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Tribuna
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Minúscula grandeza

Todas las previsiones que hablan del gigantismo en la industria editorial nos proponen un futuro amenazante en el cual la función única de los libros será la de adaptarse a los gustos del público y atenderlos debidamente. La idea de servicio se reduce a proveer al presunto lector de aquello que los sondeos muestran como exigencia del mercado. Ellos lo piden -dicen- y nosotros se lo damos. ¿Hay algo de malo en ello? Yo no me opongo a que a la gente se le dé lo que pida, si es que el cliente siempre tiene razón. Además, el cliente mayoritario parece responder -y no es ocioso citar en estos días a Ortega y Gasset- a esa imagen de "el alma vulgar , sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho a la vulgaridad y lo impone dondequiera". Es evidente que el gigante editorial sólo puede sostener su pesada estructura haciéndose con la parte del león de la cuota de mercado. Y, en consecuencia, aunque edite buenos libros, servirá, sobre todo, vulgaridad.¿Cómo se conoce lo que el cliente mayoritario demanda? Que yo sepa, no existe una petición formal de este cliente-masa, sino, más bien, existen una serie de cerebros editoriales que deciden lo que el cliente-masa quiere. No me parece, pues, que se atienda al cliente, sino que se decide por el cliente y éste se identifica con el producto. No es una decisión mayoritaria, sino minoritaria a favor de las mayorías. Esto no es nuevo en la historia de la Humanidad y a esto no se le llama decidir, se le llama tragar (desde el punto de vista de las mayorías, se entiende). Si sólo hay patatas en el mercado, la gente consumirá patatas a mansalva. No pretendo hacerme la ilusión de que, si se hicieran ofertas variadas, el cliente vulgar elegiría el refinamiento. El refinamiento es un estado de la conciencia que sólo se adquiere con curiosidad, sensibilidad, esfuerzo y, finalmente, selectividad. De manera que es muy posible que el cerebro que dicta lo que la masa quiere no ande lejos de lo que la masa quiere. Pero no es menos cierto que lo que se impone no deja lugar a la elección, salvo que hablemos de elegir entre las diversas vulgaridades que se ofrecen para halagar al cliente. Sin embargo, llevados de ese bendito espíritu de la contradicción que tantos disgustos como alegrías nos ofrece a lo largo de la vida, hete aquí que, cuando las megaeditoriales extienden sus productos ante los ojos del ciudadano ávido de sentirse redimido en su vulgaridad por la exaltación de la vulgaridad, surgen pequeñas editoriales que reivindican el gusto como un ejemplo emblemático de que el conocimiento es algo que se adquiere con paciencia y criterio. Y más: que el conocimiento es fuente de satisfacción; no de satisfacción pasiva, sino de satisfacción activa, la que singulariza a las personas.

Siempre han estado ahí, pero tengo la sensación de que ahora surgen con mayor denuedo. No me refiero a las que ya casi parecen de tamaño mediano, como Pre-Textos, Valdemar o Siruela, sino a las más recientes: Trea, Del Oriente y el Mediterráneo, Bassarai, El Acantilado, Límite, Lengua de Trapo... Cito a título de ejemplo porque no puedo convertirme en este breve texto en un fedatario de todas ellas. Con mayor o menor acierto, se fundan en el gusto, el amor por la literatura, el riesgo... y la seguridad de que un éxito en términos de venta atraerá sobre éste la atención de los tiburones que merodean por ese variado y atractivo arrecife de coral. Buscan alimentarse de los lectores despiertos, los que poseen el gusto, los que buscan lo distinto. Son editoriales ventiladoras, saneadoras, estimulantes. Todo esto viene a cuento de que acaba de nacer otra más, en Barcelona. Se llama Minúscula y he encontrado en una de mis librerías habituales los dos primeros títulos, dos pequeñas joyas: Las ciudades blancas, de Joseph Roth, y Verde agua, de Marisa Madieri. La vida sigue; el ingenio, también.

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