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Tribuna:Velázquez
Tribuna
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La magnitud de la mano

Juan Cruz

El director del Museo del Prado, Alfonso Pérez Sánchez, estaba ayer por la mañana delgado y feliz. Delgado porque hace régimen y feliz porque se le cumplía un sueño. Como los cuadros de Velázquez, ese sueño tiene un color: "el verde esperanza, porque la exposición subraya un hecho muy importante: la cantidad de cosas que se pueden hacer cuando hay una voluntad y una convergencia de criterios unidos para hacer algo verdaderamente grande". Detrás del sueño, una preocupación: "Esto se va a llenar de gente. Verdaderas masas de público. A ver cómo lo controlamos". Y en medio del sueño y la preocupación, un enfado: "Habéis dicho que aquí exponemos sólo algunos cuadros más que los que se vieron en el Metropolitan de Nueva York el año pasado".Le sobra razón al ahora más delgado y juvenil director del Prado: viendo la exposición que anoche abrieron los Reyes se observa no sólo la magnitud de la mano del gran pintor sevillano sino el alcance del esfuerzo que la primera pinacoteca española ha tenido que hacer para duplicar -casi: Madrid le gana a Nueva York por 79 a 38, que es un resultado escandaloso incluso para quien juega en casa- la oferta que convirtió el Metropolitan en un lugar de peregrinación incesante.

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Alegría transparente

Esos son los números. La exposición es memorable. No se puede decir nunca qué está detrás de la opción de los hombres, pero al espectador de la muestra le tienen que apasionar algunas de las piruetas en que se han convertido desde anoche las paredes del Prado: Los borrachos (1628) se enfrentan, cara a cara, con esa alegría transparente y un poco perversa que les dio Velázquez, al solemne y definitivo Cristo crucificado que el pintor sevillano firmó tres años después. En otra sala, aquel monumento al arte de la simulación que fue Las meninas reciben el agasajo estruendoso de los bufones con los que Velázquez demostró que la cara es, en efecto, el espejo de¡ alma. En la soledad de su sala, tratada con el respeto que merece su larga ausencia, La Venus del espejo es la que desata las miradas más lentas, y en general hay una detención selectiva: Las hilanderas, Juan de Pareja, el Conde duque de Olivares.

Un visitante ilustre, el profesor Julián Gállego, no se llevaría a su casa ninguno de esos monumentos, sino uno más luminoso aunque humilde: el retrato de monseñor Camillo Massimi. En esa línea le sigue el propio director de la pinacoteca: Pérez Sánchez se llevaría el Santo Tomás, de 1631, que está en la misma sala que La fragua de Vulcano y que tiene también el pie de propiedad más cercano al carácter unamuniano de su apariencia: el Museo Diocesano de Orihuela.

Nunca se sabe cuánto dura un cuadro en la memoria de los hombres, pero si hubuiera memoria para todo se podría decir que lo que se abrió de par en par anoche en el Museo del Prado es la memoria de la pintura, el homenaje a una mano que le dio al mundo el color que acaso le faltaba.

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