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Columna
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Recuperaciones

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Adoro las recuperaciones, pues en estas nuestras vertiginosas alturas en las que toda obra de arte ya no es más que su consumo y desemboca inexorablemente en productos de usar y tirar, toda la historia de la literatura universal no consiste en otra cosa que no sea la organización de la resistencia contra todo ello, cosa que sólo reside en la memoria. Recuperar es resistir recordando, leer no es sino releer, la literatura es memoria, y sólo a través de las recuperaciones subsiste hoy como tal, y así pueden seguir viviendo (leyendo) los escasos lectores que le van quedando al mundo.

Y no estoy solo en esta adoración, que es compartida por doquier, empezando por los lectores -que siempre se alegran de poder revivir lo que ya han vivido-, siguiendo por los escritores que así se ven sobrevivir, y terminando por los editores, que de esta manera pueden colmar la insuficiencia de la producción literaria nacional incapaz por sí sola de rellenar las previsiones de sus catálogos. Además, en tiempos de plagios generalizados como los que vivimos, la recuperación de un libro o de un autor que parecían olvidados no es sino plagiarse a sí mismo, poniendo de acuerdo nuestro pasado con el tiempo en que vivimos. Y nada hay tan provechoso como comparar entre sí nuestras frágiles novedades (Harry Potter, por ejemplo) con esa recuperación con la que tan sospechosa como mercantilmente ha coincidido: la de El señor de los anillos, pues la ventaja de Tolkien es toda una indiscutible lección de historia y teoría literarias (o cinematófilas, claro.)

Pero hoy quisiera ir un poco más allá para hablar de un plagio de nuevo cuño, como es el de presentar como nuevo y con otro título un libro que ya existía. Se trata de un plagio editorial, desde luego, pues los editores también plagian, y muchas veces no tanto a cara descubierta -reeditando sin parar los mismos libros, de venta al parecer segura y donde la tarta da para todos- como ocultando (quizá sólo por desconocimiento o ignorancia) que lo hacen. Un ejemplo bastante reciente es el de la recuperación de un digno escritor húngaro del siglo pasado, Sándor Márai, del que el público español redescubrió en 1999 una de sus novelas, El último encuentro (Emecé, en traducción de Judit Xantus), llevándola durante algunos meses a las listas de libros más vendidos. En el 2000 y con la misma traductora, esa editorial llamada ahora Salamandra -que también nos ha descubierto a Andrea Camilleri y se ha apropiado del filón de Harry Potter, nada menos- quiso repetir con otra buena novela de Márai, La herencia de Eszter, que prolongó el inesperado éxito aunque con menores resultados, lástima.

Bien, por lo menos hemos recuperado un autor que podrá vivir algo más entre nosotros, dada su indudable categoría literaria, que alcanzó el éxito antes de la última gran guerra, pero al que la historia condenó al exilio y la pobreza después, para conducirle finalmente al suicidio. Nacido en Hungría en 1900, en el seno de una familia intelectual judía -su verdadero nombre era Sándor Grossmidcht- destacó muy pronto como periodista, poeta y narrador, viajó por Europa (por Alemania y Francia primero, y hasta se paseó por España), se exilió bajo el derechista régimen del almirante Hörthy, aunque después regresó, fue académico y publicó una treintena de novelas antes del final de la Segunda Guerra Mundial, como Bebe, o el primer amor, Rebeldes (traducida en España en 1930), Divorcio en Buda, Gente extraña, Interludio en Bolzano, Ctsura, La verdadera y Confesiones de un burgués. Fue muy traducido, se hizo famoso en la Europa de entreguerras, donde se le conoció como 'el Marcel Proust húngaro', pero la llegada de los comunistas al poder en su país al final de la guerra le llevó otra vez a un exilio ya definitivo, pues sin haber podido triunfar de nuevo se suicidó en San Diego (California, EE UU) en 1989.

Nadie dijo, tras la recuperación de El último encuentro, que Sándor Márai ya fue conocido en España en 1930 (yo tampoco conozco esa edición) ni -lo que es más grave- que lo siguió siendo en los años cuarenta y cincuenta, a través de las traducciones de F. Oliver Brachfeld (que tanto hizo por las letras húngaras entre nosotros, con sus versiones de Ferenç Körmendy, Laszlo Németh, Laszlo Passuth y el inevitable Lajos Zilahy) para José Janés (Los celosos, 1949, su obra más ambiciosa) y Destino, con la de Música en Florencia (1951) y sobre todo A la luz de los candelabros, con dos ediciones en 1946 y 1951, y que además es la misma que acabamos de conocer como El último encuentro, con similar buena traducción, pero enriquecida con un excelente prólogo del citado Oliver Brachfeld. Pero, como se ve, la figura de este buen escritor -sin exagerar tampoco-, excelente testigo de la decadencia de la buena burguesía del Imperio Austrohúngaro, nos sigue siendo en buena medida la de un desconocido, ni siquiera a estas alturas ni los plagios ni las recuperaciones nos sirven ya tampoco para mucho.

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