La suave dinamita de los Coen
Después de Muerte entre las flores, filme que tiene dentro muchos riesgos, pero que les salió casi redondo, los hermanos Joel y Ethan Coen -con reputación de ser de los más díscolos, rompedores y radicales cineastas independientes del movimiento off-Hollywood estadounidense- se embarcaron en dos películas (Barton Fink y El gran salto) singulares y audaces, a ratos brillantes y siempre marcadas por un estilo tan fuera de norma, que es presumible que a causa de él acaben en el cementerio del cine suicida, ése que, por coquetear sin red con la moral del trastazo, acaba casi siempre aparcado en una cuneta y se ve obligado a pagar el peaje del cerco de silencio a que en estos predios conduce casi siempre circular demasiado a la ligera contra la corriente.Ambas películas resultaron desequilibradas, aunque son interesantes y en ellas abunden imágenes y escenas muy originales. De ahí que en conjunto son insatisfactorias, pues formalmente adolecen de exceso de rebuscamiento. Las dos funcionaron sólo a medias, tibiamente; y parece que esto ha obligado a los Coen a frenar su tendencia a la arbitrariedad y a preparar en su siguiente obra un giro en los derroteros de una carrera que comenzaba a situarse en el umbral del manierismo y, por consiguiente, en uno de esos callejones con difícil vuelta atrás y sin salida por delante. Resultado de este giro es la trepidante y divertidísima, serena y no obstante dinamitera, burlona y grave, sútil y magnífica Fargo, que es con mucho el mejor trabajo de este imprevisible tándem familiar.
Fargo
Dirección: Joel Coen. Guión: Ethan y Joel Coen. Fotografía: Roger Deakins. Música: Carter Burwell. Estados Unidos, 1996. Intérpretes: Frances McDormand, Steve Buscemi, Peter Stormare, William Macy, Harvey Presnell. Madrid: cines
Los Coen cuentan esta vez, con limpia sencillez y sin caer como otras veces en el retorcimiento, una historia verídica ocurrida en un pueblo de su Minnesota natal hace unos años. Y ya en la elección del suceso se ve venir el vitriolo de la mirada de estos cineastas, pues se trata de un asunto negrísimo, extraído de la crónica criminal más astrosa, pero que, destripado por ellos, revienta de una gracia que, sin acudir a chistes, subrayados y estridencias, echa chispas. Es una especie de brutal esperpento, contado de manera suave, que pone en solfa y reduce a harapos la moda -nacida en el cine estadounidense y propagada a Europa como un reguero de pólvora o como una peste- del cine sobre los llamados serial killers, eso que ya comienza a llamarse tarantinada o algo por el estilo: una colección, a estas alturas rutinaria, de (es un decir) hazañas de desnucamiento, que está aumentando la producción de sangre de tomate en los talleres de los proveedores de materia prima del thriller posmoderno, del que los hermanos Coen hacen en Fargo una burla que multiplica su ferocidad, precisamente porque no se percibe a primera vista y hay que adentrarse en la película para descubrir la dureza que esconde su tono apacible.
Es Fargo no sólo la mejor película de estos irregulares cineastas, sino una de las más divertidas e inteligentes de la última hornada del cine o Hollywood. La construcción (es decir: el guión) es un prodigio de acabamiento y medida: nada falta, nada sobra y cada cosa está en el lugar del engranaje que le corresponde. La dirección de Joel Coen es humilde y transparente.
Y el reparto roza lo insuperable, pues la panda de imbéciles ciudadanos de la ciudad de Fargo, y los dos descerebrados criminales que se encargan de descerebrarlos a ellos, no tiene desperdicio, sobre todo si a esta gentuza se añade la presencia, en mágico contrapunto, que borda, primero junto a ellos y finalmente frente a ellos, la maravillosa Frances McDormand, en un personaje de agente de policía a punto de parir, pero que resuelve expeditivamente el hediondo caso sin abandonar durante todo el rifirrafe una beatífica sonrisa prematernal y unos lentos andares despatarrados de señora preñadísima. Un hallazgo de excepción, que encaja a la perfección en la intriga de esta pequeña joya, que nadie debe perderse.
Babelia
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