La belleza del esqueleto
Más allá de la piel, la belleza cabal mora en el esqueleto. La imagen de la demolición de los laboratorios Jorba, que ayer nos golpeaba desde la portada de las páginas de Madrid, solivianta al mismo tiempo que seduce. Si la primera reacción es de indignación inerme ante el agravio, la impresión inmediata cauteriza la herida, porque es tanta la belleza del esqueleto expuesto por la violencia inculta que resulta obligado descreer de la muerte. La elegancia impasible de la esbelta estructura metálica y la precisión lacónica con que sostiene las bandejas afiladas de los forjados y el alabeo reglado de los sonrientes petos de hormigón invitan a confiar en la vida perdurable de esta construcción caduca. Incluso en el momento infame de su vejación definitiva, violada primero (como tantas otras edificaciones madrileñas) con un cartel infausto sobre su remate coronado, y desventrada después dejando al aire la maraña dócil de sus redondos de acero, la sede de Jorba posee una dignidad confiada que remite a la iconografía serena del martirologio cristiano. Levantada en 1965 para unos laboratorios farmacéuticos por un arquitecto que prefirió los huesos de hormigón a los morteros y las balanzas de la farmacia de su padre, su perfil espigado de pagoda fue durante mucho tiempo un emblema optimista del despegue económico de los años sesenta para los que pasaban a su lado camino de Barajas. Con el rigor geométrico de una inflorescencia de vidrio y la agitación ingrávida de un turbión de palomas de hormigón, este hito futurista y amable regresa con su actual despojamiento indigno a la desnudez inocente de las imágenes de su construcción; y en este retorno circular a la belleza impecable de su osamenta original habita una promesa sedante de supervivencia simbólica. La amnesia de la piqueta no prevalecerá sobre la memoria de las sales de plata.
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