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Reportaje:

Vuelo nocturno de Isabelita Perón

Manuel Vicent

Isabelita Perón no leía el Apocalipsis de San Juan, que es el nuevo libro de instrucciones para pasajeros inocentes de Barajas. Aunque el avión se hallaba en la pista calentando motores, a punto de despegar, esta señora, de cejas espiritistas y pinta de peluquera de provincias, que tantas veces ha servido ensaimadas con sangre de cabra en un aquelarre, ni siquiera ojeaba el Kempis, como hace durante esos ataques de misticismo que le dan en tierra firme, donde corre menos peligro. Vestida de Courrèges, pantalón y blusa camisera de azul celestial, se iba hacia Argentina abrazada a un mazo de revistas del corazón para abrir boca. Detrás de su asiento viajaban un par de peces gordos del justicialismo, y el coronel croata Milos Bujovic, grandullón, albino, de ademanes tajantes y nariz respingona, guardaba a su muñeca en el salón de primera clase, cerrando el paso a los fotógrafos. Allí, las azafatas y mucamos aéreos ofrecían bandejas hibernadas de caviar y brindaban con champaña algunos jerifaltes con el rabo entre las piernas. La despedida en Barajas había sido insonora -cuatro abrazos y nada más- dentro del karma de postrimerías que hay en ese aeropuerto. El vuelo nocturno de Isabelita Perón acaba de empezar. De pronto, se levantó el avión y el jefe de su casa militar, coronel apócrifo, pero nazi auténtico, dio el aviso:-Señora, el retrete está libre.

-Gracias.

-Aproveche ahora que no hay periodistas.

El peronismo tiene una historia singular, con muchos esqueletos en el armario. Por dentro es un pasillo poblado de brujas y de mafias sindicales. Por fuera es un descampado con obreros descamisados, regalos de calcetines para pobres que tocan el bombo, churrascos de demagogo, primeras masas industriales con un revuelto de oligarcas, estancieros y trotskistas bajo un nacionalismo sentimental de milonga. Nuestra generación tiene del peronismo la idea confusa de un barco fantasma cargado de trigo y la memoria adolescente de Evita, aquella serpiente emplumada que vino a España con una capa de marabú, collar de diamantes de un millón de dólares en cada tobillo y la diadema de esmeraldas en la frente, que a su vez también resplandecía con un cristal de leucemia. A su lado, la mujer de Franco parecía una asistenta social o una empleada de abastos en traje sastre.

Juan Domingo Perón, que era populista y cabaretero, extrajo amores románticos de algunos garitos. Tuvo una mano especial para elevar a la gloria a heroínas de chigre, cantantes de segunda, bailarinas de tercera, apoyadas en el quicio, de la mancebía. Vivió rodeado de echadoras de cartas, adivinadoras, videntes y gorgonas expertas en interrogar vísceras de gato. Entre todas, sólo Evita consiguió dormir con él, aun después de muerta. Durante su exilio en Madrid, el general Perón metía el cadáver de su hada en un cajón de la cómoda y se largaba al colmado flamenco de Villa Rosa o a las Ventas del Cante de la carretera de Barcelona a comer tacos de jamón con faraonas y guitarristas. Había en él un gancho de milagrero. En aquel momento, ya lo acompañaba otra ilustre dama, la misma que ahora está en el lavabo del avión, a 10.000 metros de altura, de regreso a su patria en un viaje poco triunfal. El falso coronel croata le cubre la retirada.

-Por favor, quisiera saludarla.

-No es posible.

-No quiero hablar de política.

-Nada.

-Sólo deseo que me cuente cosas de amor.

-Tampoco.En aquel tiempo, María Estela Martínez, nacida pobre y pizpireta, en 1931, en un pueblo de La Rioja argentina, bailaba rum bas en los antros de Centroamérica como chica de conjunto con arreos de conejito zumbón e impartía arte a los priapos de la noche. En un lugar de Panamá, no precisa mente en una biblioteca pública, se cruzó su destino con el de Perón, y no puede decirse que la chica fuera tonta. Prueba de ello es que ligó en seguida a este general resbaloso, le agarró bien por el asa y ya no le soltó hasta darle la última taza de caldo. Desde entonces conserva ese aire de reina por un día, con una ansiedad que le cruje en las grietas de la comisura, y la vida la ha zarandeado esperpénticamente desde las burguesas merendolas de California 47 al cuartelazo salvaje del Cono Sur. Durante su exilio de querida en Madrid tiraba de sus días anodinamente. Esta bailarina secretaria pasaba a máquina las cartas de Perón, le acompañaba a los tablados, le leía novelas de aventuras y le calentaba la cama. Y así hasta que Franco le dio un toque. Doña Carmen Polo, con adusta moral de escoba, ya había pasado por el trago de recibir a Eva Duarte, primer amor adúltero del presidente argentino. Se había limitado a hacer la vista gorda a cambio de un barco cargado de trigo o de garbanzos; pero ahora los españoles comían pollos rustidos y no se podía tolerar otro escándalo casi ofi cial de bajo vientre. Perón vivía amancebado con una artista, de modo que el coronel croata Milos Bujovic fue llamado a El Pardo.

-Dígale a Perón que se case.

-No sé si querrá.

-Aquí no se permiten esos lujos.

-A la orden.

El militar apócrifo se arreó un taconazo a sí mismo, dio media vuelta y a renglón seguido pasó el parte a los amantes. La pareja se casó de penalti, tirado por Franco en una madrugada de 1961, en la iglesia madrileña de las mercedarias, aunque el matrimonio se mantuvo en secreto porque entonces la momia de Evita era un as de oros en el tute arrastrado de Argentina, y Perón especulaba con aquella pálida memoria de cera para volver a cantar el tango. De hecho, el cadáver de la madrina reposaba bajo el lecho del general, le insuflaba los riñones desde la ultratumba, y una de las labores domésticas de Isabelita consistía en pasarle el plumero todas las mañanas. Lo bueno era que Perón ya estaba trincado. Ahora sólo había que esperar. Un vidente de muchas facultades le leyó la mano y descifró el jeroglífico de sus arrugas: un día conseguiría ser presidenta sin necesidad de quitarse los rulos de amita de casa. Así sucedió. Cuando su país ya se había convertido en un bebedero de patos, Perón volvió a Buenos Aires llevando en el equipaje a esta réplica de Evita, en un modelo más bajito, más histérico, más chillón y con úlcera gástrica. Este gaucho milonguero, que otrora había tenido tantas tablas, era un retablo armado con palitroques, si bien los expertos del Museo de Cera le habían restaurado los más duros desconchados. Isabelita se portó bien con su marido. Le llevaba del brazo hacia el orinal, le echaba el tarot, le decoraba la máscara y le cambiaba de pañales ayudada por el brujo López Rega. Entre los dos le llevaron a las puertas de la muerte, donde expiró como un pajarito el 1 de julio de 1974. Como había anunciado el canto del búho, ella se convirtió en la primera presidenta de América. Existen rumores de que Isabelita y su compadre López Rega llegaron una noche al panteón de Evita Duarte y realizaron con su cadáver una ceremoni a de macumba. Se trataba de traspasar el espíritu de la muerta a la carne de la nueva emperatriz. Por lo visto, algo falló. Ahora, en el avión que vuela la noche del Atlántico, echan una película con un japonés dando garrotazos, e Isabelita va estirada en la butaca con una manta y duerme con una revista de amor y lujo desmayada en las manos. Los capitostes justicialistas, incluido el coronel croata, roncan a oscuras. Ella parece una mosquita muerta, una de esas mujeres de clase media que, después de la peluquería, van al bingo con el diseño un poco marbellero y habla con sus amigas de cremas hidratantes para la cara, de las cosas monísimas que venden en esa tienda de Serrano, de los bizcochos tan ricos que dan en California 47, de lo mucho que le divierte el programa Un, dos, tres de Televisión Española. Isabelita vuela hacia Argentina nada triunfalmente y ninguno es capaz de acercarse a ella. Ni fotógrafos, ni periodistas, ni simples curiosos. La tripulación le sirve de guardaespaldas, el falso coronel le cubre la salida y una dama madrileña de compañía le quita los zapatos y le ayuda a cambiarse de ropa en la misma butaca, formando todos un corro en torno a ella. Entre que no la dejan hablar y ella que no tiene nada que decir, aquel distanciamiento de Antonioni, comparado con este hermetismo vigilado, era una bacanal. Isabelita vuelve derrotada a su país, pero allí la espera mucha gente tocando el bombo.

Sin embargo, en aquel tiempo tenía la boca crispada. López Rega le daba cuerda y ella gritaba a los peronistas con chillidos de cocinera a la que se le ha quemado la comida. Durante su mandato en Argentina sucedieron ciertas cosas. La Triple A comenzó su labor sanguinaria, y ella ponía cara de tonta. La mafia de los sindicatos verticalistas guiñaba el ojo amistosamente a los militares, y ella callaba. Cada día había un safari de intelectuales, y ella silbaba mirando al techo. Hasta que llegó el 24 de marzo de 1976 y los señores de la polaina dieron el golpe, metieron a esta heroína de vudú en prisión, y ella siguió sin comprender nada. Fue su etapa más espiritual. Durante esos cinco años de cárcel, rodeada de dioses carniceros, le llegaron del cielo varios ataques de iluminación. Incluso realizó un intento de suicidio, que es el último grado de la mística; pero, serenada a última hora, comenzó a leer el Kenipis y a tejer bufandas para sus guardianes. Una tarde que se encontraba con el rimel corrido por la depresión, llamó a un ordenanza:

-Oiga, quiero ver al nuncio.

-No se puede.

-Se me acaba de aparecer Dios. Que venga alguien de la Iglesia.

-¿Le sirve monseñor Tortolo? El obispo Tortolo fue a visitarla a la quinta de San Vicente, donde se hallaba prisionera en medio de 12 hectáreas con caballos. Isabelita le comunicó que quería meterse a monja mercedaria en un convento de España.

-¿De verdad?

-Se lo juro, monseñor.

-¿Seguro que no es una excusa para merendar en California 47?

La Junta Militar estaba en pleno auge de sangre, cuyo nivel alcanzaba la altura de las cejas del ciudadano medio. Después de unos meses de prisión, Isabelita fue liberada. Volvió a España y al día siguiente ya tomaba bollería en Califomia 47. En esta etapa de su exilio en Madrid, la muñeca hinchable del justicialismo llevó una vida retirada, según su propia categoría mental: un poco de gimnasia, misa en los Jerónimos, un paseo por las tiendas, lecturas intensivas de la revista Hola o estudios en profundidad de Diez Minutos, merienda con una amiga, alguna película de Sandolcan, vacaciones en Fuengirola, cirugía estética, largas sentadas frente al televisor, crema de Pons, pastillas para la úlcera y, cuando Dios apretaba mucho, un vistazo al Kempis con dos aspirinas. En Madrid no recibía a nadie. Cualquier embajada peronista que trataba de visitarla para arrimar el ascua a su sardina se quedaba en el portal de la calle de Moreto dialogando con un guardia urbano. Sólo Carmen Sevilla, Lola Flores y gente escogida del rollo bailaor eran capaces de romper la coraza de esta dama para hablar de recetas y de cosas que no engordan. Por lo demás, ella tenía algo que hacer: por ejemplo, buscar el paradero de López Rega, que se había operado la cara después de fugarse a Suiza con toda la pasta.

-Oiga, señor coronel.

-Dígame.

-Quisiera saludar a la señora.

-No es posible. -¿Y echarle un vistazo?

-Tampoco.

El avión está a punto de aterrizar en el aeropuerto de Buenos Aires. Desde la ventanilla se ven detrás de las vallas algunas pancartas. Isabelita ha bajado con un nuevo modelo de Courrèges y unos señores pulidos le han dado la bienvenida en el pasillo; se la han llevado en volandas a una sala abarrotada, donde ella ha leído upas cuartillas de saludo con tonalidad conciliadora. Ha hablado de democracia, ha recordado los muertos de las Malvinas, los desaparecidos por la represión y su propio silencio en la cárcel. Luego ha prometido colaborar en esta nueva etapa política que se inicia en Argentina. Tampoco ha pedido cuentas a nadie después de la derrota de su partido. En la autopista que conduce a la ciudad había obreros tocando el bombo peronista. Algunos miles de sus partidarios han agitado banderas, e Isabelita ha cruzado otra vez entre los descamisados del pueblo en dirección al hotel Plaza. Ahora, en Buenos Aires se respira aquel clima de Madrid del año 1977. También aquí se habla de ética, de esperanza y sopla el mismo viento de libertad.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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