Todos los sexos
Dice el Webster que en inglés wig es algo así como una cubierta artificial para la cabeza (un peluquín, vamos). Por otra parte, Woodstock es, desde finales de los sesenta, un nombre mítico, recientemente desempolvado para ganar unos dolarillos extra, de la gran cita musical de la contracultura de los años del hippismo y la militancia anti-Vietnam, un idílico lugar campestre en el Estado de Nueva York que parecía resumir los ideales de armonía y «buen rollo» de aquellos años. Wigstock, en cambio, es el nombre con el que, desde hace una docena de años, se conoce una fiesta también neoyorquina, pero en este caso ferozmente urbana, de escenario cambiante, pero en el cual se insta a los participantes a que se pongan un wig, una peluca, lo que les dé la gana, pero que se disfracen y saquen las plumas del armario. O sea, una cita de confraternación intersexual: travestidos, drag-queens, hormonados, gays, lesbianas, heterosexuales, con la consigna, también, del «buen rollo» y con la música como excusa.Confraternización, plumerío, liberación de los sentidos, música: he aquí un programa seductor que, según parece, engancha con fuerza entre un público cada vez más participativo: lo que muestra Wigstock: la película es la filmación de dos años de este evento, 1993 y 1994, y hay por allí más de 20.000 personas. La cámara de Barry Shils se sumerge entre la gente y los cantantes, intentando captar sus impresiones, desentrañar la filosofía que subyace detrás de la propuesta, cuyo simplismo es casi reducible a un eslogan: «Pásatelo de coña».
Wigstock: la película
Wigstock: the movie. Dirección: Barry Shils. Fotografía: Wolfgang Held. Música: Peter Fish y Robert Reale. Producción: Dean Silvers y Marlen Hecht. Estados Unidos, 1995. Intérpretes: Alexis Arquette, Jackie Beat, Lee Kimble, Candis Cayne, Chloe Dzubilo, Ru Paul, Mistress Formika, Crystal Waters, Dee-Lite, The Lady Bunny. Estreno en Madrid: cine Alphaville (V. O.)
Pelucones descomunales
Así, durante casi una hora y media desfilan por la pantalla actuaciones varias, algunas verdaderamente sorprendentes, otras meros eructos; personajes que muestran las «carrocerías» más insólitas que imaginarse pueda, disfraces, pelucones descomunales, desnudeces provocativas, dando cauce a algo que es el deseo de dar la nota, pero también de, por un día, tomar la calle en plan festivo. Y constituyendo, de paso, todo un programa de la posmodernidad: el artificio por encima del sentido, el fragmento sobre el todo, el gesto espectacular como ideal de vida.El espectáculo está en la calle, pues, y Shils lo supo entender sin mayor problema. Que haya sabido hacer con ello algo original es ya mucho más discutible: su trabajo no pasa del aplicado, pretendidamente «rompedor», ejercicio de fin de curso, con fragmentos en vídeo, un gusto atroz por la composición del encuadre, la confusión entre feísmo y originalidad... amén de ser no más que la copia de tantos filmes canónicos que han marcado desde finales de los sesenta toda una escuela en eventos de este tipo. Por no recordar ya la escasez de medios: es éste un producto al cual no le vale la coartada de estar hecho con el mismo desenfado que demuestran los personajes que en él transitan.
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