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47º FESTIVAL DE BERLÍN

Spike Lee logra su mejor película

Una ración de sopor y otra de escatología completan el día

Desde que en 1990, tras la excelente Haz lo que debas, Hollywood domesticó a golpe de talonario al protestón Spike Lee, el buen cineasta principiante se convirtió en un tramposo profesional de colmillo retorcido y disfrazó su claudicación con vestidos de modernez, jugando de manera encubierta por la crispación a la vaciedad. Siete años después, y tras seis patinazos cada vez más graves, a Lee se le han calmado los ojos, ha vuelto a los orígenes y le ha salido la estupenda Get on the bus. Pero su calma contrastó con dos exageradísimas películas (una china de Taiwan y otra británica) que hay que echar de comer en pesebre aparte, porque rozan un realismo completamente extraterrestre.

, ENVIADO ESPECIAL

Spike Lee cuenta de forma muy sencilla y diáfana el viaje de una docena de hombres negros de Los Ángeles que, en octubre de 1995, alquilan un autobús para atravesar el continente, llegar a Washington y sumarse a la marcha de un millón, que atestó la explanada que se extiende ante el Lincon Memorial, desde donde el líder negro musulmán Louis Farrakhan les arengó con un discurso de resonancia mundial, de fraternidad y lucha contra el nuevo racismo.La película respira libertad. Es porosa, suelta, brillante. Y es también generosa con todas las opciones ideológicas, salvo las racista s de los blancos y las neoesclavistas de los negros que perdían la memoria a medida que ganaban posiciones en el establishment, que es lo que le ocurrió a Spike Lee, aunque lo disimulaba, en las seis gesticulantes películas que preceden a esta recuperación por el cineasta de su buen cine inicial.

Luego, tras el sereno alegato de Lee, llegó El río, dirigida por un tal Tsai Mingliang, película china-taiwanesa que se explica sola. Va de esto: la script de una película lía a un tímido adolescente para que haga de ahogado en un río de Taipei. El muchacho sale del rodaje del plano tiritando y, en pago a sus servicios, la chica lo lleva a su hotel y lo desvirga.

Película muda

No se sabe si por el frío que pasó o como expiación del pecado que cometió, al chico le ataca una tortícolis monumental, implacable como un castigo bíblico. Las dos horas que siguen a este preludio son la historia de esa tortícolis. Pero resulta que el muchacho vive con sus padres y que en su casa nadie dirige la palabra a nadie, así que la película es prácticamente muda. Y además resulta que el padre es homosexual y tan feo el pobre que ni los chaperos aceptan su dinero, mientras (qué remedio) la madre se resigna a calentar su cama viendo vídeos pornográficos.A todo esto, comienza a llover y no para en toda la película, por lo que las goteras de la casa se van convirtiendo en un Niágara doméstico, mientras la torturante tortícolis del chico chino sigue aumentando y ni médicos ni sacerdotes le encuentran remedio. Los espantosos dolores, las lúgubres humedades, los inacabables silencios y las continuas calabazas de los chaperos se van haciendo tan duras de llevar que el padre (mientras la mamá se consuela con los orgasmos fingidos de Linda Lovelace) se mete en la cama de su hijo y allí ambos se masturban recíprocamente, hasta que por la mañana deja de llover, sale el sol, pero ni eso arregla la tortícolis del muchacho chino.

¿No basta? Pues peor aún: la película está tan bien hecha, su cadencia soporífera es tan precisa, que podría llevarse merecidamente un premio, aunque ya tiene adjudicado el de la tristeza, que alcanza proporciones abrumadoras, una hecatombe de tedio que convierte a un hipotético intercambio de intimidades entre Kafka y Dostoievski en el dúo de La verbena de la Paloma, pues el refinado pesimismo chino supera a Groucho Marx cuando dijo aquello tan confortador de que su vida había transitado desde la nada a la más absoluta de las miserias.

Pero la cosa no queda ahí. Tras el golpe en la nuca chino, llegó un sainete inglés con final tremendista que redondeó el lúgubre día. Se titula Twin town y está dirigida por un tal Kevin Allen, que nos dio la puntilla con un rosario de escatologías y de cochinadas británicas que abarca desde una auténtica mascletá de pedos y de eructos a varias meadas en la cara, pasando por esnifamientos de cocaína en retretes con boñiga en la taza, centenares de variantes de todas las gamas de la mierda verbal e incontables otras lindezas por el estilo.

Todo bajo el síndrome de Trainspotting, inteligente y siniestra simulación de película que ya está comenzando a hacer estragos. Y ayer hubo aquí un pesado y fúnebre silencio a la salida de los cines berlineses.

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