_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Brindis 'charnego' por Marsé

Antonio Muñoz Molina

No sé si fue en el verano de 1970 o de 1971, de uno de aquellos veranos tórridos y literarios de la adolescencia, cuando las noches se prolongaban en insomnios hasta casi las madrugadas y la penumbra de las siestas tenía el grado de claridad justo para permitir la lectura y al mismo tiempo no abrirle paso al calor. Los veranos de los 14 o 15 años eran veranos largos, sentimentales y lectores, y el trato con los libros se parecía entonces a lo que en los catecismos para jóvenes y en un poema de Jaime Gil de Biedma se llamaba, el vicio solitario: la lectura tenía lugar un poco clandestinamente, apelaba sobre todo al ejercicio de la imaginación y solía celebrarse en la cama, y en una habitación cerrada. No por casualidad las personas con sentido común atribuían peligros parecidos al vicio de los libros y al del onanismo, y confundían a veces la palidez algo insalubre y el aire de ensimismamiento que provocaba el primero con las célebres y perniciosas consecuencias del segundo.Hasta uno de aquellos veranos yo había creído siempre que las novelas trataban de otros mundos y de otros tiempos, de máquinas imposibles, de viajes a las profundidades marítimas, al centro de la Tierra o a milenios futuros, de islas en las que estaban sepultados tesoros, de heroínas rubias y góticas, de aeronautas británicos que conmovían el siglo XIX cruzando en globo toda la anchura del continente africano. Cuando leí, en 1970 o 1971, Últimas tardes con Teresa, me enteré de pronto de que las novelas también podían tratar de la realidad y tener personajes que se llamaran Manolo o Maruja, como si en vez de criaturas de ficción fueran parientes míos.

Una melancólica jactancia

De hecho, había grandes posibilidades de que lo hubieran sido: Manolo Reyes, alias Pijoaparte, era un andaluz llevado en la primera infancia a Cataluña, y en su manera cimarrona de hablar y en su mezcla de rencor de clase y de ambición trepadora yo reconocía instintivamente rasgos de parientes míos que habían emigrado a Cataluña a principios de los años cincuenta y regresaban de vez en cuando a visitar a la familia. Sus mujeres traían el pelo teñido de rubio y habían adquirido un fuerte acento catalán sin desprenderse por eso de su imborrable acento de Jaén. Ellos conducían coches, fumaban cigarrillos con filtro y seguían teniendo en los rasgos y en las manos una aspereza rural: se comportaban con jactancia y con melancolía, orgullosos de una prosperidad que nuestra ignorancia y nuestra imaginación exageraban, remordidos por una nostalgia que se fue acreciendo a medida que los años pasaban y que los hijos se les hacían mayores y modificaban o catalanizaban sus simples nombres jienenses.

Sin duda, algunos de aquellos primos de mis padres que nos visitaban en verano habían conocido en los primeros años de su emigración los paisajes de muladares y chabolas del monte Carmelo desde los, cuales Manolo el Pijoaparte miraba hacia Barcelona con la misma vocación de desafio con que mira Rastignac hacia París en las últimas líneas de Le pére Goriot. El gran Manolo Reyes, que adopta de vez en cuando el nombre de Ricardo para seducir criadas porque se imagina que es un nombre de novela (y efectivamente lo es: de novela de Corín Tellado) parece a primera vista un retrato del natural, uno cualquiera entre los cientos de miles de murcianos, extremeños y andaluces que inundaron desde los años cincuenta los extrarradios más desoladores de Barcelona y de Bilbao, maketos o charnegos fugitivos del hambre, alimentados por furiosos sueños de confort doméstico y revancha social cuyo cumplimiento no pertenecía al reino utópico dé la justicia, sino al de las quinielas de catorce.

Pero el Pijoaparte, tan exacto en su naturalismo, tan personaje del miserable mundo real, es también un héroe clásico de las novelas, uno de esos jóvenes alucinados por la amplitud de sus deseos y por los designios de su propia voluntad, que aparecen siempre en Stendhal, en Balzac, en Maupassant, en Flaubert: Marsé, tan apresuradamente leído y catalogado como narrador de lo real, es sin embargo el más literario de nuestros novelistas, y no porque sus libros estén llenos de literatura -dan la impresión, al contrario, de casi carecer de, ella-, sino porque son más densamente novelas, porque llevan a su plenitud con pasión y solvencia las mejores posibilidades de esa forma narrativa, sus mecanismos de invención y representación del mundo. Quiero decir que en los argumentos, en los personajes y en la textura y el ritmo de las novelas de Marsé. está tan intensamente la novela como está el cine en las películas de Billy Wilder o en las de Howard Hawks.

El Pijoaparte, que se imagina a si mismo como un seductor implacable de novela sentimental, de una de aquellas novelas que alquilaban las criadas en los puestos de pipas y tebeos, es más bien un personaje de Stendhal, un Julien Sorel arrebatado por el resplandor que da el dinero a las hijas más atractivas de los ricos. Jan Julivert, el ex preso político que envejece fumando en pijama, acomodado en el fracaso como en un trabajo rutinario y medio cre, ha sido en los sueños de otros el pistolero Shane, el fulgurante vengador de las carteleras de los cines de barrio. Lo que sabe contar como nadie Marsé, lo que constituye la materia más pura de su ficción, son las imaginaciones insensatas de los desposeídos, las mitologías menesterosas de los programas de los cines, de las portadas de las novelas baratas, de las aventis y películas que se cuentan entre sí los niños hambrientos de la posguerra.- la materia imperiosa, maltratada y vulgar de la que están hechos los sueños de los débiles.

Sueños de piel dorada Contagiado por él y por Manolo Reyes, en lo que yo soñaba a los 14 o 15 años cuando leía Últimas tardes con Teresa no era en llegar a ser un novelista: lo que de verdad me apetecía en las siestas de penumbra, en las noches de calor y de insomnio, era conquistar a Teresa Serrat, aquella chica de pelo rubio y piel dorada por el resplandor del dinero que sin duda hablaba con un acento extraño y pronunciando todas las eses, como las primas de Badalona o Sabadell que nos visitaban en verano.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_