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EL FIN DEL CREADOR DEL ABSURDO

Samuel Beckett fallece en París a los 83 años

Historia de un encuentro en La Closerie des Lilas con el autor de 'Esperando a Godot'

El Beckett autor de medio centenar de piezas teatrales, novelas, poemas y escritos diversos para radio y cine, en vida, lo dijo casi todo con su letra apenas legible. Cuando en los años cincuenta le ofreció la gloria Esperando a Godot quizá llegó a dialogar con dos o tres periodistas. En 1969 fue coronado con el premio Nobel de literatura y lo aceptó; su importe lo regaló a necesitados y se enterró en Túnez, donde nadie dio con él. Su 80 cumpleaños generó homenajes, loas, y él sonrió levemente.

Al inicio de los años sesenta, vecino ya de París desde hacía meses, mi deseo frenético, obsesión mayor, era la de siempre: conocer a Samuel Beckett. En el Barrio Latino mayormente paraba a la gente en la calle y preguntaba si lo conocían y podían orientarme para dar con él.

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La cita

Labor inútil hasta que, en una librería me recomendaron visitara a Jerome Lindon, su editor. Instantáneamente me presenté en el número 7 de la rue Bernard-Palissy. "Eso es imposible, no quiere ver a ningún periodista"; pero Lindon debió verme tan compungido que cuando ya abordaba yo la escalera salió detrás de mí: "Monsieur", me dijo, "si usted quiere puede escribirle una carta y me la trae; yo se la haré llegar". Dicho y hecho.Y tres días más tarde recibía una carta escrita, a máquina, firmada por Samuel Beckett. Decía la misma: "Cher monsieur, gracias, por su carta. Podemos vernos el día 23 a las seis de la tarde en La Closerie des Lilas. Si le conviene esta cita es inútil que me lo confirme. Cordialmente, Samuel Beckett". Y me anotaba el número de teléfono. Clavé la carta con una chincheta en la pared y todos los días la leía varias veces.

El día indicado fue ansioso y, al final, desesperado. Cuando me dirigía a La Closerie en metro, por desconocimiento bajé en La Plaza de Saint Michel. Faltaban sólo diez minutos y tomé un taxi, pero la circulación caótica destrozó mis nervios; el taxista no me comprendía.

Llegamos por fin, limpié el sudor antes de entrar en el renombrado bar estilo belle epoque, por donde pasaron Lenin, Picasso, escritores, pintores, y donde aún se sueña con fama y dinero.

La conversación

La puerta giratoria me dejó frente a la clientela: al fondo descubrí a Beckett. Marché decidido y él se levantó.-¿Monsieur Fidalgó?

-Oui.

Nos dimos la mano, intenté disculparme por el retraso, pero un gesto suyo me despreocupó. Reía simple, amablemente. Mantenía la pelliza de ante, leía un libro de poesía china traducido en inglés, tomaba té y bordeaban la taza el mechero y un paquete de cigarrillos Gauloise. Sus gafas reposaban también sobre la mesa; eran unos lentes viejísimos de armazón de alambre delgadísima y una patilla rota y recompuesta con esparadrapo.

Le pregunté si hablaba español y me dijo que no; el quiso saber si yo hablaba francés y le dije que tampoco. Fue un momento grave. Los dos nos reímos, y con gestos y palabras rebuscadas nos lanzamos sin temor. Le hice comprender que su teatro me gustaba más que ninguno, y sonrió amablemente. A él lo que le interesaba era yo. Quiso saber si era corresponsal de un diario, y le contesté que no.

Se interesó por España al afirmar que desearía ver cuadros de Velázquez y conocer Toledo y el Greco. Por minutos, las palabras, más o menos a medias, nos garantizaban el diálogo. Él: .¿Está usted casado?".Yo: "No". Le devolví la pregunta, respondió que sí e hizo un gesto con la mano que no comprendí. No quería hablar de ello, creo. En este instante quedó pensativo, estrujó el mechero con la mano derecha y clavó la vista en el suelo. Yo también callé, y estuvimos así largo tiempo. Miraba sus facciones recias, su expresión cincelada, sus ojos siempre como pasmados ante el asombro.

Le hablé de un amigo crítico de teatro que quería conocerlo y me dio cita, con él, para cuatro días después. Le advertí que podía decirle de antemano que hablaríamos, pero que no se trataba de escribir después. "Yo desde el momento que hable con él, no puedo prohibírselo, pero me da igual que escriba o no". De repente sospeché que quizá había pasado mucho tiempo y se lo hice comprender.

Miró el reloj y, apoyando el dedo en la esfera, hizo un gesto como diciendo, "todo el tiempo es nuestro". Pidió un whisky y quiso que yo bebiera también. Así fue, y además me comía sin parar las patatas fritas que acompañaban. Y llegó a interrogar:" ¿Está usted bien instalado en París"?. Hablamos de París, y yo intenté lucirme. El sentenció como si no dijera nada: "Es una ciudad misteriosa; hace 20 años que la conozco pero no la conozco". Preguntó por Fernando Arrabal y dijo: "He visto su obra El Triciclo, tiene escritas ya 20 obras y creo que es un autor que hará cosas importantes".

Me invitó a otro whisky y se interesó por mi familia. El me dijo de la suya: "Mi madre muerta, mi padre muerto, mi hermano muerto". Otra vez quedó pensativo, aprisionó de nuevo el encendedor con la mano derecha y fijó el suelo con sus ojos de águila.

La despedida

Yo lo escrutaba a él. Pasó mucho tiempo y entonces hablamos de teatro. Me dijo que escribía en francés, a pesar de que el inglés era su lengua materna porque así me disciplino con menos posibilidades". Luego contó que, en 1950, para ver Las sillas de Ionesco tuvo que ir tres veces al teatro Noctambulos, "porque sólo se representaba la obra el día que acudían diez espectadores como mínimo, y eso pudo ser el tercer día".Habían pasado cerca de tres horas y, de súbito, miré el reloj y dijo que tenía que marchar. El se puso su pelliza, yo el abrigo y, fuera, ante la puerta, nos dimos la mano. Con los años me enviaría libros suyos dedicados y entradas para ver sus obras.

Hace cuatro años largos me despedí de él al abandonar París, enviándole un ramo de rosas rojas. Cinco días después recibí su penúltima carta: "Las rosas que me ha enviado son muy bellas... usted desea hacerme una entrevista, pero no tengo nada que decir; sin embargo, verlo a usted y hablar un poco me gustaría".

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