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Columna
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La gran oportunidad

El mundo está cambiando a una velocidad que pocos acaban de percibir. Nos lanzamos hacia una aventura que sin duda es extremadamente peligrosa y puede causar aún muchas víctimas, muchos muertos más de los habidos en las Torres Gemelas, en el Pentágono y en un triste campo de Pittsburgh.

El hundimiento de un orden previo, sea real o supuesto, como el habido el 11 de septiembre del año 2001, conlleva siempre un factor de amenaza para la humanidad. El miedo se retroalimenta y crea fantasmas, habitualmente mucho más reales que las causas que los generan. Sucedió con la Reforma de Lutero y la posterior e inevitable Guerra de los Treinta Años; con la catástrofe de la Gran Guerra de 1914, tras 40 años de inmenso progreso y bienestar, y también con la inmensa tragedia europea del surgimiento del fascismo y el comunismo como grandes proyectos redentores de la humanidad que tornaron en dramas indescriptibles. Nunca ha habido mejores motivos para matar que el miedo o el agravio. Ambos están hoy muy bien servidos. Pero el consenso mundial posible hoy contra todas las plagas es tan posible como en su día lo fue la Paz de Westfalia.

Sin embargo, hay muchos motivos para la esperanza aunque resentimientos y prejuicios europeos se hayan puesto plenamente en marcha en las últimas semanas con sus efectos siempre catastróficos. Tenemos agoreros especialistas en llorar a muertos potenciales mientras los ciertos, los difuntos, son considerados cuerpos no identificados cómplices de la trama del capitalismo contra gentes desesperadas y por tanto quizás ni siquiera culpables.

Muchos lloran ya más a los millones de afganos que supuestamente va a matar una brutal represalia de EE UU que a los miles de muertos ciertos, procedentes de más de sesenta países, que se hicieron humo en esas piras tremendas de una venganza asumida como justa. Muchos parecen concentrar su ira y su miedo en la respuesta de EE UU y las democracias occidentales a la agresión de un terrorismo no por masivo distinto a los demás, a los mezquinos e individuales, es decir, indiscriminados, brutales, miserables y narcisistas en su fanatismo.

Pero, insisto, hay motivos para la esperanza. Porque Washington ha reaccionado al ataque, la humillación y la revancha de la mejor forma jamás imaginada. El mundo puede dar por caducado el autismo. Porque EE UU ha reconocido, después de dos días de trauma, que su suerte está definitivamente ligada a la nuestra, a la de todos los pueblos de un mundo cada vez más pequeño.

Ha muerto el mito de la América invulnerable, aislada por los océanos de todas las miserias y violencias de las que huyeron en su día los Padres Fundadores del Mayflower, pero también los millones de europeos, asiáticos, africanos, judíos rusos y polacos, alemanes, irlandeses e italianos que los siguieron. El mundo será distinto porque América será distinta y porque los norteamericanos se entienden ya de una forma distinta.

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Washington acaba de pagar una deuda con las Naciones Unidas que no zanjaba desde hace casi tres lustros. Washington ha dejado entrever que su desprecio al Acuerdo Antimisiles Balísticos, que era una certeza hace unos meses, es hoy cuestión secundaria y revisable. Washington sabe hoy, como lo sabe ese hombre común pero no ciego, que es el presidente George Bush, que el mundo es un espacio en el que nadie puede vivir solo sin considerar temores, angustias, problemas o incluso paranoias de los demás.

EEUU ha demostrado en estas semanas que entiende que el mundo actual hace imposibles las islas de afortunados y que todos estamos condenados a compartir suerte, en nuestros terribles problemas con el terrorismo, pero también en medio ambiente, sequías, superpoblación y relaciones Norte-Sur.

La nueva conciencia en EEUU, si no es truncada por el cinismo, sea de los propios norteamericanos o, quizás más probablemente, de los europeos, puede dar paso a un mundo más seguro y más justo. La última isla está en proceso de unirse al mundo en sus cuitas y dificultades. Lo hace traumatizada. Pero con un esfuerzo supremo por buscar consensos que antes ignoraba. Ayudar en esta aventura, animar al grande en su hora vulnerable puede ser la gran oportunidad de alcanzar humanidad, dignidad y seguridad para todos los que crean en la vida.

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