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CLÁSICOS DEL SIGLO XX (2)
Columna
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Estampas de la segunda carlistada

No es casual que existan dos adaptaciones cinematográficas de Zalacaín el aventurero: una película muda rodada a finales de los años veinte, en la que participaron Pío y Ricardo Baroja como actores secundarios, y un filme dirigido por Juan de Orduña en 1959. Esta trepidante novela de acción publicada en 1909 como parte de la laxa trilogía de Baroja sobre la Tierra vasca (de la que forman también parte La casa de Aizgorri y El mayorazgo de Labraz) contiene situaciones y episodios que bien hubiesen podido servir de inspiración a cineastas contemporáneos: el famélico circo llegado al pueblo del Pirineo navarro suena a Federico Fellini; el desafío cainita en el frontón del pueblo de Urbía (una réplica imaginaria de Saint Jean de Pied de Port) parece sacado de una película de Elías Querejeta; el clima bélico de Estella -corte del pretendiente Carlos de Borbón y Austria-Este- recuerda la Verona de Senso de Visconti. En sus amistosas reflexiones en torno a la narrativa barojiana, ya Ortega había llamado la atención sobre la lluvia torrencial de personajes y de aventuras que anegan las tramas sus novelas: Zalacaín el aventurero constituye uno de los mejores ejemplos de ese estilo inconfundible.

Como los héroes de la épica clásica, el protagonista está destinado a realizar grandes hazañas, a sufrir una muerte prematura y a dejar una memoria perdurable: las huellas del escudo que algún lejano día ennobleció el caserío de los Zalacaín permiten todavía leer el lema Post funera vivit fortuna. Baroja es tan consciente de su deuda con las tradiciones épicas que compara al Martín retenido dulcemente en Logroño por la atractiva Linda con el astuto Ulises seducido en la isla de Eea por la hechicera Circe. Francisco Rodríguez Adrados descubrió la semejanza entre las premoniciones de su desconsolada esposa cuando Zalacaín emprende su última aventura con la despedida de Andrómaca cuando Héctor parte hacia la guerra de Troya. Ricardo Senabre señala las resonancia de la Canción de Rolando en la retirada a través de Roncesvalles y Valcarlos del derrotado ejército carlista. El enamoramiento shakespeariano de Catalina Ohando y Martín Zalacaín cancela los odios ancestrales entre las dos familias nacidos de las guerras banderizas de los linajes del siglo XIV según una crónica que el erudito local Fernando Soraberri lee al protagonista.

Martín se forma en la escuela de la vida y tiene como maestro a su pintoresco tío abuelo Tellagorri. Buen bebedor, alegre y jovial, animador de la taberna de Arcale, este arquetipo de personaje barojiano transmite a su sobrino "cierta inclinación a la filosofía y al robo" y una clara preferencia por la escuela de la naturaleza frente a la enseñanza de la doctrina y del Catón: no en vano "había gente que empezaba a creer que Tellagorri y Voltaire eran los causantes de la impiedad moderna". Recadista primero, cochero de la diligencia a Francia después y contrabandista de caballos y mulas luego, Martín -"un hombretón alto, fuerte y decidido"- recibe de su tío un consejo que sigue al pie de la letra cuando en 1872 se alzan en armas los carlistas: "Vete a la guerra, pero no vayas de soldado. Ni con los blancos ni con los negros. ¡Al comercio! Venderás a los liberales y a los carlistas". Zalacaín gana buen dinero suministrando al ejército del Duque de Madrid armas, municiones y hasta un cañón de la guerra franco-prusiana transportado a través de los Pirineos.

La historia del enriquecimiento de Zalacaín es al tiempo la saga de sus aventuras. Martín y su cuñado Bautista son apresados en Vera por la partida del Cura Santa Cruz y logran escapar cuando la cuadrilla asalta la diligencia de San Sebastián a Tolosa. Zalacaín también se escapa de la cárcel de Estella después de haber conseguido que el propio Carlos VII firmase unas letras de cambio emitidas por un banquero de Bayona. También penetra en una Laguardia ocupada por los carlistas para ganar una apuesta.

En el transcurso de sus viajes conoce a tipos que resultan familiares a los lectores de Baroja: contertulios de posadas que cuentan sucedidos atribuidos a tipos célebres como Fernando de Amézqueta y Don Teodoro de Goñi; un periodista extranjero que detesta al pretendiente ("es triste que por ese estúpido hombre guapo se mate esta pobre gente") y a los carlistas ("unos son fanáticos y otros aventureros"); un conde legitimista que odia la jota tanto como Zalacaín ("una canción estólida y petulante"); los miembros de la partida del Cura Santa Cruz, como el corneta de Lasala o el pobre Joshe Cracasch.

Aunque rico y bien casado, Martín no puede resignarse a la quietud: "He crecido salvaje como las hierbas y necesito la acción continua". Se pone al servicio del general Martínez Campos como guía para conducir a su ejército a través de los Pirineos en persecución de los carlistas que huían en desbandada pero encontrará la muerte no en una acción de guerra, sino en una posada de Arneguy a manos de sus enemigos de adolescencia de Urbía.

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