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Tribuna:LOS GALARDONES DEL DÍA DE REYES
Tribuna
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La escritura perpleja

Juan Cruz

Las habilidades de Millás son muy diversas y algunas de ellas no son españolas. Por ejemplo, Juan José Millás, a quien los amigos llaman Juanjo, es puntual y exquisito. Hace unos años, acaso tres, pasó por una larga depresión de la que nació una novela, El desorden de tu nombre, que ha sido un best seller, una especie de rareza en el mundo de los libros más vendidos porque era descarnado y solitario, como un poema de Rilke.En los últimos tres años no se le ha advertido depresión alguna de singular importancia, aunque desde que cumplió los cuarenta suele referirse a sí mismo, en broma y en serio, porque es un ser paradójico, como un hombre acabado. Ahora parece salir de ese infierno inventado con un libro nuevo.

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A pesar de que la historia no le dibujó la cara del ganador, el autor de El desorden de tu nombre ha ganado ya varias batallas, y la última la obtuvo anoche. No se puede decir que sea un calculador, aunque siempre ha dicho la verdad, pero lo cierto es que todo lo que ha ido construyendo como narrador obedece a la biografia más íntima de su rostro: todos los libros de Millás responden a un criterio de exigencia personal y por es,o ninguno es mentira. Leerle es leerle a él. Su reflexión sobre la soledad, que es toda su obra, es la reflexión sobre la soledad de los otros, y a pesar de que escribe acerca de dividuos no cabe duda alguna de que la suya es una escritura solidaria. Por eso es tan paradójica, acaso por ello resulta tan perpleja. A este hombre le salvó la vida la literatura. Y siempre se ha enfrentado a la escritura con el aire de irse a encontrar con otro. Ese otro es él mismo, pero ya que no lo sabe se lo plantea como un espejo difuso.Las piezas recompuestas del personaje Millás dan un retrato desconcertante: se le ve en una playa, paseando como si fuera Humphrey Bogart ya definitivanlente abandonado, y se cree que este crío de los ojos tristes está representando un papel muy ensayado; se le ve solo, en una habitación vacía, con la mano en la barbilla, y se piensa que es una especie de existencialista retardado que aún tiene en el bolsillo la pistola de El extranjero de Camus; y se le ve en conferencia, en público, contando cómo le salvó la literatura, y se advierte que aún no ha hecho del todo el rostro que quiere para sí. Todos esos rostros son los rostros de Juan José Millás, pero hay uno inquieto y sobresaltado que acaso no ha terminado de reflejarse en el agua controlada de su escritura.

Eso es bueno. Es bueno no haber terminado de dibujar el rostro, porque eso es lo que ha convertido a Millás en un novelista de importancia personal muy trascendente: él no sabrá jamás, porque eso no importa, para qué posteridad sirven sus libros, pero sí sabe que sirven para él.Para mirarse a tantos espejos podría conformarse con la poesía. Pero ha preferido narrar. Quienes le conocen personalmente saben que es un gran narrador de historias. Cómo crecen esas historia es un suceso que merece ser contado. Míllás come poco, pero come muchas veces, y es posible que lo haga simplemente para contar a los compañeros de mesa el anecdotario que está pasando por su cabeza de novelista. La serie de artículos -Escalera de servicio, En fin- que escribió para este periódico no es sino una parte muy mínima de lo que es capaz de hacer con su invariable vocación de contador de cosas. A pesar de que es un hombre de ocurrencias, muy dotado para el juego de palabras y para la tertulia, en el fondo de todas esas bromas que luego fueron historias de una escalera Juan José Millás muestra siempre una sensación de desvalimiento que es la que hace que sus libros sean verdad y lleguen a la gente como un ejercicio de comprensión del desvalimiento de los otros. Acaso sea ese carácter pálido, desmejorado, de sus personajes el mejor espejo que exista para entender los ojos de este hombre que ayer fue Nadal con la misma incredulidad con que hace 15 años fue Sésamo. Y es que él sabe que cuando sube a la escalera del éxito en realidad está siendo representado por otro.

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