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Doble imagen

K. H. HödickeGalería Juana Mordó. Villanueva, 7. Madrid. Hasta el 21 de noviembre.

Albert Oehlen

Galería Juana de Aizpuru. Barquillo, 44. Madrid. Mes de octubre.

De cuantos puntos fuertes marcaron esa convulsión del debate artístico internacional -en su talante y su geografía- en el inicio de la pasada década, sin duda ha sido el de la pintura alemana, y sus áreas de influencia, el que ha ido teniendo en nuestro propio panorama expositivo una mayor y más constante presencia. Un nuevo ejemplo de ello es el conjunto de exposiciones colectivas e individuales que, con el denominador común de lo germánico, coinciden actualmente en Madrid. De tres de ellas se dio ya cumplida cuenta en estas páginas; las que motivan ahora este comentario son las muestras personales de dos nombres de peso en aquella convulsión del panorama alemán, vinculados a dos generaciones sucesivas, aquella en la que se gestó el nacimiento de un nuevo espíritu en la pintura y la de los jóvenes que, desde ese paradigma, abrían un paisaje de desenfado más radical.

Más allá de su presencia en algún panorama global sobre los vientos nuevos del arte germano, de K. H. Hödicke (Núremberg, 1938) tuvimos ya oportunidad de ver en Madrid, hace ocho años, una amplia muestra personal, presentada por la desaparecida galería Fernando Vijande. La que ahora vuelve a enfrentarnos al talante mordaz e intenso que alienta en la obra de Hödicke no es, en sentido estricto, una exposición articulada como un proyecto homogéneo, sino, antes bien, una selección de carácter mixto que reúne piezas pertenecientes a periodos y series distintas dentro de la trayectoria del artista.

Dentro de ello, los focos de mayor intensidad se encuentran, sin duda, en los dos ciclos de piezas más amplios. Uno, formado por lienzos de pequeño formato, utiliza como imagen recurrente la berlinesa Puerta de Brandemburgo, en visiones que nos remiten a la explosión festiva motivada por la desaparición del muro. En esa corrosiva ironía subterránea tan típica de Höedicke, encarnada por imágenes aparentemente neutras, la puerta y el momento se cargan aquí de una ambigua energía, a la vez emblema de una identidad nacional escindida enfrentada al sueño inconsciente de su unidad reencontrada, y equívoco entre esas flores de los fuegos de artificio y su sospechosa semejanza con devastadoras llamas. Mayor impacto corresponde, con todo, a la serie de las grandes flores rojas -cruce de fuego y sangre en esta ocasión-, que penden, sensuales e inquietantes, sobre cráneos de cabra.

Aunque basada asimismo en los equívocos de la mirada, la ironía de Albert Oehlen (Krefeld, 1954) -un nombre ya habitual en nuestro panorama expositivo- discurre por territorios bien distintos, más apegados al tejido conceptual del lenguaje pictórico. El ciclo de telas recientes que nos ofrece en esta ocasión el artista se escinde en apariencia en dos seres muy dispares, incluso opuestas en su lectura más inmediata. Una está formada por piezas de formato reducido, pictóricamente muy densas, explosivas en su apuesta de color; la otra la integran grandes lienzos de blanco uniforme, campos poblados por formas e imágenes esquemáticas, asépticamente delimitadas por el dibujo y las tramas en negro. Turbulenta subjetividad frente a distanciamiento mecánico, anverso y reverso de ese dilema central que cruza el lenguaje de la pintura, tentado por los polos extremos de razón y emoción. Pero la sugerente ambivalencia que se revela a una mirada más atenta en estos trabajos de Oehlen es la de hasta qué punto una y otra serie no son sino manifestaciones de lo mismo, juegos, disfraces, avatares estratégicamente enfrentados para confundir al observador complaciente y minar el suelo bajo sus pies.

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