_
_
_
_
ESTOCOLMO HONRA AL NOBEL ALEMÁN

"Continuará..."

Extracto del discurso pronunciado ayer por Günter Grass con motivo de la concesión del Premio de Literatura

Distinguidos miembros de la Academia Sueca, señoras y señores: "Continuará...". En el siglo XIX, las obras en prosa se iban prorrogando con ese anuncio. Diarios y semanarios les ofrecían su sección especial. La novela por entregas florecía. Mientras se imprimía, negro sobre blanco, un capítulo tras otro en rápida sucesión, la parte central del relato acababa de ser manuscrita y la parte final no se había imaginado aún. Sin embargo, no eran sólo triviales historias de terror o pasiones arrebatadoras las que cautivaban a los lectores. Algunas novelas de Dickens se publicaron así, a bocaditos. La Ana Karenina de Tolstói fue una novela por entregas. Es posible que la época en que Balzac era un diligente y continuado proveedor de productos de consumo perecederos le enseñara, cuando aún no tenía un nombre, cómo aumentar el interés poco antes de interrumpir la columna. Y también casi todas las novelas de Fontane aparecieron primero por entregas en periódicos y revistas, por ejemplo Errores y extravíos, que hizo exclamar indignado al propietario del Vossische Zeitung: "¿Es que no va a acabar nunca esa historia de putas?".Sin embargo, antes de que siga hilando mi discurso o destorciéndolo en hebras, tendría que mencionar que, desde el punto de vista puramente literario, esta sala y la Academia Sueca que me acoge no me son extrañas. En mi novela La ratesa, desde cuya publicación pronto habrán transcurrido catorce años y de la que quizá algún lector recuerde su catastrófico desarrollo por niveles narrativos en pendiente, se pronuncia en Estocolmo una laudatio de la rata o, más exactamente, de la rata de laboratorio, ante un público igualmente heterogéneo.

Más información
Grass defiende la tradición oral de la literatura

La rata ha recibido el premio Nobel. Por fin, habría que decir. Porque hacía tiempo que figuraba en la lista de candidatos. Se la consideraba favorita. Como representante de millones de animales de laboratorio, desde los conejillos de Indias hasta los macacos rhesus, se honra ahora a la rata, de pelo blanco y ojos rojos. Ella, sobre todo ella -afirma el narrador en mi novela-, ha hecho posibles todas las investigaciones y hallazgos "nobelados" en la esfera de la medicina y, por lo que se refiere a los descubrimientos de Watson y Crick, también premios Nobel, en el campo, prácticamente ilimitado, de la manipulación genética. Desde entonces se puede clonar, más o menos legalmente, maíz y verduras, pero también toda clase de animales. Por eso, las ratas-hombre que aparecen cada vez más dominantes hacia el final de esa novela, es decir, en la época poshumana, se llaman watsoncricks. Reúnen lo mejor de ambas especies. Lo ratesco reside en lo humano y a la inversa. El mundo parece querer recobrar la salud gracias a ese cruce. Había llegado el momento en que, después del Big Bang, cuando sólo sobrevivieran ratas, cucarachas y moscardas, y un resto de huevos de peces y ranas, se pusiera otra vez orden en el caos, concretamente con ayuda de los watsoncricks, que salieron milagrosamente bien librados.

Ahora bien, como ese hilo argumental podía tener un "continuará..." y la laudatio de la rata de laboratorio no termina la novela con una especie de final feliz, puedo en principio ocuparme ahora a fondo de la narración como forma de supervivencia y de arte. [...]

Nosotros, tan sumamente concentrados en lo escrito, hemos conservado el recuerdo de la narración verbal, del origen oral de la literatura. Sin embargo, si olvidáramos que todo lo narrado salió desde el principio de unos labios, unas veces mascullado, entrecortado, y otras apresurado, como impulsado por el miedo, o también susurrado, como si el secreto revelado debiera ser protegido de demasiados cómplices, y otras veces en voz alta, entre gritos de triunfo o preguntas que, doblando la trompa, olisqueaban las primeras o las últimas cosas..., si hubiéramos olvidado todo eso en aras de lo escrito, nuestra narración sería sólo seca como el papel y no algo transportado por un aliento húmedo.

Es una suerte que dispongamos de libros suficientes que, leídos en voz alta o baja, se conservan. Para mí fueron ejemplares. Maestros como Melville o Döblin, pero también el alemán bíblico de Lutero, me indujeron, cuando era joven y capaz de aprender, a escribir hablando, mezclando tinta y saliva. Y así seguí. Hasta este quinto decenio de mi servidumbre literaria, soportada con gusto, mastico frases fibrosas para hacer una papilla dócil, mascullo para mí en la más hermosa soledad literaria y sólo llevo al papel lo que, pronunciado, ha encontrado sus tonos cambiantes, demostrando su resonancia y su eco.

Sí, amo mi profesión. Me proporciona una compañía que se expresa con muchas voces y quiere ser llevada lo más fielmente posible a mis manuscritos. Lo que más me gusta es encontrarme con mis libros, hace años extraviados o expropiados por el lector, cuando leo en público lo que, escrito e impreso, encontró su reposo. Entonces, frente a un público joven, destetado pronto del lenguaje, o ante un público anciano, pero no harto todavía, la palabra escrita y expresada se convierte de nuevo en palabra hablada. Y ese hechizo se produce una y otra vez. De esa forma se gana el sustento el chamán que hay en todo escritor. A él, que escribe contra el tiempo que pasa, a él, que miente reuniendo verdades durables, a él le creen su promesa tácita: continuará...

[...] Al comienzo de los años cincuenta, cuando yo había empezado a escribir conscientemente, Heinrich Böll era ya conocido, aunque todavía no reconocido. Con Wolfgang Koeppen, Günter Eich y Arnno Schmidt estaba al margen del aparato de la cultura, entonces restaurador. La joven literatura de la posguerra no tenía facilidad para la lengua alemana, que, bajo el dominio del nacionalsocialismo, se había corrompido. Además, en el camino de la generación de Böll, pero también de los jóvenes autores entre los que yo me contaba, se interponía, como prohibición, una frase de Theodor Adorno. Cito: "Escribir un poema después de Auschwitz es algo bárbaro, y eso corroe también la conciencia de por qué se hizo imposible escribir hoy poemas...".

De manera que nada de "continuará...". Nosotros escribíamos, sin embargo. Evidentemente, teniendo que entender Auschwitz -como Adorno en su libro de 1951: Mínima Moralia. Reflexiones desde la vida dañada- como cesura y ruptura irreparable de la historia de la civilización. Sólo así se podía esquivar aquella prohibición. Y, sin embargo, el fatídico presagio de Adorno ha tenido efectos hasta hoy. Contra él tropezaron los autores de mi generación, rechazándolo abiertamente. Nadie quería, podía callar. Porque había que sacar el idioma alemán del paso militar, hacerlo salir de lo idílico y las intimidades azuladas. Para nosotros, niños escaldados, de lo que se trataba era de renegar de las magnitudes absolutas, el blanco o el negro ideológicos. Nuestros padrinos eran la duda y el escepticismo; nos ofrecieron como regalo la gran variedad de grises. Por lo menos yo me impuse ese ascetismo, para descubrir entonces la riqueza de mi lengua declarada culpable de una forma demasiado global, su seductora delicadeza, su tendencia cavilosa hacia lo profundo, su dureza sorprendentemente flexible, sí, su encanto dialectal, su simplicidad y ambigüedad, sus extravagancias y su hermosura que florece en subjuntivos. Aquel talento bíblico recuperado había que multiplicarlo, a pesar de Adorno o advertidos por el veredicto de Adorno. Sólo así se podía seguir escribiendo -poesía o prosa- después de Auschwitz. Sólo así, convirtiéndose en memoria y sin dejar que el pasado acabase, podía la literatura germanohablante de la posguerra justificar la norma literaria de validez universal "continuará...", para sí misma y ante los que nacerían después. Y sólo así se pudo mantener abiertas las heridas y compensar el deseado y prescrito olvido con un tozudo "Érase una vez...".

[...] En mi impiedad, sólo puedo doblar la rodilla ante el santo que, hasta hoy, me ha sido de más ayuda y ha hecho rodar los peñascos más pesados. Por eso imploro: ¡Santo Sísifo, nobelado por la gracia de Camus, te lo ruego, haz que la piedra no se quede arriba y podamos seguir haciéndola rodar, para que, como tú, podamos ser felices con nuestro peñasco, y la historia narrada de nuestra penosa existencia no tenga fin.

¿Se escuchará mi hondo suspiro? O, según los más recientes rumores, ¿será sólo el ser humano seleccionado producido por clonación el que será capaz de asegurar la continuación de la historia humana? Con ello he vuelto al principio de mi discurso y abro otra vez La ratesa, en cuyo capítulo quinto se habla de la concesión del Premio Nobel a la rata de laboratorio, como representante de millones de millones de otros animales de experimentación al servicio de la ciencia investigadora. Y enseguida me resulta claro qué poco pudieron contribuir todos los méritos hasta ahora premiados a eliminar del mundo el hambre, ese azote de la humanidad. Es verdad que se ha conseguido dar unos riñones nuevos a cualquiera que pueda pagarlos. Se puede trasplantar corazones. Telefoneamos de forma inalámbrica por el mundo. Los satélites y las estaciones espaciales giran solícitamente a nuestro alrededor. Se han inventado y fabricado sistemas de armas, como consecuencia de investigaciones premiadas, con cuya ayuda sus poseedores pueden protegerse de la muerte de muchas formas. Todo aquello de lo que es capaz el cerebro humano ha sido asombrosamente plasmado. Sólo el hambre sigue sin resolverse. Incluso aumenta. Allí donde el hambre era como hereditaria, se transforma en depauperación. Por todo el mundo se desplazan corrientes de refugiados; el hambre las acompaña. Y no hay voluntad política, acompañada de conocimientos científicos, decidida a poner fin a esa miseria que prolifera.

Cuando en 1973, en Chile, apoyado por la activa benevolencia de los Estados Unidos, golpeó el terror, Willy Brandt, como primer canciller federal alemán, pronunció su discurso de ingreso en las Naciones Unidas. Habló de la depauperación universal. Su grito de "¡También el hambre es una guerra!" fue tan convincente que se ahogó en un aplauso inmediato.

Yo estaba presente cuando se pronunció ese discurso. En aquella época escribía mi novela El rodaballo, en la que se trata de la base primaria de la existencia humana, la alimentación, es decir, de la carencia y la abundancia, de grandes comilones e innumerables hambrientos, del placer del gusto y de las migajas de la mesa del rico.

Ese tema nos ha quedado. A la riqueza que se acumula responde la pobreza con mayores tasas de crecimiento. El Norte y el Oeste opulentos, ansiosos de seguridad, pueden seguir queriendo protegerse y afirmarse como fortaleza contra el Sur pobre; las corrientes de refugiados los alcanzarán, sin embargo, y ninguna reja podrá contener la afluencia de hambrientos.

De eso habrá que hablar en el futuro. En definitiva, la novela de todos nosotros debe continuar. E incluso aunque un día no se escriba o pueda escribirse o imprimirse ya, cuando no se disponga ya de libros como medios de supervivencia, habrá narradores que nos hablarán al oído, devanando otra vez las viejas historias: en voz alta o baja, jadeante o demorada, a veces próxima a la risa y a veces próxima al llanto.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_