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Columna
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El jinete húngaro

El electorado de Hungría ha dado una magnífica lección a aquellos que querían inocularle nuevas dosis de nacionalismo al ignorar en su inmensa mayoría el referéndum convocado para conceder la nacionalidad a los casi 3,5 millones de húngaros que viven fuera de las fronteras húngaras. Tan sólo votó el 37% de los convocados, e incluso de los que se tomaron la molestia de acudir a las urnas prácticamente la mitad votó con un no. Les ha salido mal la jugada a las huestes patrióticas de un ex primer ministro, Víktor Orban, que, sin alternativa real a la política del Gobierno de Ferenc Gyurcsany, habían apostado por resucitar a uno de los nacionalismos más agresivos del viejo continente. Los millones de húngaros que se quedaron fuera de las fronteras de Hungría por obvias injusticias del Tratado de Trianón de 1919, venganza de los vencedores por la contumacia del nacionalismo magiar, seguirán siendo lo que son: ciudadanos de países vecinos cuya lengua materna es el húngaro. El fracaso de la llamada de la sangre ha sido rotundo. Hay que felicitarse por ello. Los caballos se quedan en su Puszta. Tres cuartos de siglo después de aquella tragedia nacional, los húngaros pasan página y, en democracia, abjuran del nacionalismo victimista que los convirtió en represores odiados por todos los pueblos vecinos. ¡Qué contraste con otros que han de nutrir su victimismo de fechas mucho más remotas, ciertas ellas o inventadas!

El nacionalismo, despreciado por los húngaros el domingo pasado, comenzó -como tantos otros- su andadura hacia la catástrofe en la revolución burguesa de 1848. Ya entonces, su líder, Lajos Kossuth, demostró que los mismos patriotas que exigían de Viena un respeto a la pluralidad eran implacables en la represión de sus propias minorías. Cuando, proclamada la que sería fugaz república de Hungría, Dorde von Stratimirovic, un gran oficial serbio del Ejército austriaco y patriota del imperio plurinacional, fue a pedirle a Kossuth derechos y autonomía para los serbios, éste respondió que la homogeneización magiar era la nueva doctrina de Estado y advirtió a Stratimirovic de que los serbios debían someterse "por la palabra o la espada". Viena, sacudida por la revolución, pudo hacer poco para proteger a sus minorías y se concentró en recuperar el poder en Budapest, lo que lograría con ayuda del Imperio Ruso. Pocos años más tarde -muchos menos de los que lleva vigente hoy en España una Constitución que muchas de sus instituciones ya ignoran-, Austria sufría en 1866 en Sadowa de Bohemia (Königgrätz, en alemán) una terrible derrota militar ante la Prusia del recién estrenado Bismarck. Los nacionalistas húngaros se lanzaron entonces a una ofensiva masiva de chantajes y lealtades mutantes para acabar arrancando en 1867 al débil Gobierno de un muy debilitado Imperio el llamado "Ausgleich" (Compromiso), que daba a los húngaros la práctica soberanía de todos los territorios al este del río Leitha. Se mantenía una unión personal al emperador austriaco como rey de Hungría (el águila bicéfala) y, eso sí, los grandes beneficios del comercio libre con el resto del imperio, especialmente con las regiones industrializadas de Bohemia, Moravia y Baja Austria.

En cuanto tuvo las competencias necesarias, Budapest impuso una implacable magiarización en todos los territorios de "Transleithania" violando las leyes fundamentales que dictaban "todas las nacionalidades del Estado tienen los mismos derechos, todas tienen el derecho inalienable de preservar y cultivar su nacionalidad y su lengua. Los derechos iguales de todas las lenguas son garantizados por el Estado en escuelas, administración y vida pública". La violación sistemática de estos derechos generó tanto odio hacia Budapest como hacia Viena -a quien se hacía responsable-. En otras partes del imperio surgieron con virulencia demandas nacionalistas ante el agravio comparativo con Hungría. Los checos y los polacos de Galizia (hoy Ucrania occidental) exigieron la misma autonomía y libertad para aplastar a sus propias minorías. Esta evolución marca el comienzo del fin del imperio multinacional. Entonces comenzó su siniestra cabalgada el delirio colectivo nacionalista. Decenas de millones de muertos después, mientras los húngaros se bajan del caballo, aquí cada día son más los que tienen cara de jinetes.

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