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Fallece la actriz Irene Dunne

La actriz Irene Dunne, fallecida el martes a la edad de 88 años, de un fallo cardiaco, en su residencia de Los Ángeles (Estados Unidos), tenía la gracia un poco pesada de buena matrona americana, la expresión alegre y vivaz de la mujer que nada esconde, del rostro sin misterios. No es de extrañar que, en los años que median entre 1930, su debú en el cine, y el final de la II Guerra Mundial, encandilara sobre todo a plateas predominantemente femeninas: las amas de casa no veían en ella a una rival, sino su propia imagen reproducida en el inmenso espejo de la pantalla grande. Heroína romántica, protagonista de melodramas a las órdenes de los mejores escultores del cine en su época, como John M. Stahl (La usurpadora o Sublime obsesión son una buena prueba), Tay Garnett, Rouben Manoulian, George Fitzmaurice o el Gregory La Cava de Ansia de amor, fue también actriz de probada solvencia en el musical.Y, sin embargo, no se debe olvidar que Irene Dunne fue también, y ante todo, una magistral, soberana actriz de comedia, capaz de dar la réplica más audaz sin perder la compostura. La memoria de cualquier cinéfilo atesora una secuencia de La pícara puritana que es no sólo un modelo de comedia brillante y alocada, y su mejor película, sino también la de su director, Leo McCarey. La Dunne es en ella una aburrida esposa que decide pegarle el salto a su marido. Él sospecha y casi la sorprende con su amante; discuten y Grant -que no otro es su marido-, furioso, coge el sombrero para largarse... y se da cuenta de que es varias tallas más grande que el suyo. Imperturbable, Irene Dunne le espeta: "Cariño, ¿no te habrás cortado el cabello?"

A pesar de esa sobriedad para la comedia, y a pesar de haber actuado en dos significativos éxitos de la posguerra, Ana y el rey de Siam, de John Cromwell, y Nunca la olvidaré, de Georges Stevens, su estrella declinó junto con el sistema de estudios: ella, que había sido cotizada actriz con contrato en Columbia y RKO, no resistió la demolición del viejo Hollywood. Su talento se plegó muy bien a las exigencias de un público que huía de la Depresión en las salas oscuras, que reía o lloraba con ella mientras iba recuperando su nivel de vida anterior al jueves maldito de octubre del 29. Pero no fue capaz de seducir a una generación que tuvo su bautizo de fuego el Pearl Harbour; a una generación, en suma, que había perdido para siempre la inocencia.

Como tantos otros mitos del Hollywood dorado, la Dunne se fue extinguiendo hasta que en 1952 decidió retirarse del cine. Tuvo, no obstante, su compensación tardía: como otra a quien los tiempos desplazaron, la inefable Shirley Temple, olvidó en la carrera diplomática las amarguras finales de un mundo para ella tan cambiante como desconocido, en el cual su imagen sólo era entonces un recuerdo para señoras cincuentonas.

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