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Los cuentos completos de Quiñones, un mundo de visiones y lenguajes

'Tusitala' recupera un centenar de relatos del escritor gaditano a los cinco años de su muerte

Tusitala, en la lengua de los indígenas de Samoa, significa "el narrador, el que cuenta historias". Así llamaban los samoanos al guiri R. L. Stevenson, y muchos años después, el genial, locoide y enorme escritor gaditano (y extranjero) que fue Fernando Quiñones utilizó esa palabra para encabezar su último e inacabado libro de cuentos. Ahora, la editorial Páginas de Espuma ha titulado así, Tusitala, los Relatos completos que Quiñones escribió durante casi medio siglo. Son 835 páginas y 89 cuentos. "O mejor relatos, que si no me llaman cuentista", solía decir el autor.

Dejó dos novelas inéditas escritas en servilletas y en papel de estraza

Los relatos los ha reunido, ordenado y prologado su amigo y paisano Hipólito G. Navarro, que dice: "Quiñones se dedicó con tal intensidad a ese género tan denostado en este país, y lo hizo con tanta lucidez, brillantez y amplitud de miras (encaminado a cometer el libro total, el que fuese a un tiempo novela, memorias y libro de cuentos), que se puede decir que entregó su vida al cuento. Incluso cuando escribía artículos, siempre tenían algo de cuentos".

El gran problema, añade Navarro, es que Quiñones (Chiclana, 1930-Cádiz, 1998), quizá por pudor, siempre llevó puesta una máscara de hombre dicharachero, simpático, cariñoso, flamenco, taurino, bohemio y macandé (majareta, en Cádiz, en honor de un cantaor que se chifló por amor), y eso ocultó a casi todo el mundo el escritor mayúsculo que se escondía detrás de esa careta, capaz por ejemplo de narrar la llegada de la Guerra Civil a Cádiz con una metáfora de un poder inigualable: una mujer, telefonista por más señas, trata de escapar hacia ninguna parte mientras el mar empieza a anegar las calles de la ciudad.

Disfraz estrafalario

Pero ¿cuál era la razón de ese disfraz estrafalario? "Aparte de que era de Cádiz, tierra de carnaval, él sabía bien que lo que hacía era bueno, muy bueno, y sólo quería seguir haciéndolo", dice Navarro. "Y para lograrlo, la mejor forma era disimular, no darse importancia, no tomarse en serio, no caer en la torpe vanidad del escritor y evitar así la repetición de viejas fórmulas. El se reía de sí mismo, y por eso su obra siguió siendo genial".

Escritor visionario, mitológico, pícaro, amante del riesgo surrealista y de las palabras que entran en cascada por las orejas, Quiñones llegó a vivir del cuento a través, vaya por Dios, de largos años de trabajo en el Reader's Digest español. "Fernando poseía un envidiable conocimiento del género, lo había leído todo: Chéjov, los rusos; los relatos americanos, del norte y del sur; los europeos: franceses, alemanes, italianos..., y allí, en el Reader's, antologó a los cuentistas imprescindibles de esas literaturas... Hasta que quedó finalista del Planeta en 1979 con la obra Las mil noches de Hortensia Romero. Se vistió entonces de torero, fue a la oficina, recorrió todas las plantas y se despidió de cada compañero diciendo: señores, me voy a dedicar a la literatura".

Quizá gracias a aquellas lecturas tan completas, algunas veces Quiñones se parece a Maupassant; o a Cortázar ("como en El testigo, una versión flamenca de El perseguidor, en el que un cantaor desquiciado por el arte, Miguel Pantalón, sería el Johnny Carter de Cortázar"); o a Borges (jurado del ya célebre y siempre citado concurso de cuentos del diario La Nación, que don Fernando ganó en 1960), o a Faulkner y Hemingway ("dos autores por los que siempre manifestó su admiración").

Pero como a la vez Fernando Quiñones era un tipo único, sólo se parecía a él mismo: "Tenía un oído prodigioso para la voz popular. La reescribía, la reinventaba, la modelaba como quería. Hacía música con ella y la mantenía en un equilibrio imposible con el lenguaje culto", rememora Navarro.

Inéditos en servilletas

Hoy, una vez enterrada la careta, queda Tusitala: el testimonio de "un animal literario total", que incluye las memorias fragmentarias de Joaquín Quintana (su álter ego en El coro a dos voces), señales de una vida exagerada, novelesca y jonda; su imagen solitaria recogiendo cartones en la playa de La Caleta, y las visiones extraordinarias de un escritor que vivió Días difíciles pero que jamás, pareciera lo que pareciera, perdió su centro: la literatura.

La prueba más hermosa de eso, cuenta su amigo Hipólito Navarro, es quizá ésta: Quiñones dejó dos novelas inéditas, y su fundación intenta desde hace años en Cádiz reconstruirlas y ordenarlas. "El pequeño inconveniente es que las escribió en servilletas y en papel de estraza del que se usa para envolver el pescao".

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