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Reportaje:

Las últimas 'verdades' sobre el caso Marilyn

La biografía escrita por Donald Spoto apunta la responsabilidad del psicoanalista en la muerte de la actriz

Vicente Molina Foix

El biógrafo torrencial y algo tortuoso que solía ser Donald Spoto ha refinado considerablemente el arte de su oficio y el magnífico libro ahora aparecido, Marilyn Monroe, la biografía (Anagrama), se lee vertiginosamente, sin desmayo, llegando a alcanzar el interés de una novela negra en las 100 páginas finales que reconstruyen el largo y mortífero verano de 1962. Hay biógrafos que se ensañan vengativamente con el objeto de su búsqueda. Otros que se ven arrastrados por un flujo simpático a la idolatría. Y unos, los mejores, que aman como se debe amar: amando y odiando, perdonando. Spoto ha sido todos esos biógrafos, pero en este libro sabe ser de los últimos.

Tratándose, además, de un personaje como Marilyn, Spoto tiene la suprema elegancia de no ser mitómano con la mujer que todos -su familia, que desde niña la preparó para ser la copia de Jean Harlow; la Fox, que la vendía ignorando la calidad del producto; su tercer marido Arthur Miller, su público, sus fáns.-, construyeron o construimos con falseamiento, convirtiéndola en el emblema de las propias carencias y fantasías.

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La Marilyn de Spoto empieza realmente con un sueño infantil de la futura actriz: "Soñaba que estaba de pie, en la iglesia, sin ropa, y la gente se hallaba tendida a mis pies, en el suelo de la iglesia, y yo caminaba desnuda, con una sensación de libertad, por encima de sus cuerpos postrados, con cuidado de no pisar a nadie". El prurito exhibicionista y la valoración de su cuerpo, pero también la delicadeza con los demás, son características, como lo es el rasgo de su temperamento (inseguro, auto-flagelatorio) reflejado en otra anécdota de sus años de colegio, cuando, con 50 niños vestidos de negro, Marilyn hizo su primera aparición teatral; los niños debían quitarse a una señal el hábito negro, que dejaba ver debajo un ropón blanco, con el que formarían en el escenario al aire libre una cruz blanca. Dada la señal, Marilyn, absorta en el paisaje y Ias estrellas del cielo", se quedó sola y negra como una mancha en la cruz gigante. La familia adoptiva con la que vivía "no me lo perdonó". La oveja empezaba a descarriarse.

La naturaleza simultáneamente manejable e indócil, rebelde pero complaciente, liberada y muy cándida, de esta mujer, quizá la causa de su incomparable atracción universal, está muy bien trazada por Spoto, sobre todo reflejando su enfrentamiento con la rutina de los grandes estudios, a los que, por ejemplo, impuso la constante presencia en los rodajes de sus dos maestras de interpretación, Paula Strasberg y la emigrada Natasha Lytess, que emerge, por cierto, como un personaje apasionante; enamorada, como todos, de Marilyn, tiránica y esclava, y tal vez la única con la que la actriz, en un curioso pliegue de su carácter, quiso ser destructivamente cruel. Esa lucha supuso también el calculado -y muy arriesgado- alejamiento de Hollywood en dos largos periodos, durante los cuales, basada en Nueva York, y estando ya en la cumbre de una popularidad sin precedentes, Marilyn volvió a empezar con una sincera modestia: estudiando como aprendiz en el Actor's Studio de Lee Strasberg, viviendo su historia de amor con un Arthur Miller entonces hostigado por los "cazadores de brujas", apoyando las causas de la izquierda, analizándose según la más estricta ortodoxia freudiana, y leyendo: Kafka, Joyce, Hopkins y Dylan Thomas, Dostoiesvski, mucho Dostoiesvski (aunque echo de menos en este libro, que revela poco sentido del humor en su autor, una mayor atención al encuentro de Marilyn con lsak Dinesen, mejor contado en otra parte; corrió el champán, la baronesa cayó rendida ante la actriz, y hubo baile encima del mantel).

Esa misma mujer inteligente y ansiosa por romper su estereotipo sabía, sin embargo, dosificar maliciosamente sus picardías. En la rueda de prensa previa al inicio de rodaje de su película El príncipe y la corista, dirigida en Londres por Lawrence Olivier e interpretada por lo más selecto de la aristocracia teatral británica, Marilyn sufrió un percance. Se había presentado con un escotadísimo vestido de terciopelo negro sólo recatado por dos estrechos tirantes, y un periodista inglés, al oír las declaraciones de la actriz sobre su intención de hacer en cine la Grushenka de Los hermanos Karamazov, puso en duda su capacidad para dicho papel, llegando a preguntarle si sabría deletrear el nombre. Marilyn le respondió con una de sus ingeniosas evasivas, y los periodistas se volcaron sobre Olivier. Pero entonces, al inclinarse sobre la mesa, uno de los tirantes del vestido se descosió. Todos los flases brillaron en su pecho, mientras Marilyn pedía imperturbable un imperdible. Las fotos ocuparon primeras páginas en todo el mundo. Pero el percance no era tal: la actriz había dispuesto el descosido.

Conocedora de los trucos, miserias y exigencias del star-system y la política de las grandes productoras, Marilyn supo no sólo escapar estratégicamente, sino tener la independencia suficiente como para elegir. El retrato de sus afinidades electivas llega a sorprendernos en muchas ocasiones, pero el final de la actriz que se nos cuenta no por conocido deja de ser más amargo. Spoto narra en un crescendo de seco pero emocionante informe policiaco, los últimos días de Marilyn, despejando de una vez todas las insidias de un supuesto compló de la CIA que, asesinando a la actriz, trataba de involucrar al combativo fiscal general Bob Kennedy, otro amante que ella nunca tuvo. Habiendo plantado en un capítulo precedente la pintoresca evidencia de las lavativas a las que Marilyn era muy afecta para perder de inmediato peso eliminando líquidos del organismo, Spoto argumenta convincentemente que la muerte de, Marilyn no pudo ser suicidio, sino el fruto de la criminal imprudencia de uno de los más sugestivos protagonistas del libro: su analista de cabecera el doctor Greenson, otra figura que subyugó a Marilyn y quedó al fin subyugada por ella, y de la que -según Spoto- se habría vengado subconscientemente, sometiéndola a una némesis médica por vía barbitúrica. Spoto reconstruye los pasos que el doctor Greenson, ayudado por la tenebrosa aunque infeliz criada de la actriz, Eunice, dio hasta suministrar a la ya muy drogada Marilyn una lavativa de hidrato de cloral, que la intoxicó hasta la muerte, disfrazando después con soluciones de thriller de poca monta, los indicios de esa fatal negligencia.

Tres semanas antes de aquella noche trágica, la actriz , en la última entrevista de su vida, se mostraba a la revista Life animosa, contenta, combativa. Preguntada sobre sus legendarios retrasos en el plató, la Monroe decía: "Éxito, felicidad y puntualidad... no son más que clichés norteamericanos. Yo no quiero llegar tarde, pero siempre lo hago, a pesar mío. A menudo llegó tarde porque estoy preparando una escena, a veces porque preparo demasiadas ( ... ) No soy un aparato ( ... ) Estoy intentando trabajar en una forma de arte, no en una fábrica". Pero esa dura voluntad de autoexigencia tenía una seductora forma de mostrar inseguridad, evidente en sus últimas palabras a la revista: "Sólo quiero ser maravillosa".

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