Antena colectiva
Esa finca de la calle Velázquez tiene ocho plantas de cierto abolengo destartalado, portal con entrada para antiguos carruajes, ascensor & vitrales y verjas doradas, escalinata con alfombras y zócalos de mármol, asientos de peluche en cada rellano, conserje calvo con la bisagra engrasada bajo el uniforme de mariscal, relieve de dioses en el dintel y un policía de vigilancia en la acera que canturrea día y noche una especie de nana acunando la metralleta. Allí viven ocho familias muy respetables, de esas que dejan un rastro de poder perfumado cuando atraviesan el vestíbulo entre caobas y espejos biselados para ir a misa, al despacho o al Club de Campo. La nómina de inquilinos se compone de un general de división en activo, de un letrado del Consejo de Estado, de un ingeniero de presas con alto cargo en Obras Públicas, de un marqués con tierras en Jaén y de otros seres de semejante tamaño.A las nueve de la mañana frente a la casa se ve diariamente un pequeño trajín de gorras y coches oficiales. Los chóferes del ministerio o los mecánicos de la empresa acuden a recoger a sus jefes para llevarlos al trabajo, y todo el mundo, incluido el conserje, inclina la raspa ante ellos. Poco después la servidumbre saca a mear a perros de distintas razas, el chico del supermercado sube por el montacargas el pedido de tan distinguida clientela, llega el cartero con sobres importantes y a la hora del ángelus salen las señoras con un zorro muerto en el hombro y un caniche en el tobillo para ir de tiendas en compañía de una hija todavía inmaculada. El portal permanece bajo el control de la garita de cristal en silencio y nunca pasa nada en aquella penumbra. El orden impera absolutamente en la finca hasta la media tarde en que se produce un breve ajetreo cuando sus habitantes vuelven del despacho y se encierran en casa.
La cancela se clausura a las diez de la noche y en la acera se queda el policía de vigilancia soplándose los dátiles. Son familias muy discretas, con hábitos sociales de rancia sobriedad. Se conocen mucho entre sí y todas tienen apellidos sonoros, pero se tratan poco; sólo los suaves sombrerazos de rigor al cruzarse en el zaguán, la esmerada cortesía al cederse el paso y esas preguntas que la gente fina se formula en el ascensor.
-He sabido que Julito ha sacado notarías.
-Así es. Gracias a Dios.
-Estarán contentos.
-En cambio a su hijo no le veo ahora por aquí.
-Lo han destinado a Zaragoza.
-Casi será magistrado.
-Le falta un poco todavía.
Implorando amor con la lengua fuera
En esa finca de la calle Velázquez, donde habitan ejemplares de la burguesía mejor envasada, hace unos días comenzó a producirse un hecho absurdo. Tal vez fue el general de división el primero en descubrirlo. La noche del sábado estaba viendo la televisión sentado en su poltrona preferida, rodeado íntimamente de los suyos. El programa era tan malo como de costumbre, de modo que en aquel hogar se tomó la sublime decisión de cambiar de canal. Una hija se levantó a pulsar otro botón, y cuando lo hizo, entonces en la pantalla apareció una cara muy conocida, exactamente la del vecino de abajo, registrador de la propiedad, un hombre severo y maduro, vestido de luto perenne. Al principio hubo algunas dudas porque se trataba de una imagen demasiado insólita. El registrador de la propiedad no participaba en ningún coloquio, ni le estaban haciendo una entrevista, y ni siquiera iba de negro. Esta vez salía en calzoncillos con un gorrito de lechero y sonreía lascivamente. La escena, rodada por un aficionado, era muy burda.
En pantalla se veía un plano de la cocina, una puerta que se abría y al galán en pelotas entrando con una botella en la mano. La señora del registrador lo recibía junto al fregadero y, entre ellos se hacían gestos eróticos del género ínfimo. En el piso de arriba, la honorable familia del general se frotó los ojos llena de espanto.
-¿Qué le pasa a este aparato?
-Eso es una guarrada increíble.
-Qué horror.
-Es doña Merceditas, la del tercero.
-iCielos! Y la tía se está desnudando.
La comedia duró algunos minutos más y ahora en la pantalla aparecía el registrador de la propiedad arrodillado ante su mujer legal implorando amor con la lengua fuera, mientras ella se despojaba del traje sastre lentamente, de las prendas de lencería y de las medias con liguero hasta quedar desbragada del todo, y entonces don Julio en personase ponía a cabalgarla sobre el felpudo del perro con furia desigual en el suelo de la cocina. Alguien le arreó un puñetazo al televisor y la imagen cambió de repente. Una ensalada de tiros llenó por completo el salón de la casa con la película del Oeste que estaba dando el segundo canal. Después de la terrible sorpresa, las colas volvieron al orden enseguida y aquella familia suspiró con alivio. ¿Qué había pasado? Nada en especial. El matrimonio del tercero, en uso legítimo del derecho a la intimidad, que ampara la Constitución, había puesto una cinta en el vídeo para contemplar las propias experiencias eróticas, pero esta vez la antena colectiva le había gastado una extraña broma en el tejado y las imágenes de su pasión habían saltado en las pantallas de algunos televisores de la finca. La familia del letrado del Consejo de Estado también las había visto. Y lo mismo puede decirse del conserje, en la buhardilla del ático. El día siguiente era domingo.
El registrador de la propiedad y su esposa forman una pareja de mucha reverencia de vestíbulo. Andan por los cincuenta años cumplidos. Ella es una morucha cubierta con garras de astracán y él es un tonelete que viste de oscuro y va siempre sudado como un botijo de Talavera.
Ese matrimonio fue el primero en desfilar por el zaguán aquella mañana de domingo para asistir a misa en la iglesia de la Concepción, y el conserje dobló el espinazo ante su paso, con una sonrisa de conejo envainada. Después salieron sucesivamente otras comitivas familiares: el marqués, con su señora; el ingeniero de presas, rodeado de pimpollos peinados con gomina y abrigados con un loden prematuro; el letrado del Consejo de Estado, de gris marengo, con un séquito de niñas con lazos; el elegante genera , de paisano, con los suyos; el fiscal del Tribunal Supremo jubilado, con gran acompañamiento de nietos e hijos políticos, y, por último, el viejo prócer paralítico, en una silla de ruedas tirada por una enfermera diplomada.
El encanto dominical se estableció en el cancel del templo en medio de ese perfume mórbido que envuelve la piedad en amoroso visón. Allí se saludaron cortésmente algunos vecinos, pero nadie hizo el menor comentario del escandaloso suceso de la noche pasada. El registrador estaba en una bancada de fieles con un devocionario de piel dorada y era el que cantaba con más unción. A su lado, doña Merceditas hacia el dúo en el motete eucarístico. Parece ser que el fervor religioso está muy ligado a los canutillos de nata, a los buñuelos borrachos y al tocino de cielo, o sea, que el precepto cumplido despierta el apetito, y así, al terminar la misa, bajo el radiante mediodía, aquella gente hizo cola en las pastelerías y se agolpó en los mostradores de las cafeterías para tomar el aperitivo. Tampoco aquí se atrevió ninguno a insinuar nada acerca del percance de la televisión. El señor letrado sonrió al registrador al pie de la barra y entre ellos se cruzaron palabras de ceremonia, con el balbuceo social del que tiene un montado de ensaladilla en el paladar.
-Hace una mañana espléndida.
-¿Bien todo?
-Ya ve usted.
-Enhorabuena por lo de su hijo.
Doña Merceditas en camisón
A la caída del sol el conserje oía el transistor en la garita, los gritos del tablero deportivo llenaban la penumbra hasta lo hondo del zaguán y a pesar de que en ese momento el hombre tenía once aciertos en la quiniela, se mordía las uñas por otra cosa. Sólo pensaba en la hora de cerrar la cancela para ver en televisión un programa tan selecto como el de anoche, si bien los protagonistas de la serie aún no habían regresado al hogar. A otros habitantes de la finca les sucedía lo mismo, porque aquella tarde todos se recogieron muy pronto. Con el ritual de siempre, atravesó el vestíbulo una familia que venía del Club de Campo, otra que había ido al teatro, otra que había merendado en Embassy, otra que había jugado al bridge, y el conserje las fue embarcando con reverencias en la jaula del ascensor. A las nueve en punto se presentaron ellos. El registrador de la propiedad y su legítima esposa pasaron por la entrada de carruajes y él se pellizcó el ala del sombrero en forma de saludo. Ya estaban todos. El conserje echó la llave al portalón de la calle y el guardia de vigilancia se quedó en la acera tocando una balada con la armónica del nueve largo.
A altas horas de la noche el marqués zarandeaba el televisor, apretaba nerviosamente todas las teclas a un tiempo y en la pantalla no había más que malditos futbolistas dando patadas. En la planta superior, el ingeniero le pegaba al aparato puñetazos en el lomo, manipulaba los botones, le agitaba los cables de la tripa y allí sólo se veían saques de esquina y un reportaje de lapones. Era el portero quien más cabreado estaba. Lleno de furia, cogió una bota y la estampó contra el tabique. Tembló la buhardilla y tal vez con el resorte entró en funciones la antena colectiva en el tejado, porque en ese instante doña Merceditas apareció en camisón en todos los televisores del edificio.
Esta vez la pareja había filmado en el video una escena del propio dormitorio para motivarse antes de cumplir con el débito conyugal. No era muy imaginativa. Al registrador se le veía en pijama a rayas sentado en una butaca mientras su mujer rondaba por el bordé de la cama moviendo con lujuria patosa el trasero en una danza oriental. Llevaba un turbante rojo y algunos flecos de gasa.
La cámara la seguía el movimiento de la mano cuando se levantaba la tela hasta la altura del vientre, y entonces una imagen de muslos escuálidos con la vergüenza entera llenaba la pantalla en un montaje paralelo con los senos de doña Merceditas, caídos como dos bolsas de pulpo, y un primer plano de su boca entreabierta con la lengua mordida por el deseo. Luego entraba don Julio en acción. El registrador lucía un desnudo a modo de tonelete lechoso, muy envergado, bailando una suerte de samba carioca. Lo demás se reducía a un acto carnal de tercera clase. El lechoncillo remaba todavía contra el cuerpo gótico de su señora cuando el televisor produjo un crujido y de pronto salió un delantero del Osasuna lanzando un penalti.
-Se acabó.
-¡Maldita sea!
-Hoy me ha gustado más.
-Habría que avisar a los del tercero.
-Nada de eso, chaval.
-O arreglar la antena.
-Ni se te ocurra.
Nadie abrió la boca
La familia del conserje no estaba dispuesta a perderse un programa de la serie y los elegantes vecinos de la finca se debatían entre el estupor y la desolación, cada uno por su lado, simulando entre ellos no saber nada. Ni uno solo tuvo el mal gusto de abrir la boca. La vida de la comunidad siguió igual y no hubo el menor cuchicheo. Al día siguiente, a las nueve de la mañana, frente a la casa, se vio el mismo trajín de gorras y coches oficiales, el pequeño ajetreo de un lunes cualquiera. Los chóferes de ministerio y los mecánicos de la empresa acudieron una vez más a recoger a sus jefes para llevarles al despacho, y el conserje, adornado con charreteras de mariscal ruso, se ponía en pie dentro de la garita con una inclinación de cerviz al paso de los señores. Después la servidumbre sacó a mear a perros de varias razas y colores, el chico de la tienda subió viandas por el montacargas, llegó el cartero con reembolsos y a la hora del ángelus salieron ellas con abrigos de visón para recorrer escaparates y tomar el aperitivo. El portal permaneció bajo control en silencio y no pasó nada en aquella penumbra. El registrador de la propiedad había bajado por el ascensor a las diez. Había atravesado la salida de carruajes, muy serio, vestido de negro, con una cartera en la mano, reflejando su figura adusta en el espejo biselado. Doña Merceditas lo hizo más tarde. Pasó por el vestíbulo con estola de astracán y el conserje se dobló ante ella.
-Buenos días, señora.
-Buenos días.
-Hoy hace una mañana espléndida.
En la puerta de esa finca de la calle Velázquez el guardia de vigilancia arrullaba en brazos una metralleta.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.