El monarca y el bufón
La sombra del actor no es una película excepcional, ni siquiera es una buena película. Pero merece, y mucho, verse.Tiene, como de costumbre en los filmes de Peter Yates, claridad en la exposición de asuntos oscuros -recuérdese Abismo-, buen sentido del ritmo -recuérdese Bullit- y una notable maña en el montaje. Pero ninguna de estas virtudes es medular. Hacen de La sombra del actor una película bien acabada, un producto competentemente hecho, un espectáculo fluido y que se deja ver. Pero que no lleva dentro buen cine, hondura y conmoción en la imagen.
La mejor demostración está en una evidencia del filme. Es una película de y sobre los actores, pero éstos campean por sus respetos en la pantalla y componen una interpretación de conjunto muy irregular, pues la gama de sus calidades oscila desde la mediocridad a la genialidad. La mano unificadora del director brilla por su ausencia. No hay en él auténtica dirección de actores, y esta carencia sí es medular, pero negativamente.
La sombra del actor (The dresser)
Dirección: Peter Yates. Guión: Ronald Harwood, sobre su obra teatral The dresser. Producción: Peter Yates. Reino Unido, 1984. Intérpretes: Albert Finney, Tom Courtenay, Edward Fox, Zena Walker, Eilen Atkins, Michael Cough, Cathryn Harrison. Estreno en cines Bogart y Duplex
Hay un lastimoso descuido -salvo en el caso de Eilen Atkins, que hace una composición convincente de la regenta de la compañía de cómicos- en la dirección de los actores secundarios, y este desaliño contrasta con la formidable solidez de las interpretaciones de los dos protagonistas, Albert Finney y Tom Courtenay, que hacen trabajos que, siempre bajo la amenaza de sobreactuación, bordean con frecuencia la genialidad. Contemplarles es un privilegio, pero es claro que se lo debemos exclusivamente a ellos y no a su director, que se ha limitado a dejarles soltar su talento, de la misma manera que agarrota el de sus comparsas.
El eterno Lear
La película discurre casi enteramente durante una representación del El rey Lear en un teatro inglés de provincia bajo las bombas nazis, en plena guerra mundial. En escena oímos el gran poema shakespeariano en su verbo original. Fuera de la escena, en los pasillos, los camerinos y las bambalinas, asistimos en contrapunto al desarrollo de un acorde de ese mismo poema (la relación entre Lear y su bufón) que alcanza una extraña resurrección en el lenguaje de hombres de hoy, a través de la relación existente entre el primer actor de la compañía, interpretado por Albert Finney, y su mayordomo o, en la jerga escénica, su vestidor: Tom Courtenay.El dúo que entablan estos dos monstruos de la escena británica es memorable. Hacen un trabajo, sobre registros de pura teatralidad, memorable. Pero si Albert Finney se lleva la parte del león por la brillantez histriónica de su cometido, es en cambio Tom Courtenay, en un personaje más difícil y esquinado, pues su duplicidad contrasta con la uniformidad de su oponente, quien, a medida que la película avanza sobre sí misma, se apodera de ella, sobre todo en las escenas finales, en las que suelta el, hasta entonces contenido, fuego de su personaje, y estremece literalmente a la pantalla.
Aunque sólo sea por asistir al espectáculo que nos ofrecen estos dos actores, en su repetición del eterno juego de un monarca que agoniza frente al espejo desacralizador de su bufón, hay que ver La sombra del actor. El resto del filme, por el contrario, es buen pasto para el olvido.
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