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Titón

Desde ayer hay un nombre menos en el pequeño ramillete de quienes crean cine universal en castellano. La obra, vigorosa, diáfana y libre, de Alea llegó a España con retraso y, pese a que cuando entró lo hizo por la puerta (en su caso no embudo) de la gran audiencia que le abrieron Fresa y chocolate y Guantanamera, su cine sigue aquí oculto.El fin del franquismo abrió un hueco en nuestras carteleras a un par de estrenos a destiempo en salas que sólo franquearon unos pocos cinéfilos. Casi nada para un artista de tan luminosa identidad. Su obra habría calado en la evolución del cine español de los años sesenta si hubiese sido acogida como nuestra. Era Alea de La Habana e hijo de españoles. Su entendimiento de lo español, en cuanto idioma y en cuanto estilo de comportarse, se percibe nítidamente en sus películas. Su cine nos habla por ello de tú a tú -lo mismo si se pone serio que si se burla, igual cuando truena que cuando susurra- a los millones de ojos que, en este lado del mar, miramos en habanero.

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Aunque, en los años cincuenta, hizo incursiones de aprendizaje en el campo del documento (cuyo espíritu, cuando éstas llegaron, no abandonó sus ficciones), Alea gastó su juventud más que en el cine en la lucha contra la dictadura de Batista. Aquella clandestinidad le trajo un nuevo bautismo y de ahí el nombre de Titón, que entre sus paisanos sigue borrando los nombres heredados.

Comedia humana

Sus ficciones son metáforas de la resistencia al castrismo en cuanto sucursal del estalinismo, elaboradas desde el castrismo, en cuanto busca todavía no envilecida de socialismo; y componen un cuerpo de comedia humana, en la que con acento habanero contó fábulas universales de la vida cotidiana.La docena de años que hay entre Las doce sillas (19 62) y La última cena (1976) se llena con Muerte de un burócrata (1966) y Memorias del subdesarrollo (1968). Es cine no perecedero, que no es arriesgado pronosticar que quedará, arrastrado por destellos de sus películas españolas, las dos citadas y la delicada Cartas del parque.

Muchos evocarán, ahora que terminó su pelea diaria con la muerte, cosas que hizo o que dijo. Era un conversador generoso: sabía hablar pero dejaba hablar, virtud que escasea. Conservo memoria de dos largas conversaciones con él, pero mi recuerdo más vivo es el de su mudez hace unos años en Berlín, cuando se dio cuenta (se lo dije y negaba incrédulo con la cabeza) que Fresa y chocolate era el centro de todas las crónicas de los millares de periodistas de todo el mundo allí con centrados, que la reclamaban para las cuatro esquinas del planeta. Su mudez era respuesta de niño asombrado y de viejo perplejo, que acaba de saltar del aislamiento a una algarada de aclamaciones -sin fronteras de lengua ni complicidades de ideología- a su oficio, a su talento.

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