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39º FESTIVAL DE CINE DE BERLÍN

En la Berlinale se suceden las películas tediosas e ininteligibles

La pasada edición de la Berlinale se caracterizó por el predominio de películas-espectáculo. Unos meses después, los organizadores del festival de Cannes ofrecieron todo lo contrario, lo que ellos mismos denominaron "cine puro y duro". Ahora, en Berlín, los responsables de este festival parecen haber tomado como propia esa consigna ajena.

Desde el comienzo, no hemos visto en la sección oficial ni una sola película relajante. Domina en todas la violencia, el experimentalismo, la negrura y el hermetismo, que en las dos últimas jornadas han derivado hacia lo tedioso y lo ininteligible en grado máximo. Probablemente se trata de una consecuencia de la situación crítica en que se encuentra el cine en Europa. El progresivo vaciamiento de las salas, la fuga permanente de espectadores, parece forzar a productores y cineastas a buscar rutinariamente nuevas formas de composición y de lenguaje con las que intentan romper la uniformidad y convocar a otros públicos. No es malo que esta búsqueda exista; lo malo es, a tenor de lo visto aquí, que nada encuentra.Las cuatro últimas películas proyectadas en la sección oficial son otras tantas incursiones en el lado hermético del lenguaje cinematográfico. Pero sólo dos -Historias de América, escrita y dirigida por la cineasta belga Chantal Akerman; y La montaña de Pestalozzi, dirigida por el suizo Peter van Gunten- logran convencer de que su inclinación a la ruptura de convenciones conduce a alguna parte.

Callejón sin salida

Las restantes, como la mayoría de las ya comentadas en crónicas anteriores, son innovadoras nada más que en un ingenuo grado intencional y su aparente heterodoxia conduce a ese callejón sin salida que en el cine es el tedio absoluto. Pretendiendo crear un nuevo público y rescatar al público fugado, en realidad el efecto de estos filmes es el contrario, pues no provoca fascinación alguna, ni crean la menor afición al cine.Hay un hecho que no admite matices: las salas de esta edición de la Berlinale comienzan las proyecciones abarrotadas y las terminan casi vacías. Pero hay más: una buena parte de los espectadores que permanecen hasta el final en sus butacas, no es porque estén disfrutando del aburrimiento, sino porque se encuentran literalmente dormidos.

Si la película alemana Adiós al falso paraíso, dirigida por Tevlik Basser, es un barbitúrico de efectos contundentes, la rusa El esclavo, escrita y dirigida por Vadim Abdraschitov, es ese mismo barbitúrico con el añadido de una dosis mortal de cianuro. Es difícil superar a este intrincado galimatías, que merece el récord mundial de ininteligibilidad. Lleva dentro dos horas y media de celuloide indigerible y tanto es así que en una pequeña encuesta casera, a la salida de la proyección, todos los participantes coincidieron en que no tenían ni la menor idea de qué trataba esta película, de qué hablaba, qué ocurría en ella, a qué se refería.

La perestroika cinematográfica, que ganó adeptos en años anteriores porque sus películas hablaban claro, ha pasado de la claridad de ideas, a las nieblas impenetrables de la falta absoluta de ideas. Y, sin embargo, este filme ruso es cristalino comparado con las tres horas de otro alemán, Juana de Arco en Mongolia, que es calificado con indulgencia como "la película mongólica".

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