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El arcángel del valle verde

Hay unas cuantas imágenes, de las muchas que dejó atrás Roddy McDowall al morir el sábado en su casa de Los Ángeles, que pervivirán. Un rastro premonitorio de ellas está en la primera película, Asesinato en familia, que aquel inglesito de siete años dejó en su primera confrontación con una cámara, en el año 1936. Era un chiquillo completamente común, pero sus ojos, extraordinariamente luminosos, se sabían la ciencia de la fijeza y podían sostener de frente la agresión de una cámara y expresar a través de ella temor y temblor, asombro y afecto. Llenaba sin dilación la pantalla con un golpe, y hasta un agolpamiento, de sentimientos. Uno, desde la butaca, se convertía en él, veía y entendía el mundo a través de su manera de mirarlo. John Ford amaba ese agolpamiento sentimental, propio de la tonalidad elegiaca con la que compuso partituras cinematográficas exquisitas. No podía pasarle a Ford desapercibida la capacidad de captura emocional de aquel niño y se lo llevó al centro de una de sus elegías más intensas. Hablo de Qué verde era mi valle, donde un apacible remolino de recuerdos gira enteramente alrededor de la mirada de Roddy McDowall. Era el año 1941 y el niñito inglés se había convertido en un muchacho minero galés de 10 años, cuando hizo aquel prodigio. Su rostro tiznado por el polvo del carbón, que intensifica hasta la irrealidad la luz de sus ojos, mirando a su padre, Donald Crisp -el viejo patriarca minero muerto- tiene hoy cierta condición de santuario, al que han peregrinado millones y millones de feligreses del culto al cine como fuente de llanto consolador.Después de verla recorrer y conmover -y en ello sigue y seguirá, pasen las décadas que pasen- el mundo, los traficantes de imágenes dedujeron negocio de aquella maravillosa escena, mucho y buen negocio. No se equivocaron. Y la ecuación química y emocional padre-hijo entre Donald Crisp y Roddy McDowall fue estrujada como una naranja en la dulzona serie de la perrita Lassie, iniciada por La cadena invisible en 1943, y en la que se dio a conocer otro hermoso angelito inglés, una niña llamada Elizabeth Taylor.

Roddy multiplicó su inocencia hasta Las llaves del reino, en 1946, pero ahí se percibieron ya en él los indicios de las turbulencias del adolescente y hubo que buscar nuevos registros, que le condujeron a un violento giro en su carrera: el salto de la inspiración a la elaboración, que se consumó, guiado por otro cineasta complejísimo, Orson Welles, en Macbeth. Y comenzó la inversión del pequeño Roddy, un prodigio de pureza, en míster MacDowall, un consumado villano, que hizo notables creaciones en Un grito en la niebla, El póquer de la muerte y Cleopatra, donde compuso un gélido y despiadado Octavio. El arcángel del verde valle galés consiguió de viejo estocadas de cinismo como ésta: "Sólo conozco una ley, la que dice: primero yo y después de mí, nadie. Yo soy el sheriff y me llevaré por delante a quien no la cumpla".

Sólo una vez más volvió a emerger de este diablo aquel niño puro. Y para ello tuvo que caracterizarse de chimpancé en El planeta de los simios, que Franklin J. Schaffner rodó en 1967 y fue el canto de cisne de quien creció bajo la losa de su deslumbradora infancia.

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