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Tribuna:CENTENARIO DE UN VISIONARIO
Tribuna
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Hace 100 años murió Whitman, el poeta que reveló el fondo bárbaro de la civilización

La vida de Walt Whitman fue, sustancialmente, la creación de Hojas de hierba. Nueve fueron las ediciones por las que atravesó el gran libro; el poeta las pagó en buena parte de su propio bolsillo. La primera edición de Hojas... se publicó en 1855; la última es de 1892, y se llama del lecho de muerte, pues en él corrigió el autor las pruebas. En esos 37 años el poeta revisó, añadió poemas y los reordenó hasta concluir la ingente obra. Antes de 1855, Whitman se había preparado largamente para su magna empresa, como le señalaba Emerson en la famosa carta donde saludó entusiasmado la primera edición del libro y que el autor reproduciría al frente de la segunda para pulverizar así (la autoridad de Emerson era máxima) la hostilidad con que el gran poema, tan enérgicamente nuevo, había sido recibido por la crítica bienpensante.Al lado de esto, la variopinta biografía del poeta no posee demasiado Interés. Que fuera recadero de un abogado, aprendiz de tipógrafo, tipógrafo, maestro de escuela, periodista, regente de una papelería, carpintero, albañil, enfermero u oficinista no deja de ser una circunstancia más o menos relevante según los casos. En modo alguno se trata de subrogar la vida del escritor, pero sí de llamar la atención sobre el centro de sus preocupaciones. Y este centro todopoderoso, cenital, era para Whitman la poesía. Ella lo fue todo para él. Tanto, que se inventó un personaje imaginario para vertebrar su libro. Lo señaló Jorge Luis Borges en páginas luminosas. El Whitman de Hojas... es biforme: es el periodista Walter Whitman, oriundo de Long Island, pero es asimismo el otro, el que quería ser y no fue, el aventurero, el viajero impenitente a través de América. Por eso, en Hojas..., el poeta unas veces nace en el Long Island, y otras, en el Sur. Y por eso cuenta un episodio de la guerra entre Estados Unidos y México que dice haber escuchado en Tejas, aunque sabemos que nunca estuvo allí.

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Lector personaje

Aún añadió Whitman un tercer personaje al protagonista de Hojas..., el del lector, que siempre ha tendido a identificarse con él. Whitman interroga al lector, lo interpela y, sobre todo, le responde. Y de esta respuesta, de sustantiva generosidad, de grandeza máxima, surge la identificación. Por aquí se produce la revolución whitmaniana: la de hacer coral el poema y conseguir que la poesía sea empresa colectiva. Sueño de otros poetas del siglo XIX, Whitman lo convirtió en realidad. Creía en América, que para él era la democracia: ésta es la materia de su canto. Pero no eligió el camino de la oda neoclásica o del poema civil: volvió a fundar la epopeya.

El poeta, según confesión propia, leyó la Ilíada por primera vez en la península de Oriente, al noreste de Long Island, en un refugio de rocas y arenas, rodeado por el mar. No sólo eso: hubo un tiempo de su vida en que durante largas horas declamaba versos de Homero (y de Shakespeare) "al oleaje y las gaviotas", con el mar de Coney Island de fondo. A la Ilíada (y otras epopeyas) la germánica, las hindúes, la Divina Comedia, etcétera) se sumaría la Biblia, que le era familiar desde niño. Así nació Hojas..., la epopeya de los tiempos modernos. Como es exigible, el espacio y el tiempo son en ella verdaderamente míticos: espacio y tiempo del hombre convertidos en Dios el mundo hecho Dios. Un Nuevo Mundo, el de la democracia norteamericana.

El sujeto plural que canta en estos versos es hermoso, potente, se baña en los ríos, recorre los caminos, ejerce todos los oficios, es solidario con la creación entera y es el mejor amante de las mujeres, pero también de los hombres: ninguna turbieaad; hemos vuelto a la unidad primitiva, al andrógeno, el sueño de Platón. La voz del protagonista es la voz de todos los seres humanos y de todo lo creado. La vida es una energía incesante, pero, lejos de Schopenhauer, aquí no hay razón alguna para el pesimismo. Todo tiene sentido porque todo es divino, en especial el hombre. De ahí aquella memorable afirmación, entre muchas otras, de que "la menor articulación de mi mano puede humillar a todas las máquinas". Por eso la voz del poeta es también la voz de todos los dioses, pues el hombre es el dios supremo. Este panteísmo antropocéntrico, si cabe tal formulación, explica que incluso la muerte no sea sino otra expresión más de la vida. Por esa radical ideación mítica, Whitman no se degradó en las miserias de la ideología. Hizo de la democracia la tierra fértil del mito. Un mito que no estaba en lo alto, entre dioses soberbios, sino en los ríos, montañas y praderas de América. Y lo cantó con ritmo marino, de océano (su Atlántico de lecturas, ensoñaciones y declamaciones ensimismadas), en versículos vastos y todopoderosos como el oleaje, haciendo del ritmo -caudaloso- el principio conductor del poema y, a su través, el principio del mundo mismo.

Ha tenido seguidores: Sandburg, Saint-John Perse, Neruda se cuentan entre los más felices, pero ninguno lo ha superado. Porque ninguno ha tenido la fe que él tuvo: fe terrestre, jubilosa, absoluta. Ninguna ingenuidad hay en él, como tampoco la hay en Homero. Si los hombres y el mundo no son divinos, si América ha traicionado su sueno, como creía Lorca, esa no es cuestión que pueda afectarle. Cien años después de su muerte, sus versos siguen convocándonos, como él lo había anunciado: "A ti, que no has nacido aún; a ti te buscan estos cantos. / Cuando los leas, yo, que era visible, seré invisible... Sé tan feliz como si yo estuviera a tu lado (no estés demasiado seguro de que no esté contigo)".

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