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Un desastre natural se suma a la sequía y a la guerra

Guillermo Altares

Es el peor de los escenarios posibles: la provincia de Baglan, en el norte de Afganistán, es de una pobreza extrema y se encontraba ya devastada por la sequía. No hay hospitales decentes, ni prácticamente médicos. Las lamentables condiciones de seguridad hacían muy difícil el trabajo de las ONG, que apenas estaban presentes en esta zona. 'Se trata de un área en la que el 80% de la población sufría malnutrición', ha dicho Ros O'Sulivan, de la ONG Concern. Una de las organizaciones humanitarias más activas en Afganistán, Acted, estaba presente en la vecina ciudad de Pol-i-Jomri porque, según relataron desde su sede en París, tenía un programa para repartir trigo entre la población. 'La sequía había dejado a gran parte de la población al borde de la hambruna', señaló la portavoz de Acted, Justine Auger.

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En esta provincia, que se encuentra al pie del Hindu Kush, una estribación de la cordillera del Himalaya, el frío puede ser realmente intenso por las noches; pero hacer llegar mantas o tiendas de campaña a gran escala desde Kabul, donde se encuentran la mayoría de las organizaciones humanitarias, no es tarea fácil: el único paso abierto, el túnel de Salang, fue dinamitado durante la guerra entre la Alianza del Norte y los talibanes y su reconstrucción no está terminada. Los caminos alternativos son difícilmente practicables, a veces por la nieve, a veces por las minas, casi siempre por las dos cosas.

El tiempo mínimo que se puede tardar desde la capital afgana hasta la localidad más afectada por el seísmo, Nahri, situada a 160 kilómetros, es de nueve horas. 'Es realmente muy difícil pasar', dijo a Reuters Rebeca Vetharanium, de la oficina de la ONU para la coordinación de emergencias humanitarias. Ayer, cientos de coches y camiones se encontraban parados ante el túnel, aunque se está dando prioridad a los vehículos que transportan ayuda. 'El túnel del Salang es la clave para acceder al norte y se está trabajando 24 horas al día', agregó. Una nevada, un desprendimiento o un camión volcado pueden cortar los caminos durante horas o durante días. De hecho, este tipo de accidentes son tan habituales que, en condiciones normales, los afganos no les dan ninguna importancia.

Desde el norte, una carretera asfaltada, aunque no totalmente segura a causa de las minas y los bandidos, enlaza la zona con Mazar-i-Sharif: por esa ruta están enviando su ayuda la Media Luna afgana y la ONU. Queda, por tanto, el aire. Pero en esta provincia montaraz es posible que existan bolsas de resistencia talibán y los vuelos están restringidos.

Baglan, al igual que todas las provincias del norte de Afganistán, vive encallada en otro tiempo: las ciudades son pequeñas, están mal comunicadas las unas con las otras, y las construcciones son de una fragilidad trágica en una zona donde los temblores son muy frecuentes. En 1998, dos seísmos mataron a unas 8.500 personas en las provincias de Tajar y Badajshan. El último terromoto, el 3 de marzo, provocó 70 muertos en Samangan. Es una región muy montañosa, llena de pueblos desperdigados, a los que la ayuda humanitaria puede tardar días en llegar. Equipos de Acted y MSF intentaron ayer alcanzar algunas localidades y no pudieron. Para colmo de desgracias, además de la sequía, los peores combates entre la Alianza y los talibanes tuvieron lugar en esta zona, que cambió varias veces de manos.

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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