vestirse. Cocinaba sin ayuda y celebraba las mejores jugadas de los partidos de los Lakers como si estuviera viéndolas. Adicto al ajedrez, era un jugador temible: "Con las cartas dependes de la suerte, pero en el tablero es un cerebro contra otro".

A pesar de ser proclamado "el padre del soul", Ray mantuvo una olímpica distancia respecto a esa música. Durante sus años de esplendor no se adaptó al soul sureño ni se aproximó al sonido Motown o al sonido Filadelfia. Ray continuó triunfando con sus sentidas baladas country, con temas que recordaban el sabor de Atlantic, con intensas versiones de los Beatles. Era una forma de afirmar que él estaba por encima de las modas, aunque parte del mundo empezó a sentirle como un tío Tom: animaba comedias de los Blues Brothers o Leslie Nielsen; aparecía en abundantes campañas publicitarias, vendiendo desde Kentucky Fried Chicken hasta Pepsi-Cola. Quizá todo era más sencillo: Ray era un señor mayor que iba por libre y que había perdido el compás estético e ideológico de los nuevos tiempos.

Así, nunca se entendió que rompiera el bloqueo cultural a la Suráfrica del apartheid, al aceptar tocar en un país que -desesperado por atraer a grandes estrellas- pagaba cachés exagerados. Gruñía cuando se le preguntaba al respecto, antes de responder que nadie iba a prohibirle llevar su música al público que la esperaba. Olvidaba convenientemente que, aunque tarde, se negó a actuar ante espectadores segregados por razas en Georgia, un plante que le llevó a los tribunales por "incumplimiento de contrato" y que culminó con la envenenada declaración de persona non grata en su Estado natal; la película de Taylor Hackford se cierra precisamente con la reparación de ese agravio en 1979, cuando los legisladores de Georgia le piden disculpas solemnemente y proclaman Georgia on my mind como la canción oficial del Estado.

Pero ese convencional final, remachado por un texto que cuantifica en 20 millones de dólares la aportación de Ray a causas benéficas, no hace honor a un personaje tan complejo. Para entonces, ya se había divorciado de su esposa, Della, su sufrida acompañante de 22 años. Sus últimas décadas son un frenesí de actividad: infinidad de premios y homenajes, demasiadas actuaciones en piloto automático, discos con productores intimidados por la leyenda. Ni siquiera cuando la enfermedad se ceba en él renuncia a la música. Pasa sus últimos meses rematando Genius loves company, la colección de duetos que sería su éxito póstumo, y colaborando en la película que ahora fijará eternamente su imagen en el gran público.

Lo mejor de su discografía

Al final, la verdad de Ray Charles se encierra en su música. La expresividad de su voz -allí está su posible paternidad respecto al soul- no tiene parangón: grita, susurra, ríe, habla, improvisa, gime, baja, sube, se rompe… Y hace suya cualquier canción, en un proceso de catarsis que el oyente recibe como bálsamo emocional.

Ray grabó sin descanso, y siempre se pueden localizar discos suyos. Los temas hechos para Swing Time se han editado bajo mil portadas, aunque la edición más completa e informativa es el doble Mess around (Proper / Resistencia). Más difíciles de encontrar son las cajas retrospectivas como Genius & soul (Rhino), verdaderamente embriagadoras en su inmensidad de riquezas.

Todo lo registrado para Atlantic merece atención, y DRO East West ha vuelto a lanzar volúmenes como The great Ray Charles, What I'd say, The genius after hours o The genius of Ray Charles. El Ray amante de las colaboraciones está representado por las sesiones con el vibrafonista Milt Jackson, ahora recogidas en el doble Soul brothers / soul meeting.

En los discos para ABC-Paramount, Ray se dispersó y aceptó algunos coros merengados y orquestaciones excesivas: hay ejemplos en su antología patriótica, Ray Charles sings for America (DRO). A partir de los setenta fue saltando de compañía en compañía, un torrente de lanzamientos dudosos que siempre contaban con algo recomendable.

Existen electrizantes colecciones de duetos: el memorable Ray Charles and Betty Carter (1961), la reunión con admiradores de Nashville recogidas en Friendship (1985) y el triunfal Genius loves company (2004). A su lado, hasta los artistas más blanditos crecían en densidad y altura.

La película 'Ray' se ha estrenado en España este fin de semana. La banda sonora está disponible en DRO East West; es una excelente introducción a su mejor repertorio. En EE UU se acaba de publicar un segundo disco, "Ray: original motion picture soundtrack. Vol. 2".

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_