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Tribuna
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Un rostro imborrable

La muerte de un humano suele entristecer, más por lo que pudo ser y no fue que por sus desatinos y naufragios. Muchos aguardaron, en África, el final político de Mobutu Sese Seko, y, tras producirse, su desaparición fisica ha suscitado menos conmoción. Mientras el "poblado tribal planetario" llora en la princesa de Gales la extinción de uno de sus vacuos y fugaces mitos dorados, al tiempo que se conmueve -más brevemente, eso sí- por el mito misional de la abnegada Teresa de Calcuta, ese gigantesco poblado apenas puede dedicar minúsculos fragmentos al óbito del antiguo dictador zaireño. Tres muertes, tres trayectos en tres continentes, tres símbolos de una humanidad globalizada, reorganizada y con una estricta jerarquía en la importancia adjudicada a cada uno de los personajes. La princesa era el ideal soñado por la mayoría occidental, la monja era el ejemplo de la voluntad aislada, el mariscal africano era apenas la imagen cambiante de un éxito fácil en un mundo donde todo es posible. Y más allá de los tres desaparecidos, un pronto olvido.Prensa escrita y audivisual han echado mano de sus archivos y de las concisas notas de agencias para rememorar, por unos días, la biografia del jerarca congo-zaireño. Alusiones -entre líneas- a la adscripción del joven sargento Joseph Desiré Mobutu al Ejército colonial belga y a la CIA norteamericana, a su apoyo aparente a Patricio Lumumba y la rápida detención y entrega de aquél a los rebeldes katangueños para su tortura y asesinato, al golpe de Estado en 1965 para controlor el Congo hasta este mismo año de 1997 y mudarle el nombre por Zaire en 1972. Pero el clamoroso silencio acerca de un joven africano que soñó por unos instantes con un continente liberado de servidumbres antiguas y modernas, y que apareció como el militar brillante al lado del honesto Lumumba y de sus colaboradores Gizenga o Mulele. Silencio sobre el recurso constante de Mobutu a los ejércitos mercenarios occidentales contra las insurrecciones populares simba en el norte y las mulelistas en el este, o sobre la intervención reiterada de tropas onusianas, franco-belgas y marroquíes para aplastar alzamientos en Shaba-Katanga, y sólo algunas alusiones a la venta de porciones gigantescas del territorio a compañías occidentales. La cifra de un billón de dólares expatriados a cuentas suizas sí ha sido mencionada, pero en su frialdad dice poco de millones de africanos empobrecidos y de una élite corrompida por prebendas y exilios dorados. ¿Cuántos han sido los Pierre Mulele anónimos troceados en vida por defender la dignidad de su gente, cuántos han sido los Lumumba entregados a bandas de sicarios mientras familias y etnias enteras periclitaban bajo el amigo de Occidente? Flaquea la memoria de nuestos magníficos archivos globales: el crimen en el pasado ya no interesa ni conmueve.Desde que el insurgente Lurente Desiré Kabila -confiemos que el nuevo Deseado no resulte tan ominoso como su predecesor- lanzó su ofensiva con apoyo tutsi al este de Zaire, los comentaristas han insistido en el final de la era francesa en el África independiente, de la que Mobutu sería el último bastión significativo. El triunfo de las heteróclitas tropas de Kabila, en mayo, y la guerra que sacude el vecino Congo-Brazaville, amén del ascenso sin trabas legales de la Suráfrica de Mandela, han hecho hablar de la nueva hegemonía anglófona patroneada por EE UU como un hecho de perspectivas peligrosas: el síndrome norteamericano resurge en el poblado tribal planetario, justamente cuando las diferencias en la gestión de la economía política son sólo de matiz. ¿Qué significado tiene lanzar la alarma ante los nuevos regímenes autoritariaos de Uganda, Ruanda o Congo Zaire, auspiciados por EE UU, cuando la etapa de casi cuatro décadas que dirigió Francia ayudó a la fijación de Gobiernos como los de Bokassa y Mobutu o de los incombustibles Eyadema y Bongo? Por supuesto, el horror siempre tiene un eslabón más alto, pero resulta excesivo diluir la responsabilidad europea en sus engendros africanos durante un siglo colonial y cuatro décadas poscoloniales, para arrementer contra el hermano mayor americano cuando acaba de, poner formalmente pie en tierras de Africa. Desde luego que la CIA operó en el derrocamiento de Nkrumah y en la traición mobutista contra Lumumba, pero fueron sintonías más que disonancias lo que hubo entre las potencias europeas y Washington: simplemente, los métodos y las acciones fueron francesas y belgas. Es algo injusto, por prematuro, acusar de futuros desmanes al abanderado de la globalidad desde el continente que ha materializado todas las ofensas durante más de un siglo, soviéticos y socialistas reales incluidos. Y eso que pensamos, con Césaire, que la fracción más destructora del moderno Occidente es EE UU, pero ecuanimidad obliga: no fueron ellos quienes arrasaron África.

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Esta es la razón de pensar que los muchos silencios sobre el mariscal zaireño son una forma de encubrir la responsabilidad de Europa -Este y Oeste- en una colonización traumática y una descolonización gangrenante. Mobutu es el símbolo que se oculta de una élite occidentalizada corrupta y corruptora, es el entierro de lo que fueron las esperanzas africanas en una brillante promoción de jóvenes que como Lumumba o Mulele fueron segados de raíz, o que como Nkrumah o Kenyatta naufragaron entre discursos de progreso y cárceles repletas. Pocas esperanzas puede concebir ese mundo africano, maltratado y crispado, esas gentes que observan el día a día de los Mandela o Museveni, últimos defensores de la modernidad. La muerte del sangriento mariscal dificilmente borrará su rastro: el de su sangre suele olvidarse pronto, pues la vida reclama sus derechos, pero las secuelas de miseria moral, de agresión gratuita, de generaciones vaciadas de fe puede que no se diluyan durante largo tiempo. Como cantó Jara profético: "Su conciencia, no la podrá borrar toda: la lluvia del Sur".

Ferrán Iniesta es historiador de África.

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